Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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– Un obrero… un árabe…

– ¿Ilegal?

– Parece que sí… pero me habían asegurado que…

– … que no lo era.

– Sí. Porque la regularización estaba…

– … en trámite.

– ¡Pues entonces usted lo sabe todo!

– Exactamente -dijo Montalbano.

6

Y con una taimada sonrisa, declaró:

– Esa historia la conocemos perfectamente.

– ¡Vaya si la conocemos! -remachó Fazio, soltando otra vez su desagradable carcajada de antes. Era una mentira como una casa. Era la primera vez que oían hablar de aquel asunto.

– Cayó del andamio del… -aventuró el comisario.

– Del tercer piso, sí -dijo Spitaleri, a esas alturas completamente empapado de sudor-. Ocurrió, como usted sabrá, en sábado. Cuando acabó la jornada, no lo vieron y pensaron que ya se había ido. Nos dimos cuenta el lunes, cuando se reanudaron los trabajos en la obra.

– Eso también lo sé; nos lo comunicó el…

– … el comisario Lozupone de Montelusa, que se encargó con gran seriedad de las investigaciones -terminó Spitaleri.

– Lozupone, eso es. Por cierto, ¿cómo se llamaba el árabe, que en este momento no me acuerdo?

– Yo tampoco me acuerdo.

«Quizá -pensó Montalbano- habría que levantar un gran monumento, como el Victoriano de Roma dedicado al Soldado Desconocido, en memoria de los trabajadores ilegales que pierden la vida en el puesto de trabajo por un pedazo de pan.»

– Sí, pero verá, esa historia de la barandilla de protección… -Segunda apuesta arriesgada.

– ¡La había, señor comisario, la había! ¡Se lo juro! ¡Su compañero la vio con sus propios ojos! La verdad es que aquel árabe estaba como una cuba, saltó por encima de la barandilla y cayó.

– ¿Usted conoce los resultados de la autopsia?

– ¿Yo? No.

– No había restos de alcohol en la sangre. -Otra mentira. Montalbano estaba disparando a ciegas.

– Pero en su ropa sí -terció Fazio, con su carcajada de costumbre. También disparaba al azar, a la buena de Dios.

Spitaleri no dijo nada, ni siquiera fingió sorprenderse.

– ¿Usted con quién estaba hablando ahora mismo? -preguntó Montalbano.

– Con el capataz de la obra.

– ¿Y qué le ha dicho? Le advierto que no está obligado a contestarme. Pero en su propio interés…

– Antes le he contado que usted me había mandado llamar por ese asunto del árabe, y después…

– Dejémoslo así, señor Spitaleri, no diga más -dijo con aire magnánimo-. Yo estoy obligado a respetar su privacidad, ¿sabe? Y lo hago no por una adaptación formal a la ley, sino por un profundo respeto innato hacia los demás. Si desde Roma me dicen algo, volveré a convocarlo a la comisaría para interrogarlo.

Por detrás de la espalda del aparejador, Fazio hizo el gesto de aplaudir la interpretación de Montalbano.

– Pues entonces, ¿ya puedo irme?

– No.

– ¿Por qué?

– Mire, yo no lo he mandado llamar por la muerte de su obrero, sino por un motivo muy distinto. ¿Recuerda si fue usted quien proyectó y construyó un chalet en la urbanización de Pizzo, en Marina di Montereale?

– ¿El de Angelo Speciale? Sí.

– Es mi deber comunicarle un delito. Hemos descubierto toda una planta ilegal.

Spitaleri no disimuló un largo suspiro de alivio y después se echó a reír. ¿Acaso esperaba una acusación más grave?

– ¿Lo han descubierto? Pues han tardado lo suyo. Comisario, las construcciones ilegales, aquí entre nosotros, yo diría que son una obligación para no pasar por tontos a los ojos de los demás. ¡Lo hace todo el mundo! Basta que ahora Speciale presente una solicitud de regularización y…

– Lo cual no quita que usted, en su calidad de constructor y director de las obras, estuviera obligado a cumplir lo que se establecía en el permiso de edificación.

– ¡Pero, señor comisario, se lo repito, todo esto es una chorrada!

