Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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Más amarillo que un muerto, el aparejador experimentó un repentino ataque de temblor.

– ¿Qué más quiere saber?

– Usted acaba de decir que no pudo seguir las obras hasta el final porque se había ido en avión. ¿Cuántos días antes?

– Me fui la mañana del último día de las obras.

– ¿Y recuerda cuándo fue aquel último día?

– El doce de octubre.

Fazio y Montalbano intercambiaron una mirada.

– Por consiguiente, usted está en condiciones de decirme si en el salón, aparte de los marcos de ventana envueltos en plástico, había también un baúl.

– Lo había.

– ¿Está seguro?

– Segurísimo. Y estaba vacío. Lo mandó dejar allí el señor Speciale. Lo había utilizado para trasladar unas cosas desde Alemania. Y puesto que ya estaba casi inservible y medio roto, ordenó colocarlo en el salón. Dijo que, a lo mejor, podría servirle para algo.

– Dígame el nombre de los albañiles que se quedaron a trabajar hasta el final.

– No lo recuerdo.

– Pues entonces será mejor que vaya llamando a su abogado. Porque tengo que acusarlo de complicidad en…

– ¡Pero si es verdad que no lo recuerdo!

– Lo siento por usted, pero…

– ¿Puedo hacer una llamada a Dipasquale?

– ¿Quién es?

– Un maestro de obras.

– ¿El mismo a quien ha llamado antes?

– Sí. Dipasquale era el maestro de obras que tenía cuando edificamos el chalet de Speciale.

– Llame si quiere, pero recuerde, no diga nada que pueda comprometerlo. Tenga en cuenta los pinchazos telefónicos.

Spitaleri sacó el móvil y marcó un número.

– Hola, 'Ngilino. Soy yo. ¿Recuerdas por casualidad quiénes eran los albañiles que trabajaron hace seis años en la construcción del chalet de Pizzo en Marina de Montereale? ¿No? ¿Y ahora qué hago? El comisario Montalbano quiere saberlo. Ah, sí, es verdad, tienes razón. Perdona. -Y colgó.

– Oiga, antes de que se me olvide, ¿me da ahora mismo el número del móvil de Angelo Dipasquale? Fazio, anótalo.

Spitaleri se lo dictó.

– ¿Y bien? -inquirió Montalbano.

– Dipasquale no recuerda el nombre de los albañiles. Pero en mi despacho seguro que están. ¿Puedo ir a buscarlos?

– Faltaría más.

El aparejador se levantó y se dirigió a la puerta casi corriendo.

– Un momento. Lo acompaña Fazio, él me traerá los nombres y las direcciones. Usted permanezca a nuestra disposición.

– ¿Eso qué quiere decir?

– Que no debe alejarse de Vigàta y alrededores. Si tuviera que desplazarse más lejos, avíseme. Por cierto, si lo recuerda, ¿adónde se dirigía en avión aquel doce de octubre?

– A… a Bangkok.

– Está claro que le gusta la carne fresca, ¿eh?

En cuanto Fazio y Spitaleri se fueron, llamó al maestro de obras. No quería dar tiempo al aparejador para que lo llamara y se pusieran de acuerdo en las respuestas que deberían dar.

– ¿Dipasquale? Soy el comisario Montalbano. ¿Cuánto tiempo tardará en trasladarse desde la obra a la comisaría de Vigàta?

– Una media hora como máximo. Pero es inútil que me lo pregunte porque ahora estoy trabajando y no puedo ir.

– Yo también trabajo. Y mi trabajo consiste en decirle que venga aquí.

– Le repito que no puedo.

– ¿Qué le parece si lo mando buscar en uno de nuestros vehículos con la sirena sonando a todo volumen en presencia de sus obreros?

– Pero ¿qué quiere de mí?

– Usted venga aquí y saciará su curiosidad. Dispone de veinticinco minutos.

Tardó veintidós minutos exactos. Para no perder tiempo, ni siquiera se había cambiado, llevaba puesto todavía un mono de trabajo manchado de argamasa. Dipasquale era un cincuentón con el cabello completamente blanco pero el bigote negro. Bajito, más bien rechoncho, no levantaba los ojos hacia la persona con quien hablaba, y cuando lo hacía, su mirada era turbia.

