Conservaba recuerdos fragmentarios del tiempo que había pasado debajo del agua, pero después decidió que eran falsos, porque ¿cómo podía recordar nada si había estado inconsciente?
Lo que recordaba era oscuridad, un ruido ensordecedor y una vertiginosa sensación de estar dando vueltas. Un torrente atronador de almas tiró de él, lo expulsó de la tierra y de cualquier sensación de orden y lo precipitó a otro caos, más antiguo. Sintió horror, espanto de que aquello pudiera ser lo que le esperaba después de morir. Sentía que estaba siendo apartado no sólo de la vida sino también de Dios, de la idea de Dios, o de la esperanza, de la razón, de la idea de que las cosas tenían sentido, de que la causa era seguida del efecto, y pensó que no debería ser así, que la muerte no debería ser así ni siquiera para los pecadores.
Luchó en vano contra aquella corriente de ruido furioso. La negrura pareció disolverse y desaparecer, dejando ver un sucio atisbo de cielo, pero pronto volvió a cerrarse a su alrededor. Cuando notó que le faltaban las fuerzas y se hundía, tuvo la sensación de que alguien le sostenía y le impulsaba desde abajo. Después, de repente, había algo más sólido bajo sus pies. Parecía lodo. Pasado un instante escuchó un grito lejano y algo le golpeó en la espalda.
La fuerza del impacto le espabiló y alejó la oscuridad. Abrió los ojos y le cegó una dolorosa claridad. Tuvo una arcada y el agua de río le inundó la boca y las fosas nasales. Estaba tumbado de costado en el lodo con la oreja pegada al suelo, de forma que oía lo que podían ser las pisadas de unos pies que se acercaban o el fuerte latido de su corazón. La corriente le había arrastrado desde la pista Evel Knievel, aunque en aquel primer momento de borrosa consciencia no sabía con certeza hasta dónde. A siete centímetros de su nariz una manguera de incendios podrida se deslizó sobre la tierra encharcada. Sólo cuando se hubo marchado se dio cuenta de que era una serpiente reptando hacia la orilla.
Poco a poco empezó a distinguir hojas de árbol ondeando silenciosas contra un cielo claro. Alguien estaba arrodillado junto a él y apoyaba una mano en su hombro. Empezaron a aparecer chicos, avanzando a trompicones entre la maleza y deteniéndose de golpe cuando le veían.
Ig no podía ver quién estaba arrodillado a su lado, pero estaba seguro de que era Terry. Él le había sacado del agua y le había ayudado a respirar de nuevo. Se volvió de espaldas para mirar a su hermano. Un muchacho flaco y cetrino con un casco de pelo rubio casi blanco le devolvió una mirada inexpresiva. Lee Tourneau se alisaba la corbata sobre el pecho con aspecto distraído. Tenía empapados los pantalones color caqui e Ig no necesitó preguntar por qué. En ese momento, al mirar a la cara de Lee, decidió que él también iba a empezar a llevar corbata.
Terry apareció entre los arbustos, vio a su hermano y se detuvo abruptamente. Eric Hannity estaba justo detrás de él y al chocarse casi le tiró al suelo. En ese momento ya había casi veinte chicos congregados alrededor de Ig.
Éste se sentó y se llevó las rodillas al pecho. Miró de nuevo a Lee y abrió la boca para hablar, pero cuando lo intentó notó una fuerte punzada de dolor en la nariz, como si se la estuvieran rompiendo otra vez. Se encorvó y expulsó por las fosas nasales un chorro de sangre que cayó al suelo.
– Perdón -dijo-. Perdón por la sangre.
– Creía que estabas muerto. Parecías un muerto. No respirabas. -Lee estaba temblando.
– Bueno, ahora sí respiro -dijo Ig-. Gracias.
– ¿Gracias por qué? -preguntó Terry.
– Me ha sacado del agua -explicó Ig haciendo un gesto en dirección a los pantalones empapados de Lee-. Ha hecho que vuelva a respirar.
– ¿Te has tirado a sacarlo? -preguntó Terry.
