Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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– Has causado daños -dijo Montalbano.

Mientras ambos bajaban del coche, se abrió la puerta de la casita y apareció un campesino de unos cincuenta años, mal vestido y con una sucia boina en la cabeza.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó el hombre, encendiendo una bombilla que había encima de la puerta.

– Le hemos roto una tinaja y queríamos compensarle los daños -contestó Gallo en perfecto italiano.

Entonces ocurrió una cosa muy rara. El hombre contempló el coche de policía, dio media vuelta, apagó la bombilla, entró en la casa y cerró la puerta. Gallo se quedó perplejo.

– Ha visto que somos polis. Está claro que no nos quiere -dijo Montalbano-. Prueba a llamar.

Gallo llamó. Nadie abrió.

– ¡Ah de la casa! -gritó.

Nada.

– Vámonos -dijo el comisario.

Laura y Livia habían puesto la mesa en la terraza. La noche era tan bonita que hasta provocaba punzadas de melancolía. El calor del día se había transformado milagrosamente en un frescor que daba gusto, y en el cielo flotaba una luna tan brillante que habrían podido cenar a su luz.

Las dos mujeres habían preparado cosas ligeras, pues a la trattoria de Enzo habían ido muy tarde y, encima, se habían dado un atracón.

Mientras permanecían sentados alrededor de la mesa, Guido contó lo que le había ocurrido por la mañana con el campesino de la casita.

– En cuanto le expliqué que había desaparecido un niño, el hombre dijo «ay ay ay» y se encerró a toda prisa en la casa. Llamé, pero no me abrió.

«Entonces no es sólo la policía», pensó el comisario. Pero no comentó nada acerca del trato recibido.

Después Guido y Laura propusieron dar un paseo por la orilla del mar a la luz de la luna. Livia declinó la invitación y Montalbano también. Por suerte, Bruno optó por irse a pasear con sus padres.

Cuando ya llevaban un rato en las tumbonas disfrutando del silencio, roto tan sólo por el ronroneo de Ruggero que se lo estaba pasando en grande tumbado sobre la barriga del comisario, Livia dijo:

– ¿Me llevas al sitio donde has encontrado a Bruno? Es que, al regresar, Laura no me ha dejado ver dónde había caído.

– Bueno. Voy al coche a buscar la linterna.

– Guido también tendrá alguna en algún sitio. Voy por ella.

Se reunieron delante de la ventana desenterrada, con sendas linternas en la mano. Montalbano saltó primero por el alféizar, miró si había ratones y después ayudó a Livia a entrar. Como es natural, detrás de ellos saltó también Ruggero.

– ¡Increíble! -exclamo Livia, contemplando el cuarto de baño.

La atmósfera resultaba húmeda y opresiva; la única ventana a través de la cual podía entrar el aire del exterior no bastaba para ventilar el recinto. Se dirigieron a la habitación donde el comisario había encontrado a Bruno.

– Te conviene no entrar, Livia. Es un pantano.

– ¡Cómo se habrá asustado el pobre chiquillo! -exclamó ella, dirigiéndose al salón.

A la luz de las linternas vieron los marcos envueltos en plástico. Y Montalbano vio, adosado a una pared, un baúl bastante grande. Presa de la curiosidad y puesto que no estaba cerrado ni con llave ni con candado, lo abrió.

Parecía el mismísimo actor Cary Grant en Arsénico por compasión. Volvió a cerrar de golpe la tapa y se sentó encima. Cuando la linterna de Livia lo enfocó, esbozó automáticamente una sonrisa.

– ¿Por qué sonríes?

– ¡¿Yo?! No, no sonrío.

– Pues entonces, ¿por qué pones esa cara?

– ¿Qué cara?

– ¿Qué hay dentro del baúl?

– Nada; está vacío.

¿Podía decirle que dentro había un cadáver?

4

De su romántico paseo por la orilla del mar a la luz de la luna, Laura y Guido regresaron cuando ya eran más de las once.

– ¡Ha sido estupendo! -exclamó Laura-. ¡La verdad es que lo necesitaba después de un día como éste!

