La primera vez que Eric y Terry usaron uno de aquellos petardos fue en el garaje de Eric. Echaron uno en el cubo de la basura y salieron por piernas. La explosión que siguió derribó el cubo, lo hizo rodar por el suelo de cemento y la tapa saltó hasta el techo. Cuando cayó, humeaba y estaba doblada por la mitad, como si alguien hubiera intentado plegarla en dos. Ig no estaba allí pero Terry le contó la historia, añadiendo que los oídos les habían pitado tanto después de la explosión que no se habían escuchado silbar el uno al otro. La cadena de demoliciones prosiguió con otros objetos. Una Barbie tamaño natural, un neumático viejo que echaron a rodar colina abajo con un petardo pegado dentro y una sandía. Ig no estuvo presente en ninguna de estas detonaciones, pero su hermano siempre le contaba lo que se había perdido sin escatimar detalles. Así Ig supo, por ejemplo, que de la Barbie no había quedado nada salvo un pie negruzco que cayó del cielo y chocó contra el techo del coche de Eric, donde bailó una especie de claqué incorpóreo y absurdo, que el olor del neumático quemado te revolvía el estómago y que Eric Hannity estaba demasiado cerca de la sandía cuando explotó y por tanto se puso perdido. Estos detalles fascinaban y atormentaban a Ig y para mediados de agosto estaba deseando presenciar personalmente uno de estos episodios de pirotecnia.
Así que una mañana en que descubrió a Terry en la despensa intentando esconder un pavo congelado de doce kilos de peso en su mochila del instituto enseguida supo para qué era. No le pidió que le dejara acompañarlo ni intentó negociar con él a base de amenazas del tipo «O me dejas ir contigo o se lo cuento a mamá». En lugar de ello observó a su hermano mientras éste forcejeaba con la mochila y después, cuando se hizo evidente que el pavo no cabía, dijo que debían hacer un hatillo. Cogió su chubasquero de la entrada, enrollaron el ave con él y cada uno cogió una manga. Así, cargándolo entre los dos, era fácil transportarlo e Ig no necesitaba pedir nada a su hermano.
Consiguieron llevar el pavo así hasta el lindero del bosque y después, al poco de enfilar el camino que conducía a la antigua fundición, Ig vio un carro de supermercado medio hundido en el barro de la cuneta. La rueda derecha delantera chirriaba estrepitosamente y el carro iba soltando un continuo reguero de óxido, pero sirvió para transportar el pavo durante más de dos kilómetros. Terry obligó a Ig empujarlo.
La vieja fundición era un desgarbado torreón de estilo medieval hecho de ladrillo oscuro. Tenía una chimenea retorcida en uno de los lados y los agujeros de lo que antes habían sido ventanas le daban aspecto de queso gruyere. Estaba rodeada de unas pocas hectáreas de un antiguo aparcamiento ya en desuso, con un pavimento casi desintegrado por tantas grietas, por las que asomaban ásperos matojos de hierba. Aquella tarde el lugar estaba muy concurrido, con niños montando en monopatín entre las ruinas y una fogata en un cubo de basura situado en la parte de atrás. Un grupo de delincuentes juveniles -dos chicos y una chica con aspecto de ir fumada- estaban de pie alrededor de las llamas. Uno de ellos sostenía un palo en el que había insertado lo que parecía un filete deforme. Estaba chamuscado y retorcido y desprendía un humo azul y dulzón.
– Mira -dijo la chica, una rubia mofletuda con acné y vaqueros a la cadera. Ig la conocía. Estaba en su curso. Glenna no sé qué-. Ya tenemos la comida.
– Joder, esto parece el día de Acción de Gracias -dijo uno de los chicos, que llevaba una camiseta con las palabras Autopista al infierno. Hizo un gesto con la mano hacia el fuego del cubo de basura-. Dale caña.
