Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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– ¿Y quién le está diciendo algo, señor Callara?

– Ah, bueno. Pues entonces no se moleste en venir hasta aquí; ya mando a alguien a la comisaría para recoger la llave.

– Tengo que hablar con usted y después enseñarle una cosa.

– Pase cuando quiera.

– ¿Catarella? Soy Montalbano.

– Lo he riconocido por la voz que es la suya propia, dottori.

– ¿Hay alguna novedad?

– No, siñor dottori , ninguna. Excepto que Filippo Ragusano, usía ya lo conoce, ese que tiene la tienda de zapatos cerca de la iglesia, le ha pegado un tiro a su cuniado Gasparino Manzella.

– ¿Lo ha matado?

– No, siñor dottori ; lo pilló de refilón.

– ¿Y por qué le disparó?

– Porque dice que Gasparino Manzella lo estaba provocando y él, como hacía demasiado calor y una musca se le paseaba por la cabeza y lo mulistaba, le pegó un tiro.

– ¿Está Fazio?

– No, siñor dottori. Se ha ido al sitio donde está el puente de hierro porque hay uno que le rompió la cabeza a la mujer.

– Muy bien. Quería decirte…

– Pero ha pasado una cosa…

– Ah, ¿sí? Es que me parecía que no había ocurrido nada. ¿Qué es lo que ha pasado?

– Que el subinspetor Alberto Virduzzo, que se había ido a un sitio lleno de barro, resbaló con las dos piernas y se rumpió una. Gallo lo ha llevado al hospital.

– Oye, quería decirte que iré tarde a la comisaría.

– Usía es muy dueño.

El señor Callara estaba ocupado con un cliente. Montalbano salió a la calle a fumarse un pitillo. Hacía un calor que casi fundía el asfalto y las suelas de los zapatos se pegoteaban al suelo. En cuanto estuvo libre, el propio señor Callara salió a llamarlo.

– Venga a mi despacho, comisario. Tengo aire acondicionado.

Cosa que Montalbano aborrecía. Paciencia.

– Antes de acompañarlo a ver una cosa…

– ¿Adónde quiere acompañarme?

– Al chalet que alquiló a mis amigos.

– ¿Por qué? ¿Había algo que no marchaba, algo roto?

– No; todo estaba bien. Pero es bueno que vaya conmigo.

– Como quiera.

– Creo recordar que usted, cuando me llevó a ver el chalet, me dijo que lo mandó construir uno que había emigrado a Alemania, Angelo Speciale, el cual se había casado con una viuda alemana, cuyo hijo Ralf, me parece, había venido aquí con el padrastro y había desaparecido misteriosamente durante el viaje de vuelta. ¿Es así?

Callara lo contempló con admiración.

– ¡Pero qué memoria tiene! Exactamente.

– Usted, como es natural, tendrá el nombre, la dirección y el teléfono de la señora Speciale, ¿verdad?

– Pues claro. Espere un momento que busco los datos de la señora Gudrun.

Montalbano los anotó en un trozo de papel y Callara lo miró con curiosidad.

– Pero ¿qué…?

– Lo comprenderá después. Me parece recordar también que me dijo el nombre del aparejador que había efectuado el proyecto del chalet y dirigido la obra.

– Sí. El aparejador Michele Spitaleri. ¿Quiere su teléfono?

– Sí.

También lo anotó.

– Oiga, comisario, ¿le importaría decirme por qué…?

– Se lo diré todo por el camino. Aquí tiene la llave; llévela consigo.

– ¿Será una cosa muy larga?

– No sabría decirle.

Callara lo miró con expresión inquisitiva. Montalbano se colocó una máscara neutra.

– Quizá sea mejor que avise a la empleada -dijo Callara.

Se fueron en el automóvil de Montalbano, el cual, por el camino, le contó a Callara la desaparición del pequeño Bruno, la afanosa búsqueda y, finalmente, su rescate con la ayuda de los bomberos.

Callara sólo se preocupó por una cosa.

– ¿Causaron daños?

– ¿Quiénes?

– Los bomberos. ¿Causaron daños en el chalet?

– No, por dentro no.

– Menos mal. Porque una vez, en una casa que yo tenía alquilada, se declaró un incendio en la cocina y provocaron más daños ellos que el fuego.

