Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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Se acercó casi de puntillas a la consabida ventana que servía de puerta del apartamento oculto y saltó por el alféizar. Una vez dentro, encendió la linterna y se dirigió al salón.

Abrió la tapa del baúl. El cadáver había sido envuelto varias veces en uno de los grandes nailons utilizados para empaquetar el apartamento clandestino, y, además, lo habían sellado con varias vueltas de cinta adhesiva, de esa marrón que se usa para hacer paquetes. El cadáver parecía algo intermedio entre una momia y un embutido listo para el envío.

Acercando un poco más la linterna, observó que el cuerpo, por lo menos lo que conseguía ver, estaba bastante bien conservado: todo aquel nailon había ejercido el efecto de un envasado al vacío, no dejaba escapar ni una pizca del terrible olor de la muerte.

Aguzó la vista y vio que, encima y alrededor de la cabeza, había cabello largo y rubio, mientras que la cara no se distinguía porque dos vueltas de cinta adhesiva le pasaban por encima.

Era una mujer, de eso estaba seguro.

No había nada más que hacer o ver. Cerró de nuevo el baúl, abandonó el apartamento, subió al automóvil y regresó a Marinella.

Encontró a Livia acostada pero no dormida. Estaba leyendo un libro.

– Cariño, he vuelto lo más pronto que he podido. Voy a ducharme, que antes no he…

– Anda, date prisa, no te entretengas. No pierdas más tiempo.

Cuando a las nueve de la mañana siguiente Livia salió del cuarto de baño, encontró a Montalbano sentado en la galería.

– Pero ¿cómo? ¿Todavía estás aquí? ¡Me habías dicho que ibas a la comisaría por el asunto de anoche!

– He cambiado de idea. Voy a tomarme medio día de vacaciones. Te acompaño a Pizzo y me paso la mañana con vosotros.

– ¡Oh, qué bien!

Laura, Guido y Bruno ya estaban listos para bajar a la playa. Laura había preparado unos cestitos porque habían decidido pasar todo el día fuera.

«¿Cuándo y cómo anunciarles la buena noticia?», se iba preguntando entretanto el angustiado comisario.

Quien le echó una mano fue precisamente Guido.

– ¿Has llamado a los de la agencia para comentarles lo del apartamento ilegal?

– Todavía no.

– ¿Y eso por qué?

– Temo que os suba el alquiler porque tenéis otra vivienda a vuestra disposición. -Había intentado bromear, pero intervino Livia:

– Vamos, ¿a qué esperas? Quiero ver la cara del que te lo alquiló.

«Pues yo quiero ver la que vas a poner tú dentro de poco», pensó él. Pero en cambio dijo:

– Es que hay una complicación muy gorda.

– ¿Cuál?

– ¿Puedes enviar a Bruno a algún sitio? -le dijo Montalbano a Laura en voz baja.

Ella lo miró perpleja, pero lo hizo.

– Bruno, hazle un favor a mamá. Ve a la cocina y saca una botella de agua mineral de la nevera.

La petición los dejó a todos sobre ascuas.

– ¿Y bien? -lo urgió Guido.

– El caso es que he encontrado un cadáver. De mujer.

– ¿Dónde?

– En el apartamento de abajo. En el salón. Dentro de un baúl.

– ¿Estás de guasa? -preguntó Laura.

– No, no está de guasa -declaró Livia-. Lo conozco bien. ¿Lo descubriste anoche cuando bajamos?

Bruno regresó con una botella.

– ¡Ve por otra! -le ordenaron todos a coro.

El niño dejó la botella en el suelo y se fue.

– Y tú -dijo Livia, que empezaba a darse cuenta de la situación-, ¿has dejado que mis amigos durmieran con un cadáver?

– ¡Vamos, Livia, está en el piso de abajo! ¡Ni que fuera contagioso!

De repente Laura lanzó uno de esos aullidos de sirena en que estaba especializada.

Ruggero , que estaba tumbado al sol encima del murete, huyó a toda velocidad. Bruno regresó, dejó la botella en el suelo y fue por otra sin necesidad de que nadie le dijera nada.