Guido no estaba tan entusiasmado, puesto que a medio camino a Bruno le había entrado un profundo sueño y él había tenido que llevarlo en brazos.

Desde que había vuelto a tumbarse en la terraza tras visitar con Livia el apartamento fantasma, Montalbano se debatía en una duda que ni Hamlet: ¿decirlo o no decirlo?

Si lo hacía, se armaría un alboroto indescriptible que daría lugar a una noche infernal o casi. Desde luego, estaba más que seguro de que Laura se negaría rotundamente a permanecer ni un solo minuto más bajo el mismo techo que un cadáver desconocido, y exigiría dormir en otro sitio.

Pero ¿dónde? En Marinella no había habitación de invitados. Tendrían que arreglarse. Pero ¿cómo? Pensó en cómo se colocarían Laura, Livia y Bruno en la cama de matrimonio, Guido en el sofá, y él en el sillón, y se estremeció.

No, mejor un hotel. Pero a medianoche en Vigàta, ¿dónde se podía encontrar un hotel todavía abierto? Quizá deberían buscarlo en Montelusa. Lo cual significaría llamadas y respuestas, idas y venidas en coche a y desde Montelusa para acompañar amablemente a los amigos, y por si fuera poco, la inevitable discusión con Livia hasta la madrugada:

– Pero ¿no podrías haber elegido otro chalet?

– Livia de mi alma, ¿qué sabía yo de que albergase un muerto?

– Conque no lo sabías, ¿eh? ¿Y tú dices que eres un buen policía?

No; decidió no decirle nada a nadie de momento.

Total, cualquiera sabía el tiempo que llevaba aquel cadáver encerrado en el baúl; día más día menos le daría igual. Y las investigaciones tampoco se resentirían del retraso.

Tras despedirse de sus amigos, el comisario y Livia regresaron a Marinella.

En cuanto Livia fue a ducharse, Montalbano llamó a Fazio con el móvil desde la galería y habló en voz baja.

– ¿Fazio? Soy Montalbano.

– ¿Qué ocurre, dottore ?

– No tengo tiempo para explicártelo. Dentro de diez minutos me llamas a Marinella y dices que me necesitáis urgentemente en la comisaría.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

– No hagas preguntas. Haz lo que te digo.

– ¿Y después qué?

– Cuelgas y sigues durmiendo.

Al cabo de cinco minutos Livia dejó libre el cuarto de baño. Montalbano entró. Cuando estaba a punto de cepillarse los dientes, oyó sonar el teléfono. Tal como había previsto, Livia fue a contestar. Todo aquello haría más creíble la comedia que había organizado.

– ¡Salvo, Fazio al teléfono!

El comisario se dirigió al comedor con el cepillo de dientes todavía en la boca y los labios manchados de dentífrico, soltando maldiciones en atención a Livia, que lo estaba mirando.

– Pero ¿será posible que uno no pueda estar tranquilo ni siquiera a esta hora? -Tomó con gesto malhumorado el auricular-: ¿Qué hay?

– Lo necesitamos inmediatamente en comisaría.

– ¿Y no podéis arreglároslas solos? ¿No? Bueno pues, voy para allá. -Colgó con brusquedad, fingiendo enfado-. Pero ¿es que éstos no van a crecer nunca? ¿Siempre van a necesitar que les eche una mano papaíto? Perdóname, Livia, pero por desgracia…

– Comprendo -dijo ella con voz glacial-. Yo me voy a la cama.

– ¿Me esperas?

– No.

Tras vestirse, Montalbano salió, subió al coche y arrancó para dirigirse a Marina di Montereale.

Hizo el camino muy despacio porque quería perder tiempo y estar seguro de que Laura y Guido ya se habían ido a dormir.

Cuando en Pizzo llegó a la altura de la segunda casa, la que estaba deshabitada pero muy bien conservada, se detuvo y bajó llevándose la linterna. El resto del camino lo hizo a pie, pues temía que si se acercaba en coche en medio del silencio nocturno, el ruido despertara a sus amigos.

A través de las ventanas no se filtraba ninguna luz, señal de que Laura y Guido ya estaban viajando por el país del sueño.

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