– Es un delito.

– ¿Un delito, dice? Yo diría que es, como máximo, un leve error, como aquellos que en la escuela se marcaban con un lápiz rojo. A usted, créame, no le conviene denunciarme.

– ¿Acaso me está amenazando?

– Jamás lo haría en presencia de un testigo. Sólo que, si me denuncia, todo el pueblo se burlará a sus espaldas, hará el ridículo.

El muy canalla y cabrón se estaba envalentonando. Por la cuestión de la llamada telefónica casi se había cagado encima y, en cambio, lo de la construcción ilegal se lo tomaba a risa.

Entonces Montalbano decidió dispararle a la frente.

– Puede que, por desgracia, tenga usted razón, pero yo tendré que encargarme de todas maneras de ese apartamento ilegal.

– ¿Y podría explicarme por qué?

– Porque dentro hemos encontrado un cadáver.

– ¿Un ca… cadáver? -se sobresaltó.

– Pues sí. De una chica de quince años. Una menor de edad. Poco más que una niña. Horrendamente degollada. -Acentuó adrede las palabras que se referían a la edad de la víctima.

Y, en efecto, Spitaleri abrió de golpe los brazos como si quisiera oponer resistencia a una fuerza que lo estaba empujando por detrás, trató de levantarse, pero le fallaron las piernas y el aliento y volvió a caer en la silla.

– ¡Agua! -consiguió articular a duras penas.

Le dieron agua e incluso le subieron una copa de coñac del bar.

– ¿Se encuentra mejor?

Spitaleri, que aún no parecía en condiciones de hablar, dio a entender con un gesto de la mano que se encontraba así así.

– Oiga, señor Spitaleri, por ahora hablaré yo y usted me dirá que sí o que no con la cabeza. ¿De acuerdo?

El aparejador asintió con la cabeza.

– El homicidio de la muchacha no puede haberse producido más que el día anterior o el mismo día en que se enterró definitivamente el piso ilegal con tierra arenisca. Si ocurrió el día anterior, el homicida ocultó el cadáver en algún sitio y lo trasladó allí al día siguiente, justo a tiempo, ya que después el acceso habría resultado imposible. ¿Correcto?

Señal afirmativa con la cabeza.

– Si, por el contrario, el homicidio se produjo el último día, el asesino dejó una sola entrada abierta, hizo pasar a través de ella a la muchacha, y una vez dentro la violó, la degolló y la introdujo en un baúl. Después salió del apartamento y cerró la única entrada. ¿Correcto?

Spitaleri abrió los brazos como diciendo que no sabía qué decir.

– ¿Usted siguió el curso de las obras hasta el último día?

El aparejador negó.

– ¿Y eso cómo es posible?

Spitaleri extendió los brazos y emitió una especie de rugido a través de la boca:

– Oooooooooo…

¿Estaba imitando un avión?

– ¿Viajaba en avión?

Señal afirmativa.

– ¿Cuántos albañiles trabajaban en el soterramiento del piso ilegal?

Spitaleri levantó dos dedos.

Pero ¿cómo se podía seguir de aquella manera? El interrogatorio se estaba convirtiendo en una farsa.

– Señor Spitaleri, ya me está tocando los cojones verlo contestar así. Entre otras cosas, estoy empezando a pensar que usted nos trata como a unos gilipollas y nos está dando por culo. -Después se dirigió a Fazio-: ¿A ti te ha entrado esa misma duda?

– Sí. A mí también.

– Pues entonces, ¿sabes qué vas a hacer? Te lo llevas al cuarto de baño, lo mandas desnudarse y lo colocas bajo la ducha hasta que se recupere.

– ¡Quiero un abogado! -gritó Spitaleri, recobrando milagrosamente la voz.

– ¿Le conviene dar publicidad al asunto?

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de que, si usted llama al abogado, yo llamo a los periodistas. Creo saber que usted tiene ciertos antecedentes en cuestión de niñas… Si los periodistas empiezan a montarle un juicio paralelo en la plaza, está usted jodido. En cambio, si colabora, dentro de cinco minutos estará en la calle.

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