Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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– ¿Ve usted como le he puesto remedio?

– ¿Qué coño quiere? -La consabida, refinada y aristocrática amabilidad de Pasquano.

– ¿No lo sabe?

– En lo de esa chica trabajaré por la tarde. Llámeme mañana por la mañana.

– ¿Esta noche no?

– Esta noche estaré en el Círculo; tengo una partida de póquer muy importante y, por consiguiente, no quiero que vayan a tocarme…

– Entiendo. Pero ¿no ha echado siquiera un vistazo superficial al cuerpo?

– Muy superficial.

Por la forma en que pronunció esa palabra, el comisario comprendió que el doctor había llegado a alguna conclusión. Lo único que había que hacer era tratarlo a su manera.

– Al Círculo irá sobre las nueve, ¿verdad?

– Sí, ¿por qué?

– Porque sobre las diez yo me presento allí con dos agentes y armo tal follón que le fastidio la partida.

Lo oyó soltar una risita.

– Bueno pues, ¿qué me dice?

– Confirmo que podía tener como máximo dieciséis años.

– ¿Y qué más?

– El asesino le cortó la garganta.

– ¿Con qué?

– Con una de esas navajas de bolsillo que son tan afiladas como una cuchilla de afeitar, tipo Opinel.

– ¿Podría decirme si era zurdo?

– Sí, mirando en la bola de cristal de una adivina.

– ¿Tan difícil resulta establecerlo?

– Bastante. Y no quiero decir chorradas.

– ¡Claro, es que yo digo tantas! Deme la satisfacción de oír una de las suyas.

– Mire, pero conste que es sólo una hipótesis, a mi juicio el asesino no era zurdo.

– ¿En qué se basa?

– Me he hecho cierta idea de la posición.

– ¿De qué posición?

– ¿A usted jamás se le ha ocurrido hojear el Kamasutra ?

– Explíquese mejor.

– Oiga, vuelvo a insistir en que se trata de una simple suposición mía. El hombre convence a la chica de que lo siga al interior del piso, que prácticamente ya está todo tapado con tierra. En cuanto ella entra, él sólo piensa en dos cosas. Primero en follarla, y segundo, en cuál será el mejor momento para matarla.

– ¿O sea que usted cree que se trata de un homicidio premeditado, no de un arrebato o algo por el estilo?

– Yo le estoy exponiendo mi idea.

– Pero ¿por qué querría matarla?

– Quizá antes habían mantenido relaciones y la chica le había pedido mucho dinero para mantener la boca cerrada. Tenga en cuenta que hablamos de una menor de edad, y el hombre puede que estuviera casado. ¿No le parece un buen móvil?

– Efectivamente.

– ¿Puedo seguir?

– Pues claro.

– El hombre le pide que se desnude y tal vez él también se queda en pelotas, después la obliga a inclinarse hacia delante con las manos apoyadas en la pared y se la tira por detrás. En el momento apropiado…

– ¿La autopsia podrá establecer si hubo una relación sexual?

– ¿Después de seis años? Venga ya. Bueno pues, estaba diciendo que en el momento apropiado…

– ¿Que sería…?

– Mientras la chica está disfrutando y no puede reaccionar con rapidez.

– Siga.

– Él saca la navaja…

– Alto ahí. ¿De dónde la saca si está en pelotas?

– ¡Y qué coño sé yo de dónde la saca! Mire, si continúa interrumpiendo, cambio de historia y le cuento la de Blancanieves y los siete enanitos.

– Perdone. Siga.

– El hombre saca la navaja, usted verá de dónde, y la degüella, y mientras le propina un empujón hacia delante, él pega un salto hacia atrás. Espera a que se desangre, después extiende en el suelo una lámina de nailon, allí hay tantas…

– Alto. Antes de coger el nailon se pone unos guantes de látex.

– ¿Por qué?

– Porque en el nailon no hay huellas, me lo ha dicho Arquà. Y en la cinta adhesiva tampoco.

– ¿Ve como era todo premeditado? ¡Hasta llevaba los guantes en el bolsillo! ¿Sigo?

