Ig abrió la boca y después la cerró, por un momento abrumado por la emoción, ya que Lee le gustaba demasiado como para responderle con lo primero que se le viniera a la cabeza. Lee le miró de nuevo con curiosidad y asombro y enseguida apartó la vista.
– ¿Tocas lo mismo que tu padre? -preguntó Lee sacando la trompeta de Ig de su funda.
– Mi hermano toca. Yo sé, pero no toco mucho.
– ¿Por qué no?
– No puedo respirar.
Lee le miró sin comprender.
– Lo que quiero decir es que tengo asma y cuando intento tocar me quedo sin aire.
– Supongo que nunca vas a ser famoso, entonces.
No lo dijo con crueldad. Era una mera observación.
– Mi padre no es famoso. Toca jazz. Nadie se hace famoso tocando jazz.
Ya no , añadió para sí.
– Nunca he oído un disco de tu padre. No entiendo mucho de jazz. Es como esa música que sale de fondo en las películas sobre gánsteres, ¿no?
– Normalmente sí.
– Eso sí que me gustaría. Música para una escena de gánsteres, y con esas chicas vestidas con faldas cortas y rectas. Las flappers.
– Exacto.
– Entonces entran los matones con ametralladoras -dijo Lee. Parecía verdaderamente entusiasmado por primera vez desde su llegada-. Matones con sombrero de fieltro, y los barren a tiros. Hacen volar las copas de champán, a gente rica y a otros gánsteres.
Mientras hablaba, simulaba empuñar una metralleta.
– Esa música creo que sí me gusta. Música de fondo para matar gente.
– Tengo algo de eso. Espera.
Ig sacó un disco de Glenn Miller y otro de Louis Armstrong y los puso con los de los Beatles. Después, como Armstrong estaba debajo de AC/DC, pregunto:
– ¿Te gustó Black in Black?
– ¿Eso es un disco?
Ig cogió Black in Black y lo añadió al montón de Lee.
– Tiene una canción que se llama «Disparar por placer». Es perfecta para tiroteos y destrozos.
Pero Lee estaba inclinado sobre la funda de la trompeta examinando los otros tesoros de Ig. Había cogido el crucifijo de la chica pelirroja con la delgada cadena de oro. A Ig le molestó verle tocándolo y le entraron unas ganas repentinas de cerrar la funda… pillándole los dedos a Lee si no se daba prisa en sacar la mano. Descartó ese impulso con energía, como si se tratase de una araña en el dorso de la mano. Le decepcionaba tener esa clase de sentimientos, aunque duraran unos instantes. Lee tenía el aspecto de un niño que ha sobrevivido a una inundación -todavía le goteaba agua fría de la punta de la nariz- e Ig deseó haber pasado por la cocina para prepararle un cacao caliente. Sentía deseos de darle a Lee un bol de sopa y una tostada con mantequilla. Había muchas cosas que quería darle a Lee, pero no precisamente la cruz.
Caminó con paciencia hasta el otro lado de la cama y metió la mano en la funda para coger su fajo de billetes, metiendo el hombro de manera que a Lee no le quedaba más remedio que ponerse de pie y apartar la mano de la cruz. Ig contó varios billetes de cinco y diez dólares.
– Por las revistas -dijo.
Lee dobló el dinero y se lo metió en el bolsillo.
– ¿Te gusta ver fotos de felpudos?
– ¿Felpudos?
– De coños. -Lo dijo con la mayor naturalidad, como si continuaran hablando de música.
Ig se había perdido la transición.
– Claro. ¿A quién no?
– Mi distribuidor tiene todo tipo de revistas y en su almacén he visto algunas cosas raras. Alguna para flipar. Hay una revista toda de mujeres embarazadas.
– ¡Agh! -exclamó Ig, entre asqueado y divertido.
– Vivimos tiempos turbulentos -dijo Lee sin demostrar gran desaprobación-. También hay una de mujeres mayores. Todavía Salida es muy fuerte, todo tías de más de sesenta años tocándose el coño. ¿Tienes algo de porno? -La cara de Ig era la respuesta a la pregunta-. Déjame verlo.
Ig sacó un juego de tragabolas del armario, al fondo del cual había una docena de juegos de mesa apilados.