Ig acababa de cumplir los quince y se sentía inseguro en compañía de chicos mayores. La tráquea se le empezó a cerrar, como cuando le daban ataques de asma. Terry en cambio estaba a sus anchas. Dos años mayor y poseedor ya de carné de conducir, tenía un aire de elegancia chulesca y el entusiasmo propio de un showman nato, siempre dispuesto a divertir a su público. Así que habló por los dos. Siempre lo hacía, era su función.
– Parece que la comida está ya hecha -dijo haciendo un gesto con la cabeza hacia el palo-. Se te está quemando la salchicha.
– ¡No es una salchicha! -chilló la chica-. ¡Es una mierda! ¡Gary está asando un zurullo de perro!
La risa la hacía gritar y doblarse en dos. Llevaba unos vaqueros viejos y gastados y un top de una talla demasiado pequeña que parecía de esos que venden a mitad de precio en el Kmart. Pero encima llevaba una bonita chaqueta de cuero negro de corte europeo. No pegaba con el resto del atuendo ni con el tiempo que hacía y lo primero que Ig pensó fue que era robada.
– ¿Quieres probar? -preguntó el chico de la camiseta de Autopista al infierno. Retiró el palo del fuego y se lo ofreció a Terry-. Está en su punto.
– Venga ya, tío -dijo Terry-. Estoy en el instituto y soy virgen, toco la trompeta en una banda y encima la tengo pequeña. Me parece que ya como suficiente mierda.
Los delincuentes juveniles estallaron en carcajadas, tal vez no tanto por las palabras sino por quién las había dicho -un chico delgado y atractivo con una bandana estampada con la bandera de Estados Unidos algo descolorida anudada al cuello sujetando su abundante melena negra- y por cómo las había dicho, en un tono exuberante, como si se estuviera burlando de otra persona y no de sí mismo. Terry usaba los chistes como llaves de yudo, un mecanismo para desviar la atención de los demás de su persona, y si no encontraba otro blanco para sus bromas no tenía problemas en prestarse él mismo para el trabajo, una inclinación que le resultaría muy útil años más tarde, cuando era el entrevistador estrella de Hothouse, suplicando a Clint Eastwood que le diera un puñetazo en la nariz y después le firmara un autógrafo en la nariz rota.
Autopista al infierno miró más allá del asfalto roto, hacia un chico que estaba de pie en el arranque de la pista Evel Knievel.
– Eh, Tourneau. Ya está la comida.
Más risas, aunque la chica, Glenna, de repente pareció incómoda. El chico en lo alto del camino ni siquiera miró hacia donde estaban y siguió con los ojos fijos en la colina sujetando un monopatín bajo el brazo.
– ¿Te vas a tirar o no hay huevos? -gritó Autopista al infierno cuando el chico no contestó.
– ¡Vamos, Lee! -gritó la chica agitando un puño en el aire en señal de ánimo-. ¡Dale caña!
El chico en lo alto del circuito le dirigió una breve mirada desdeñosa y en ese momento Ig le reconoció, recordó haberle visto en la iglesia. Era el joven césar. Aquel día había ido vestido con corbata y ahora también llevaba una, con una camisa de manga corta abotonada hasta el cuello, pantalones cortos color caqui y zapatillas Converse abotinadas sin calcetines. Sólo por llevar el monopatín conseguía dar a su indumentaria un aire vagamente alternativo, en el que el acto de llevar corbata resultaba una pose irónica, del tipo que adoptaría el cantante de un grupo de música punk.
– No se atreve -dijo el otro chico que estaba de pie junto al cubo de basura y tenía el pelo largo-. Joder, Glenna, ¿no ves que es maricón?
– Vete a tomar por culo -dijo Glenna. A los que estaban reunidos en torno al cubo de basura su cara de ofendida les resultó de lo más cómica. Autopista al infierno se rió tan fuerte que el palo tembló y el zurullo asado cayó al fuego.
Terry dio una palmada en el brazo de Ig y se pusieron en marcha. Ig no lamentaba irse, había algo en aquel grupito que le resultaba insoportable. No tenían nada que hacer. Que para esa gente una tarde de verano se redujera a quemar mierda y herir los sentimientos de los demás le resultaba bastante triste.
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