Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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– ¿Sólo eso?

– Cuando le entraba la necesidad, se bajaba los pantalones y lo hacía delante de todo el mundo sin ninguna vergüenza.

– Hoy en día hay muchos como él, ¿sabe? Dicen que son amantes de la naturaleza y que por eso… En resumen, no me parece que el alemán hiciera demasiadas locuras.

– Espere. Un día bajó a la playa, era verano y había mucha gente, y se le ocurrió desnudarse delante de todo el mundo y ponerse a perseguir a una chica con toda la polla fuera.

– ¿Y cómo acabó la cosa?

– Pues acabó con que dos chicos que estaban por allí lo agarraron y le dieron de hostias.

A lo mejor a Ralf se le había metido en la cabeza que era el fauno de Mallarmè. Pero lo que le estaba diciendo el encargado de obras era muy interesante.

– ¿Conoce algún otro episodio de ese tipo?

– Sí, me dijeron que había hecho lo mismo con otra chica que se encontró en el caminito que va desde la carretera provincial a Pizzo.

– ¿Qué hizo?

– En cuanto la vio, se quedó en pelotas y se puso a perseguirla.

– ¿Y la chica consiguió salvarse?

– Sí, porque justo en aquel momento pasaba con su coche el señor Spitaleri.

¡Justo el hombre necesario en el momento necesario! A Montalbano se le ocurrieron un montón de frases hechas, entre la espada y la pared, del fuego a las brasas… Se enfadó consigo mismo por la obviedad de sus pensamientos.

– Oiga, pero ¿el señor Speciale estaba al corriente del comportamiento de su hijastro?

– ¡Cómo no!

– ¿Y qué decía?

– Nada. Se echaba a reír. Decía que en Alemania también le daba por esas locuras, pero que era inofensivo. Nos explicó que sólo quería besar a las chicas. Pero yo me pregunto: bendito chaval, ¿qué necesidad tienes de quedarte en pelotas si sólo quieres besarlas?

– Muy bien, por ahora puede irse. Permanezca a nuestra disposición.

Dipasquale le había ofrecido voluntariamente la cabeza de Ralf, no en bandeja de plata sino de oro. Tanto más que, hasta el momento, el maestro de obras no sabía nada del descubrimiento de la chica muerta. Por eso a Montalbano sólo se le planteaba el problema de la elección entre dos maniáticos sexuales: el aparejador Spitaleri y Ralf. Sin embargo, había dos pequeños problemas: que el joven alemán había desaparecido mientras regresaba a Alemania y que Spitaleri, aquel maldito 12 de octubre, se encontraba de viaje.

7

Simplemente para pasar el rato mientras esperaba el regreso de Fazio, decidió efectuar una llamada a la Policía Científica.

– Quisiera hablar con el dottor Arquà. Soy el comisario Montalbano.

– Permanezca a la espera.

Tuvo tiempo de repasar tranquilamente las tablas del seis, del siete, del ocho y del nueve.

– ¿Comisario Montalbano? Lo siento, pero el dottor Arquà está muy ocupado en este momento.

– ¿Y cuándo se desocupará?

– Le ruega que lo llame dentro de unos diez minutos.

¿Ocupado? Y un cuerno. Aquel grandísimo cabrón quería hacerse de rogar, hacerse valer. Pero ¿hasta qué extremo puede hacerse valer un cabrón? ¿Y aumentar de valor?

Se levantó, salió del despacho y pasó por delante de Catarella.

– Voy a tomarme un café al puerto. Vuelvo enseguida.

Una vez fuera, comprendió que no era el caso. En el aparcamiento el calor era el mismo que hubiera podido experimentar delante del fuego de una chimenea. Tocó la manija de la puerta del coche y se quemó. Soltando maldiciones, volvió a entrar. Catarella primero lo miró perplejo y después consultó el reloj. No comprendía cómo se las había arreglado el comisario para ir a tomar un café al puerto y regresar en tan poco tiempo.

– Catarella, prepárame un café.

– ¿Otro, dottori ? ¿No acaba de tomarse uno ahora? Demasiado café hace daño.