Ni una sola palabra acerca del apartamento ilegal.

– ¿Piensa avisar a la señora Gudrun?

– Claro, claro. Pero ella seguramente no sabrá nada, debió de ser idea de Angelo Speciale. Tendré que encargarme yo de todo.

– ¿Pedirá una regularización?

– Bueno, no sé si…

– Verá, señor Callara, es que yo soy funcionario público. No puedo comportarme como si nada.

– ¿Y si…? Es sólo una hipótesis, que conste… ¿Y si yo aviso al aparejador Spitaleri para que lo deje todo tal como estaba antes?

– Entonces yo lo denuncio a usted, a la señora Gudrun y al aparejador por actuación ilegal.

– En ese caso…

– ¡Vaya, vaya! -fue la asombrada exclamación del señor Callara cuando bajó por la ventana del cuarto de baño y lo vio todo listo para entrar a vivir.

Con la linterna encendida, Montalbano lo acompañó a las demás habitaciones.

– ¡Vaya, vaya!

Después llegaron al salón.

– ¡Vaya, vaya!

– Fíjese, hasta los marcos están preparados. Basta desempaquetarlos.

– ¡Vaya, vaya!

Como por casualidad, el comisario iluminó un instante el baúl.

– ¿Y aquello qué es? -preguntó Callara.

– Un baúl, me parece.

– ¿Qué hay dentro? ¿Usted lo ha abierto?

– ¿Yo? No. ¿Por qué iba a hacerlo?

– ¿Me deja la linterna?

– Aquí tiene.

Todo estaba siguiendo el curso previsto.

Callara levantó la tapa e iluminó el interior del baúl, pero no dijo «vaya, vaya», sino que pegó un brinco hacia atrás.

– ¿Qué hay?

– Pero… pero… aquí dentro hay… hay… ¡un muerto!

– ¡¿De verdad?!

5

De esa manera, tras haber oficializado la existencia del cadáver, el comisario pudo finalmente prestarle la debida atención.

En realidad, primero tuvo que prestar atención al señor Callara, el cual, tras saltar a toda prisa por la ventana, empezó a vomitar hasta lo que había comido una semana antes.

Montalbano abrió el apartamento legal, tumbó en el sofá del salón al señor Callara, que estaba sufriendo vértigos, y le llevó un vaso de agua.

– ¿Puedo irme a casa?

– ¿Bromea usted? ¿Cómo voy a acompañarlo?

– Llamo por teléfono y viene a recogerme mi hijo.

– ¡Eso ni lo sueñe! ¡Usted tiene que esperar la llegada del ministerio público! Es usted quien ha descubierto el cadáver, ¿sí o no? ¿Más agua?

– No; tengo frío.

¿Frío con el calor que hacía?

– Voy a buscar una manta de viaje que tengo en el coche.

Una vez finalizado su papel de buen samaritano, llamó a la comisaría.

– ¿Catarella? ¿Está Fazio?

– Istá a punto de llegar, dottori.

– ¿Y eso qué significa?

– Ahora mismito tilifonió diciendo pricisamente que dintro de cinco minutos estoy aquí. O sea que llega él. Yo, en cambio, no, porque ya he llegado.

– Oye, como resulta que han descubierto un cadáver, dile que me llame enseguida a este número. -Y le facilitó el del chalet.

– ¡Ji! ¡Ji! -hizo Catarella.

– ¿Te ríes o lloras?

– Mi río, dottori.

– ¿Por qué?

– Porqui siempre soy yo el que li dice a usía que han encontrado un muerto, y en cambio, ¡esta vez es usía el que mi ha dicho a mí que lo han incontrado!

Cinco minutos después sonó el teléfono.

– ¿Qué ocurre, dottore ? ¿Ha encontrado un cadáver?

– Lo ha encontrado el propietario de la agencia que alquiló el chalet a mis amigos, que por suerte se habían ido antes de enterarse de este bonito descubrimiento.

– ¿Es un muerto reciente?

– No creo; más bien lo descartaría. ¿Sabes? He tenido que prestar auxilio al pobre señor Callara, que es quien lo ha descubierto, y lo he visto sólo muy fugazmente.

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