Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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Se acercaron al chico rubio y lánguido -Lee Tourneau, al parecer- aflojando el paso conforme llegaban a lo alto de la pista Evel Knievel. Aquí la colina descendía abruptamente en dirección al río, un destello azul que se adivinaba entre los negros troncos de los pinos. En otro tiempo había sido un camino de tierra, aunque era difícil imaginar un coche circulando por él debido a lo empinado y erosionado que estaba, una plataforma vertiginosa ideal para dar unas cuantas vueltas de campana. Dos tuberías oxidadas semienterradas asomaban del suelo y entre ellas había un surco de tierra aplanada, una depresión en el terreno brillante y desgastada por el paso de miles de bicicletas y cien mil pies descalzos. Vera, la abuela de Ig, le había contado que en los años treinta y cuarenta, cuando la gente tiraba cualquier cosa al río, la fundición había usado esas cañerías para verter su escoria en el agua. Casi parecían raíles, una vía férrea a la que le faltaba únicamente un carro de mina o de montaña rusa para recorrerla. A ambos lados de las cañerías el circuito estaba cubierto de tierra amontonada apilada y reseca por el sol, salientes rocosos y basura. El camino de tierra prieta entre las cañerías era el mejor sitio por donde bajar e Ig y Terry aflojaron el paso, esperando a que Lee Tourneau se tirara.

Sólo que no lo hizo. No tenía la menor intención. Dejó el monopatín en el suelo -tenía una cobra pintada y ruedas grandes y nudosas- y lo empujó atrás y adelante con un pie, como para asegurarse de que rodaba bien. Después se agachó, lo cogió y simuló comprobar una de las ruedas.

Los delincuentes juveniles no eran los únicos que le acosaban. Eric Hannity y un puñado de chicos más estaban al pie de la colina mirando hacia él y lanzándole alguna que otra pulla. Uno le conminó a gritos a que se dejara de mariconadas y se tirara de una vez. Desde el cubo de basura Glenna gritó de nuevo:

– ¡Dale duro, vaquero!

Pero a pesar de la chulería su voz delataba desesperación.

– Esto es lo que hay -le dijo Terry a Lee Tourneau-: puedes elegir entre acabar lisiado o ser un pringado cobarde.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Lee.

– Lo que quiero decir es: ¿te vas a tirar o no? -explicó Terry con un suspiro.

Ig, que había bajado muchas veces por el circuito en su mountain bike, dijo:

– No pasa nada. No tengas miedo. La tierra entre las tuberías está muy lisa y…

– No tengo miedo -dijo Lee, como si Ig le estuviera acusando.

– Pues entonces tírate -dijo Terry.

– Una de las ruedas se atasca -dijo Lee.

Terry rió. Una risa mezquina.

– Vamos, Ig.

Ig empujó el carro de supermercado y lo colocó entre las cañerías. Lee miró el pavo y frunció el ceño en señal de interrogación, pero no dijo nada.

– Lo vamos a volar -dijo Ig-. Ven a verlo.

– El carro tiene un asiento para bebés -dijo Terry-. Por si necesitas que te llevemos.

Era un comentario cruel e Ig dirigió una mirada comprensiva a Lee, pero la cara de éste tenía una expresión neutra, digna del capitán Spock en el puente de mando del Enterprise. Se hizo a un lado sujetando el monopatín contra el pecho para dejarles pasar.

Los chicos les estaban esperando al final de la pista. También había un par de chicas, más mayores, tal vez incluso universitarias. No estaban en la orilla con los chicos, sino tomando el sol en Coffin Rock, con pantalones vaqueros cortos y biquini.

Coffin Rock era un islote a unos doce metros de la orilla, una gran piedra blanca que brillaba bajo el sol. Los kayaks de las chicas descansaban en una franja arenosa que se internaba río arriba. La visión de aquellas chicas tumbadas en la roca hizo a Ig amar el mundo. Dos morenas -muy bien podían ser hermanas- con cuerpos bronceados y musculosos y piernas largas estaban sentadas hablando entre sí en voz baja y observando a los chicos. Incluso de espaldas a Coffin Rock, Ig era consciente de ellas, como si las chicas y no el sol fueran la fuente principal de la luz que iluminaba la orilla.