– Tienes razón. Dejémoslo correr.

– Quisiera hablar con el dottor Arquà si ya está desocupado. Soy el mismo Montalbano de antes.

– Permanezca a la espera.

Esta vez nada de tablas de multiplicar, sino tristes intentos de cantar primero una melodía que debía de ser de los Rolling Stones y después otra que quizá fuese de los Beatles, pero que eran casi iguales porque él desentonaba bastante.

– ¿ Dottor Montalbano? El dottor Arquà está todavía ocupado. Si quiere, puede volver a llamar…

– … dentro de unos diez minutos, comprendo.

Pero ¿sería posible que estuviera perdiendo todo aquel tiempo con un imbécil que seguramente lo estaba pasando en grande haciéndolo esperar? Enrolló dos hojas de papel, hizo una pelota y se la introdujo en la boca. Después se apretó las ventanas de la nariz con una pinza y volvió a marcar el número de la Científica. Habló con un ligero acento toscano.

– Soy el ministro plenipotenciario y supervisor general Gianfilippo Maradona. Páseme urgentemente al dottor Arquà.

– Enseguida, excelencia.

Montalbano escupió la pelota de papel y se quitó la pinza de la nariz. Medio minuto después oyó la voz de Arquà.

– Buenos días, excelencia. Dígame.

– Perdona, ¿por qué me llamas excelencia? Soy Montalbano.

– Pero es que me habían dicho…

– Sigue llamándome excelencia, me encanta.

Arquà dejó que transcurrieran unos instantes de silencio. Se notaba que tenía ganas de colgar sin más. Después decidió seguir adelante.

– ¿Qué quieres?

– ¿Tienes algo que decirme?

– Sí.

– Dímelo.

– Se pide por favor.

– Por favor.

– Pregunta.

– ¿Dónde la mataron?

– Donde la encontraron.

– ¿Exactamente?

– Al lado de lo que habría sido la puerta cristalera del salón.

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo.

– ¿Por qué?

– Porque allí se había formado incluso un charco de sangre.

– ¿Y en otro lugar?

– Nada.

– ¿Sólo aquel charco?

– Estrías de arrastre desde el charco hasta cerca del baúl.

– ¿Habéis encontrado el arma?

– No.

– ¿Huellas dactilares?

– Mil millones.

– ¿También en el nailon que envolvía el cuerpo?

– Allí ninguna.

– ¿Habéis encontrado alguna otra cosa?

– El rollo de la cinta adhesiva. Era la misma que se utilizó para envolver los marcos de las ventanas.

– ¿Allí ninguna huella tampoco?

– Tampoco.

– ¿Eso es todo?

– Todo.

– A tomar por culo.

– Lo mismo digo.

Bonito diálogo. Un laconismo, una sequedad dignos de una tragedia de Vittorio Alfieri.

Pero algo por lo menos había quedado claro: que el asesinato había ocurrido forzosamente el último día de trabajo de los albañiles.

En el despacho ya no aguantaba el calor. Se notaba el cerebro convertido en una espesa mermelada en cuyo interior los pensamientos apenas podían circular y a veces se quedaban atascados.

¿Puede un comisario desnudarse de cintura para arriba en su despacho? ¿Había alguna norma que lo prohibiera? No; bastaba con que ningún desconocido entrara de repente.

Se levantó, bajó la persiana de la ventana a través de la cual no entraba el aire sino el calor, cerró los postigos, encendió la luz y se quitó la camisa.

– ¡Catarella!

– ¡Voy!

Cuando Catarella lo vio, se limitó a decir:

– ¡Suerte usted que puede hacerlo!

– Oye, por lo que más quieras, no dejes entrar a nadie sin avisarme primero. Y otra cosa: llama a una tienda donde vendan ventiladores y diles que nos envíen uno: el más grande.

Puesto que Fazio aún no había aparecido, marcó otro número.

– ¿Doctor Pasquano? Soy Montalbano.

– ¿Me creerá si se lo digo? Ya estaba empezando a echar de menos a alguien que me tocara los cojones.

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