– El tragabolas -fijo Lee-. Qué bien.
Ig no le comprendió al principio. Nunca lo había pensado. Había escondido allí sus revistas porno porque nadie jugaba ya al tragabolas y no porque el juego tuviera algún tipo de significado simbólico.
Lo colocó sobre la cama y levantó la tapa y el juego. Sacó también la bolsa de plástico que contenía las bolas. Debajo había un catálogo de Victoria's Secret y el ejemplar de Rolling Stone con Demi Moore desnuda en la portada.
– Eso es material bastante blando -dijo Lee-. Ni siquiera tendrías que esconderlo, Ig.
Apartó el Rolling Stone y descubrió un número de X-Men debajo, aquel en el que sale Jean Grey en la portada vestida con un corsé negro. Sonrió plácidamente.
– Éste es bueno. Porque Phoenix al principio es tan bueno y cariñoso, y luego de repente… ¡zas! Sale el cuero negro. ¿Eso es lo que te pone? ¿Tías buenas que llevan el demonio dentro?
– No me pone nada en particular. De hecho no sé cómo ha llegado eso hasta aquí.
– A todo el mundo le pone algo -dijo Lee, y por supuesto tenía razón. Ig había pensando prácticamente lo mismo cuando Lee le dijo que no sabía qué música le gustaba-. Pero meneársela con cómics…, eso no es sano. -Lo dijo tranquilamente, con cierto tono comprensivo-. ¿Nunca te ha hecho nadie una paja?
Por un momento la habitación pareció agigantarse en torno a Ig, como si se encontrara en el interior de un balón que se estuviera llenando de aire. Se le pasó por la cabeza que Lee se estaba ofreciendo a hacer el trabajo. En ese caso le diría que no tenía nada en contra de los gays, pero que él no lo era.
Sin embargo Lee siguió hablando:
– ¿Te acuerdas de la chica que estaba conmigo el lunes? Me ha hecho una. Cuando terminé soltó un gritito, lo más raro que he oído en mi vida. Ojalá lo hubiera grabado.
– ¿En serio? -preguntó Ig, aliviado e impresionado al mismo tiempo-. ¿Hace mucho que es tu novia?
– No es esa clase de relación. No somos novios. Sólo se pasa por mi casa de vez en cuando para hablar de los tíos y de la gente que se porta mal con ella en el colegio y esas cosas. Sabe que mi puerta está siempre abierta.
Ig casi rió al escuchar esta última afirmación, que supuso irónica, pero se contuvo. Lee parecía hablar en serio. Continuó:
– Las pajas que me hace son una especie de favor. Y menos mal, porque creo que acabaría machacándole el cráneo, con esa manía que tiene de cotorrear todo el tiempo.
Lee depositó con cuidado el X-Men en la caja e Ig recogió el tragabolas y lo volvió a meter en el armario. Cuando regresó a la cama, Lee tenía la cruz en la mano; la había cogido de la funda de la trompeta. Al verlo a Ig se le cayó el alma a los pies.
– Esto está chulo -dijo Lee-. ¿Es tuyo?
– No -respondió Ig.
– Ya lo suponía. Parece un collar de chica. ¿De dónde lo has sacado?
Lo más fácil habría sido decir que pertenecía a su madre, pero a Ig le crecía la nariz cada vez que decía una mentira y además Lee le había salvado la vida.
– De la iglesia -dijo consciente de que Lee deduciría el resto. No entendía por qué al decir la verdad sobre algo tan insignificante tenía la sensación de estar cometiendo un error catastrófico. Decir la verdad nunca era malo.
Lee había enroscado los dos extremos de la cadena alrededor de su dedo índice, de forma que la cruz se balanceaba sobre la palma de su mano.
– Está rota -dijo.
– Por eso la encontré.
– ¿Es de una pelirroja? ¿Una chica de nuestra edad más o menos?
– Se la dejó olvidada y pensaba arreglársela.
– ¿Con esto? -pregunto Lee tocando la navaja multiusos con la que Ig había estado intentando manipular el broche-. Con esto es imposible. Para arreglarla necesitas unos alicates de punta fina. Mi padre tiene toda clase de herramientas. Yo la arreglaría en cinco minutos. Se me da bien arreglar cosas.
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