Alrededor de una docena de chicos se habían congregado para asistir al espectáculo. Estaban sentados con estudiada indiferencia en las ramas de los árboles que colgaban sobre el agua o a horcajadas en sus bicicletas simulando un aburrimiento displicente. Era otro de los efectos secundarios de las chicas sobre la roca. Cada uno de los chicos quería parecer mayor que el resto, en realidad demasiado mayor para estar allí. Si con sus miradas ariscas y su pose de superioridad lograban sugerir que sólo estaban allí porque tenían que cuidar de un hermano pequeño, mejor que mejor.

Como Terry sí estaba cuidando de su hermano pequeño, posiblemente tenía derecho a sentirse feliz. Sacó el pavo congelado del carro de supermercado y caminó con él hacia Eric Hannity, quien salió de detrás de una roca cercana sacudiéndose el polvo de los pantalones.

– Vamos a cocinar a esa zorra -dijo.

– Me pido un muslo -dijo Terry, y algunos de los chicos no pudieron contener la risa.

Eric Hannity era de la edad de Terry, un salvaje brusco y sin modales, malhablado y con unas manos ásperas capaces de parar un gol, lanzar una caña de pescar, reparar un motor sencillo y dar una paliza. Era un superhéroe y encima su padre era ex soldado y además había sido herido, no en un tiroteo, sino en el curso de un incidente en el cuartel. Otro oficial en su tercer día, había dejado caer por accidente una 30.06 cargada y el disparo había alcanzado a Bret Hannity en el abdomen. Ahora tenía un negocio de cromos de béisbol, aunque Ig había pasado con él el tiempo suficiente para sospechar que en realidad a lo que se dedicaba era a pelearse con su compañía de seguros por una indemnización de cien mil dólares que supuestamente tenía que llegarle cualquier día, pero que no acababa de materializarse.

Eric y Terry llevaron el pavo congelado hasta el tocón de un árbol viejo que estaba podrido en el centro, formando un agujero. Eric empujó el pavo con el pie hasta que entró. Había el espacio justo, y la grasa y la piel del animal sobresalían por los bordes. Los dos huesos rosados de las patas, envueltos en carne cruda, estaban apretados uno junto al otro de forma que la cavidad del pavo donde debía ir el relleno se fruncía en un gran pliegue.

Eric sacó sus últimos dos petardos del bolsillo y dejó uno aparte, sin hacer caso del chico que lo cogió y de los otros que se reunieron en torno a él, observándolo entre murmullos apreciativos. Ig pensó que había hecho aquel gesto precisamente para despertar tal reacción. Terry cogió el petardo y lo metió en el pavo. La mecha, de más de quince centímetros, sobresalía obscenamente del agujero del trasero del pavo.

– Más os vale poneros a cubierto -dijo Eric- si no queréis daros un baño de pavo. Y devolvedme el otro petardo. Como alguien se vaya con él este pájaro no va a ser el único que acabe con uno en el culo.

Los chicos se dispersaron y se agazaparon bajo el terraplén, resguardándose detrás de los árboles. A pesar de sus esfuerzos por simular indiferencia, se respiraba un aire de nerviosa expectación.

La chicas de la roca también demostraban interés, conscientes de que estaba a punto de ocurrir algo. Una de ellas se puso de rodillas y formando una visera con la mano miró hacia Terry y Eric. Ig deseó con una punzada de dolor que existiera alguna razón para que le mirara también a él.

Eric apoyó un pie en el borde del tocón y sacó un mechero, que encendió con un chasquido. La mecha empezó a escupir chispas blancas. Terry y Eric se quedaron allí un momento, mirando pensativos hacia abajo, como si dudaran de si había prendido bien. Después empezaron a retroceder, pero sin prisa. Estuvo muy bien llevado, una pequeña actuación de estudiada tranquilidad. Eric había aconsejado a los demás que se pusieran a cubierto y todos habían obedecido corriendo. Comparados con ellos, Terry y Eric parecían imperturbables y con nervios de acero, quedándose allí para prender la mecha y después retirándose con toda tranquilidad de la zona de la explosión. Dieron veinte pasos pero no se agacharon ni se escondieron detrás de nada y continuaron mirando hacia el pavo. La mecha chisporroteó durante tres segundos y después se paró. Y no ocurrió nada.

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