– No -dijo Lee. Después parpadeó, pareció completamente desconcertado, como si Terry le hubiera hecho una pregunta difícil, del tipo «Cuál es la capital de Islandia»-. Ya estaba en la orilla cuando he llegado. No he tenido que tirarme a por él ni nada. En realidad ya estaba…
– Me ha sacado -repitió Ig interrumpiéndolo. No estaba dispuesto a dejarle ser modesto. Recordaba con bastante claridad la sensación de alguien en el agua junto a él, moviéndose a su lado-. Yo había dejado de respirar.
– ¿Y le has hecho el boca a boca? -preguntó Eric Hannity claramente incrédulo.
Lee negó con la cabeza, todavía confuso.
– No, no. No ha sido así. Lo único que he hecho ha sido darle una palmada en la espalda cuando estaba…, bueno…, cuando estaba…
Llegado a este punto se quedó sin saber qué decir. Ig continuó por él:
– Gracias a eso lo eché todo. Me había tragado medio río. Tenía el pecho lleno de agua y él ha hecho que la expulsara. -Hablaba con los dientes apretados. El dolor que sentía en la nariz llegaba en forma de intensas punzadas, como sacudidas eléctricas. Incluso parecían tener un color concreto; si cerraba los ojos veía flashes de amarillo neón.
Los chicos miraban a Ig y a Lee con silencioso asombro. Lo que, al parecer, acababa de ocurrir pasaba sólo en sueños y en programas de televisión. Alguien había estado a punto de morir y otra persona le había rescatado, y ahora el salvador y el salvado eran especiales, los protagonistas de su propia película, lo que les convertía a los demás en extras, como mucho en actores secundarios. Haber salvado realmente la vida a otra persona equivalía a ser alguien. Uno ya no era Joe Schmo, sino Joe Schmo el que sacó a Ig Perrish desnudo del río Knowles el día en que estuvo a punto de ahogarse. Y seguiría siendo esa persona el resto de su vida.
Por su parte, al mirar a Lee a la cara, Ig sintió cómo una obsesión empezaba a apoderarse de él. Le había salvado. Había estado a punto de morir y aquel chico de cabellos pálidos con ojos azules e interrogantes le había devuelto a la vida. En el rito evangélico uno iba al río, se sumergía y después salía a la superficie dispuesto a emprender una nueva vida, e Ig tenía la sensación de que algo parecido le había ocurrido a él, que Lee también le había salvado espiritualmente. Quería comprarle algo, darle algo, averiguar cuál era su grupo de rock favorito para hacerse fan él también. Quería ofrecerse a hacerle los deberes.
Oyeron un ruido de hojas aplastadas, como si alguien condujera un carro de golf hacia ellos. Entonces la chica, Glenna, apareció, sin aliento y con la cara enrojecida. Se dobló por la cintura, apoyó una mano en un muslo redondeado y exclamó jadeante:
– Joder, cómo tiene la cara.
Después miró a Lee con el ceño fruncido.
– ¿Lee? ¿Qué estás haciendo?
– Ha sacado a Ig del agua -dijo Terry.
– Ha conseguido que vuelva a respirar -añadió Ig.
– ¿Lee? -preguntó con una mueca que sugería total incredulidad.
– No he hecho nada -dijo Lee moviendo la cabeza, e Ig no pudo evitar sentir que le crecía afecto por él.
El dolor que había estado golpeándole el puente de la nariz se había incrementado y se le había extendido a la frente, al espacio entre los ojos, y le penetraba el cerebro. Empezaba a ver las ráfagas amarillas incluso con los ojos abiertos. Terry se agachó junto a él y le tocó un brazo con la mano.
– Será mejor que te ayude a vestirte y que nos vayamos a casa -dijo. De alguna manera parecía escarmentado, como si fuera él y no Ig el culpable de haber hecho una estupidez peligrosa-. Creo que tienes la nariz rota. -Después miró a Lee y le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza-. Oye, me parece que he sido un gilipollas antes, en la colina. Gracias por ayudar a mi hermano.
– No te preocupes, no ha sido nada -dijo Lee, e Ig casi tuvo un escalofrío al pensar en lo guay que era, en cómo se resistía a los halagos que le hacían.
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