– No es mi mujer. Es sólo alguien con quien solía follar.
El hombre corpulento -¿barman?, ¿gorila?-dijo:
– Aquí no nos gusta ese tipo de lenguaje. Guárdeselo para otra clase de sitios.
Ig se levantó, sacó su cartera y puso dos billetes de veinte dólares en la mesa antes de dirigirse hacia la puerta. Mientras caminaba le dominó una sensación de justicia. Déjala , fue lo que pensó. Cuando estaba sentado frente a ella, todo lo que quería era sonsacarle todos los secretos y hacer que sufriera todo lo posible en el proceso. Pero ahora que estaba fuera de su vista y que tenía espacio para respirar, sentía que sería un error darle más tiempo para justificar lo que había decidido hacerle. No quería quedarse y darle la oportunidad de diluir su odio con lágrimas, con más charlas sobre cómo le quería. No estaba dispuesto a comprender y tampoco quería sentir compasión.
Cuando volviera se encontraría la mesa vacía. Su ausencia sería más elocuente que cualquier cosa que dijera si se quedaba. No importaba que no tuviera coche. Era adulta, podía buscarse un taxi. ¿No era ése su argumento para follarse a alguien mientras él estuviera en Inglaterra? ¿Demostrar que era realmente adulta?
Nunca en su vida había estado tan seguro de estar haciendo lo correcto, y conforme se acercaba a la salida escuchó lo que parecía una ovación, un ruido de patadas en el suelo y palmas que creció en intensidad hasta que por fin abrió la puerta y se encontró con que estaba diluviando.
Cuando llegó al coche tenía las ropas empapadas. Metió la marcha atrás y arrancó antes siquiera de encender los faros. Puso los limpiaparabrisas a máxima velocidad y éstos empezaron a apartar la lluvia a latigazos, pero el agua seguía cayendo a raudales por el cristal, distorsionando su visión de las cosas. Escuchó un crujido y al mirar hacia abajo vio que se había chocado contra un poste de teléfono.
No pensaba salir a comprobar los daños. Ni se le pasó por la imaginación. Antes de incorporarse a la carretera, sin embargo, miró por la ventana del asiento del pasajero y, aunque la cortina de agua casi la tapaba, pudo ver a Merrin a unos pocos metros, de pie y encogida para protegerse de la lluvia. El pelo le caía en mojados mechones. Le dirigió una mirada de infelicidad a través del aparcamiento pero no le hizo gesto alguno para que se detuviera, para que la esperara o diera la vuelta. Ig pisó el acelerador y se alejó.
Veía el mundo pasar a gran velocidad por la ventana, una confusa sucesión de verdes y negros. Hacia el final de la tarde la temperatura había alcanzado los treinta y seis grados. El aire acondicionado estaba puesto al máximo, llevaba así todo el día. Sentado allí entre ráfagas de aire refrigerado apenas era consciente de que tiritaba con sus ropas empapadas.
Las emociones se acompasaban con su respiración. Al exhalar la odiaba y sentía ganas de decírselo y verle la cara mientras lo hacía. Al inhalar sentía una punzada de dolor por haberse marchado y haberla dejado bajo la lluvia, y quería volver y susurrarle que subiera al coche. La imaginaba todavía allí parada, esperándole. Miró por el espejo retrovisor por si la veía, pero, claro, para entonces El Abismo ya estaba casi un kilómetro atrás. En su lugar vio un coche de policía negro con la sirena en el techo pisándole los talones.
Miró el cuentakilómetros y descubrió que iba casi a noventa por hora cuando el límite era sesenta. Los muslos le temblaban con tal fuerza que casi le dolían. Con el pulso desbocado, aflojó el pie del acelerador y cuando vio un Dunkin' Donuts cerrado a la derecha de la carretera se desvió y detuvo el coche.
El Gremlin seguía circulando a demasiada velocidad y los neumáticos derraparon en la tierra, levantando piedras. Por el espejo lateral vio pasar de largo el coche de policía, sólo que no era un coche de policía, tan sólo un Pontiac negro con baca portaequipajes.