– No comprendo por qué primero llama al señor Spitaleri por la historia del árabe y ahora me llama a mí por el chalet de Pizzo.

– Yo no lo he llamado por el chalet de Pizzo.

– Ah, ¿no? Pues entonces, ¿por qué?

– Por la muerte del albañil árabe. ¿Cómo se llamaba?

– No me acuerdo. ¡Pero aquello fue una desgracia! ¡Estaba completamente borracho! Ésos beben todos los días a primera hora de la mañana, ¡imagínese siendo sábado! El comisario Lozupone llegó a la conclusión de que…

– Olvídese de las conclusiones de mi compañero y dígame exactamente cómo ocurrieron los hechos.

– Pero si ya se lo expliqué al juez, al comisario…

– No hay dos sin tres.

– Pues bueno. A las cinco y media de aquel sábado terminamos de trabajar y nos fuimos. El lunes por la mañana…

– Alto ahí. ¿No se dieron cuenta de que el árabe no estaba?

– No. ¿Qué quiere que haga, que me ponga a pasar lista?

– ¿Quién cierra la obra?

– El vigilante. Filiberto. Filiberto Attanasio.

Pero al entrar ellos en el despacho y sorprender a Spitaleri al teléfono, ¿acaso éste no había dicho precisamente ese nombre, Filiberto?

– ¿Por qué necesitan un vigilante? ¿No pagan la cuota de protección a la mafia?

– Sí, pero siempre hay algún drogata que…

– Entiendo. ¿Dónde puedo encontrarlo?

– ¿A Filiberto? También está de vigilante en la obra donde trabajamos ahora. Y por eso duerme allí.

– ¿Al aire libre?

– No, señor; hay una caseta de chapa ondulada.

– Dígame exactamente dónde está la obra.

Dipasquale se lo dijo.

– Continúe.

– ¡Pero si ya le he dicho todo lo que sé! El lunes por la mañana lo encontramos muerto. Había caído desde el andamio del tercer piso. Había saltado, borracho como estaba, por encima de la barandilla de protección. ¡Fue una desgracia, se lo digo yo!

– Por ahora, dejémoslo así.

– Entonces ¿puedo irme?

– Dentro de un momento. ¿Usted estaba allí cuando terminaron la obra?

Dipasquale lo miró con extrañeza.

– ¡Pero si en la obra de Montelusa todavía no hemos terminado!

– Estoy hablando del chalet de Pizzo.

– Pero ¿no ha dicho que me había llamado por lo del árabe?

– Pues ahora he cambiado de idea. ¿Le parece bien?

– Tiene que parecerme bien a la fuerza.

– Usted sabe, naturalmente, que en Pizzo se construyó todo un piso ilegal, ¿no?

– Pues claro que lo sé. Pero yo obedecía órdenes.

– ¿Conoce el significado de la palabra complicidad?

– Lo conozco.

– ¿Y qué me dice?

– Le digo que hay complicidad y complicidad. Llamar complicidad al hecho de haber ayudado a alguien a levantar un piso ilegal es como llamar herida mortal al pinchazo de un alfiler.

Hasta le daba por la dialéctica al señor capataz.

– ¿Usted se quedó en Pizzo hasta que finalizaron el chalet?

– No. El señor Spitaleri me envió a Fela cuatro días antes de que acabaran para ir a organizar otra obra. Pero, ¿sabe?, en Pizzo ya estaba hecho casi todo el trabajo. Sólo quedaba por envolver con nailon el piso ilegal y cubrirlo con la tierra arenisca. Era un trabajo fácil, no se necesitaba ningún capataz. Se lo encargué a dos albañiles, aunque ahora no recuerdo cómo se llamaban. Pero tal como le he dicho al señor Spitaleri, eso se puede averiguar mirando…

– Sí, el aparejador ha ido a verlo. Oiga, ¿usted sabe si el señor Speciale se quedó hasta el final de los trabajos?

– Mientras yo estuve allí, él estaba. Y estaba también aquel chalado de su hijastro, el alemán.

– ¿Por qué lo llama chalado?

– Porque lo era.

– Dígame qué hacía de raro.

– Era capaz de pasarse una hora haciendo el pino, con la cabeza abajo y los pies arriba. Y comía hierba a cuatro patas como las ovejas.

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