– Sí.

– Empaqueta el cuerpo y lo coloca en el interior del baúl. Una vez finalizado el trabajo, vuelve a vestirse. Probablemente no tiene ni una sola mancha de sangre en la piel.

– ¿Y el vestido, la ropa interior, los zapatos de la chica?

– Hoy las chicas visten muy ligeras. Al hombre debió de bastarle una bolsita de plástico para llevárselo todo.

– Sí, pero ¿por qué se lo llevó y no lo guardó en el interior del baúl?

– No lo sé. Pudo ser un gesto irracional; los asesinos no siempre actúan con lógica, usted lo sabe mejor que yo. ¿Le parece suficiente?

– Sí y no.

– Quizá se trata de un fetichista, que de vez en cuando saca la ropa de la chica, aspira su olor y se hace una buena paja.

– Pero ¿usted cómo ha llegado a esa conclusión?

– ¿Se refiere a la paja?

El doctor Pasquano estaba de guasa.

– Me refería a la reconstrucción del momento del homicidio.

– Ah, ¿eso? Examinando bien por dónde y cómo ha entrado la punta del cuchillo y reflexionando acerca de la línea del corte. Entre otras cosas, la chica mantenía la cabeza inclinada, la barbilla le rozaba el pecho, y eso me ha ayudado a comprender cómo fueron las cosas, puesto que el asesino también le arañó la mejilla izquierda mientras le sacaba el cuchillo de la garganta.

– ¿Hay alguna señal particular?

– ¿Para la identificación? Una operación de apendicitis y una insólita malformación congénita en el pie derecho.

– ¿O sea?

– Dedo gordo varo.

– ¿En palabras sencillas?

– Torcido. Desviado hacia dentro.

De pronto le acudió a la mente lo que había olvidado hacer de inmediato. Para tranquilizarse, pensó que seguramente no lo había olvidado a causa de la vejez sino del calor, que ejercía el mismo efecto que tres pastillas de somnífero.

– ¿Catarella? Ven aquí.

Se presentó un cuarto de segundo después.

– A sus órdenes, dottori.

– Vas a hacerme una investigación a través del ordenador.

– Aquí estoy.

– Tienes que comprobar si se presentó una denuncia por la desaparición de una chica de dieciséis años. Si se hizo, ha de remontarse al trece o catorce de octubre de mil novecientos noventa y nueve.

– Ahora mismito lo hago.

– ¿Y qué me dices del ventilador?

Dottori , a cuatro tiendas he llamado. Los ventiladores se han agotado. Uno me ha dicho que sólo tiene bolas.

– ¿Qué bolas?

– Esas que se cuelgan del techo. Ahora pruebo a llamar a otras tiendas.

* * *

Esperó aproximadamente media hora, y después, al ver que Fazio no aparecía, se fue a comer. El hecho de subir al coche y efectuar el breve trayecto hasta la trattoria bastó para llegar con la camisa empapada de sudor.

Dottore -dijo Enzo-, hace demasiado calor para comer platos calientes.

– ¿Pues qué otra cosa tienes?

– ¿Le iría bien una bandeja de entremeses de mar con camarones, langostinos, pulpitos, anchoas, sardinas, mejillones y almejas?

– Me va bien. ¿Y de segundo?

– Salmonetes encebollados, que fríos son una maravilla. Y por último, para recrearse la boca, mi mujer ha preparado sorbete de limón.

Ya fuera por el calor o porque la tripa le pesaba demasiado, Montalbano renunció a su habitual paseo por el muelle y se fue a Marinella.

Abrió todas las puertas y ventanas en la vana esperanza de provocar un mínimo de corriente de aire, y se tumbó en cueros sobre la sábana para dormir una hora. Después, cuando despertó, se puso el bañador y fue a darse un chapuzón aun a riesgo de sufrir un corte de digestión.

Se refrescó bien, y nada más entrar en casa experimentó el anhelo de oír la voz de Livia.

¿Que hacer? Decidió dejar a un lado el orgullo y la llamó.

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