Permaneció temblando detrás del volante mientras esperaba a que el corazón recuperara su ritmo normal. Transcurridos unos minutos decidió que tal vez era un error seguir conduciendo con semejante tiempo, especialmente si tenía en cuenta que además estaba borracho. Esperaría a que dejara de llover; de hecho ya llovía menos. Lo siguiente que pensó es que Merrin tal vez estuviera intentando llamarle a su casa para asegurarse de que había llegado bien, y le alegró imaginar la respuesta de su madre: No, Merrin, no ha llegado todavía. ¿Ha pasado algo?
Entonces se acordó del móvil. Probablemente Merrin probaría a llamarle primero al móvil. Lo sacó del bolsillo, lo apagó y lo tiró al asiento del pasajero. Estaba seguro de que llamaría, y la idea de que pudiera imaginar que le había pasado algo -que había tenido un accidente o que, trastornado, se hubiera estampado adrede contra un árbol- le llenaba de satisfacción.
Lo siguiente que tenía que hacer era dejar de temblar. Echó el asiento hacia atrás y apagó el motor, cogió una cazadora del asiento trasero y se la extendió sobre las rodillas. Escuchó la lluvia tamborileando sobre el techo del coche cada vez más despacio, con la violencia de la tormenta ya extinguida. Cerró los ojos y se relajó al ritmo de la lluvia y no los abrió hasta las siete de la mañana, cuando los rayos del sol se abrieron paso entre las copas de los árboles.
Se apresuró a volver a casa y una vez allí se duchó, se vistió y cogió su equipaje. Aquélla no era la manera en que había planeado marcharse. Sus padres y Vera estaban desayunando en la cocina y los primeros parecieron divertidos al verle correr de un lado a otro, nervioso y desorientado. No le preguntaron dónde había estado toda la noche. Creían saberlo. Su madre esbozaba una pequeña sonrisa e Ig prefirió dejarla así, sonriendo, antes que preocupada por él.
Terry estaba en casa -era el paréntesis estival de Hothouse- y le había prometido llevarle al aeropuerto de Logan, pero aún no se había levantado. Vera dijo que había estado toda la noche por ahí con sus amigos y que no había llegado a casa hasta el amanecer. Había oído su coche y al mirar por la ventana había visto a Terry vomitando en el jardín.
– Es una pena que estuviera aquí y no en Los Ángeles -dijo la abuela-. Los paparazzi se han perdido una buena exclusiva. Gran estrella de la televisión echando la papilla en los rosales. A la revista People le habría encantado. Ni siquiera llevaba la misma ropa con la que había salido de casa.
Lydia pareció menos divertida entonces y picoteó nerviosa el pomelo que estaba desayunando.
El padre de Ig se reclinó en la silla mirando a su hijo.
– ¿Estás bien, Ig? Parece que te pasa algo.
– Me parece que Terry no fue el único que se divirtió anoche -dijo Vera.
– ¿Estás bien para conducir? -preguntó Derrick-. Si esperas diez minutos me visto y te llevo.
– Termínate el desayuno tranquilamente. Es mejor que me vaya antes de que se me haga tarde. Dile a Terry que espero que no hubiera bajas y que le llamaré desde Inglaterra.
Ig besó a todos, les dijo que les quería y salió al frescor de la mañana y a la hierba brillante por el rocío. Recorrió los noventa kilómetros hasta el aeropuerto de Logan en cuarenta y cinco minutos. No se encontró con tráfico hasta la última parte del camino, pasado el circuito de carreras de Suffolk Downs, donde arrancaba una colina en cuya cima había una cruz de diez metros de altura. Estuvo un tiempo parado detrás de una fila de camiones, a la sombra de la cruz. En el resto del país era verano pero allí, bajo la profunda sombra que la cruz proyectaba sobre la carretera, parecía finales de otoño, y por unos instantes tuvo frío. Le parecía recordar vagamente que se llamaba la Cruz de Don Orsillo, pero no tenía ningún sentido. Orsillo era el comentarista deportivo del equipo de béisbol de los Red Sox.
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