– ¡Sinvergüenza! -exclamó Guido enfadado. Y siguió a su mujer, que se había ido llorando al dormitorio.

– ¡Pero si yo lo he hecho por su bien! -trató de disculparse Montalbano con Livia.

Ella lo miró con desprecio.

– Anoche, cuando te llamó Fazio, te habías puesto de acuerdo con él para tener un pretexto para salir, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y regresaste aquí para examinar mejor el cadáver?

– Sí.

– ¡Y después hiciste el amor conmigo! ¡Eres un animal, un bruto!

– Pero si me duché para no…

– ¡Eres un ser repugnante!

Se levantó y fue a reunirse con sus amigos, dejándolo plantado. Regresó al cabo de cinco minutos, más fría que un témpano.

– Están haciendo las maletas.

– ¿Se van? ¿Y los billetes?

– Guido ha decidido no esperar, así que se van en coche. Acompáñame a Marinella. He de hacer la maleta porque yo también me voy. Con ellos.

– ¡Pero, Livia, sé razonable!

– ¡No quiero oír ni una palabra más!

No hubo manera. Durante todo el viaje hasta Marinella ella no abrió la boca y Montalbano no se atrevió. En cuanto estuvieron en casa, Livia hizo la maleta a la buena de Dios y después fue a sentarse en la galería con unos morros hasta el suelo.

– ¿Quieres que te prepare algo para comer?

– Tú sólo piensas en dos cosas.

No aclaró cuáles eran, pero tampoco era necesario.

Hacia la una, Guido llegó a Marinella para recoger a Livia. En el automóvil iba también Ruggero , del cual era evidente que Bruno no había querido separarse. Guido le entregó la llave del chalet a Montalbano, pero no le estrechó la mano. Laura giró la cabeza hacia el otro lado, Bruno le hizo una pedorreta y Livia ni siquiera le dio un beso.

Montalbano el rechazado, el desvalido, los vio alejarse con desconsuelo. Aunque experimentando también, muy en el fondo, una pizca de alivio.

Lo primero que hizo fue llamar a Adelina.

– Adelì, Livia ha tenido que regresar a Génova. ¿Puedes venir mañana por la mañana?

– Sí, siñor. Pero iré también dentro de un par de horas.

– No hace falta.

– No, siñor; yo voy de todos modos. ¡Mi imagino cómo habrá dejado la casa de guarra la siñurita!

En la cocina había un poco de pan duro. Montalbano se lo comió con una loncha de queso tumazzo que había en el frigorífico. Después se tumbó en la cama y se quedó dormido.

Despertó a las cuatro. Supo que Adelina ya había llegado por el ruido de platos y vasos en la cocina.

– Adelì, ¿me traes un café?

– Enseguida, dottori.

Le sirvió el café con expresión indignada.

– ¡Virgen María! ¡Los platos estaban llenos de grasa y en el cuarto de baño he encontrado unas bragas sucias!

Si había una mujer maniática de la limpieza, ésa era Livia. Sin embargo, a los ojos de Adelina parecía alguien cuyo ideal en la vida fuera vivir en una pocilga.

– Ya te he dicho que ha tenido que irse a toda prisa.

– ¿Hubo una pelea? ¿Se han separado?

– No, no nos hemos separado.

Adelina pareció decepcionada y regresó a la cocina.

Montalbano se levantó y se dirigió al teléfono.

– ¿Agencia Aurora? Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el señor Callara.

– Se lo paso ahora mismo -contestó una voz de mujer.

– ¿Comisario? Buenos días, dígame.

– ¿Estará usted en la agencia?

– Sí, hasta la hora del cierre. ¿Por qué?

– Me paso por ahí dentro de media hora y le devuelvo la llave del chalet.

– Pero ¡¿cómo?! ¿Sus amigos no se quedaban hasta…?

– Sí, pero han tenido que irse esta mañana, con unos cuantos días de adelanto, por una defunción inesperada.

– Oiga, comisario, no sé si usted ha leído el contrato.

– Le eché un vistazo. ¿Por qué?

– Porque establece bien claro que nada se le debe al cliente en caso de que se vaya anticipadamente.

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