Erlantz Gamboa - Caminos Cruzados

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Un matrimonio de un pueblecito mexicano aparece brutalmente asesinado en su propia casa. Nadie puede hacerse a la idea de que estas cosas que suceden normalmente en la capital hayan acabado pasando en la tranquila población y menos que nadie el encargado de la investigación policial, Carvajal. Es entonces cuando aparece la agente de la policial federal, Marcia de Valcarcel, que informa a Carvajal de que el crimen se corresponde con el modus operandi de un asesino en serie al que hace bastante que persigue y al que ha apodado Calígula.
Por otro lado, en un pueblo cercano aparece una anciana con el cuello roto y con la caja fuerte donde guardaba sus joyas desvalijada. En esta ocasión es el teniente Arturo Palacios quien irá detrás del asesino «mataviejitas».
Las historias de las dos investigaciones se van entretejiendo con agilidad en la novela que resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Negra L'H Confidencial 2010. En palabras del jurado «destaca el buen ritmo narrativo y la buena dosificación de ingredientes de la historia, que convierten Caminos cruzados en una novela ágil y con unos hilos argumentales bien trabados, que aseguran el interés de la historia hasta la última página».

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La mujer se pegó un susto de muerte. Para comenzar, su negocio no estaba dado de alta en el Ayuntamiento; seguía que en el entresuelo se organizaban unas timbas impresionantes: póquer y dados; y, para remate, en varias habitaciones se practicaba el lenocinio, con largas colas en el pasillo. Se tranquilizó cuando le dijeron que su actividad era muy conocida y que, además, no movilizarían un pelotón para detener a tres putas viejas y cinco tahúres.

– Buscamos a éste.

Le mostraron la fotografía. La mujer lo miró durante unos segundos. No estaba exactamente como en la fotografía, pero era reconocible. Asintió con la cabeza y les acompañó a un cuarto, mientras explicaba:

– Se fue por la mañana a trabajar y no ha regresado. Me dijo que estaría fuera hoy y mañana, porque iba a Ciudad Valdés.

Ella parloteaba y movía los brazos, para reclamar la atención de media docena de policías que la seguían, y así evitar que se fijasen en la fila del pasillo.

– ¿Alquila las habitaciones a ratos? -preguntó Carvajal, con sorna-. Es que hay mucha gente esperando que le toque su rato.

Marcia le dio un codazo. Ese asunto era local, y los federales no meterían sus narices en algo así. El jefe soltó una carcajada. Marcelina se apresuró a abrir el cuarto.

Como debieron haber imaginado, allí solamente había unas prendas de vestir: una camisa, una chamarra vieja, la «de trabajo» (pero de criminal), calcetines, dos calzoncillos y unos zapatos. Después de tanto investigar, estaban igual que antes.

– Hay que ir a Ciudad Valdés -propuso Marcia.

Miró al Gordo, quien cavilaba, con su típica expresión de somnolencia, como si roncase de pie. Ella, a pesar de que le conocía de pocos días, sabía que su mente trabajaba.

– No creo que haya ido a Ciudad Valdés -dijo, por fin.

– ¿Por qué razón? -preguntó Jonás-. Eso es lo que le ha dicho a todo el mundo.

– Precisamente por eso, porque se lo ha dicho a todo el mundo. No lo conozco, pero seguro que no es el tipo que le anda contando a cualquiera su vida y obra, o lo que piensa hacer el fin de semana. Él ha ido a otra parte.

– ¿Adónde? -preguntó Marcia.

– A donde esté la pareja que persiguió desde la gasolinera, cuando robó el coche.

– Suena lógico -admitió la teniente, mirando fijamente a Jonás-. ¡Lógico, Jonás!

– ¿Y cómo daremos con la pareja? ¿Y si son de Ciudad Valdés? -insistió Jonás.

– ¿Crees que ellos le dijeron de dónde eran? No, no se lo dijeron. Necesito pensar, Marcia.

– Pues todo el mundo a buscarlo -ordenó la mujer-. ¿Dónde los esperamos?

– De momento, en la terminal -dijo el jefe.

Una vez que estuvieron en el restaurante de la terminal de autobuses, ante sendas tazas de café, el jefe comenzó a analizar en voz alta. Marcia escuchaba.

– El tipo persigue a la pareja y deja el auto en Arteaga. ¿Por qué en Arteaga, y no en Molinar o en Ciudad Valdés?

– Porque ellos se detuvieron en Arteaga -dedujo la teniente.

– Así es. Pero él se queda en Molinar, cerca, sin seguir a Ciudad Valdés. ¿Por qué? ¿Por qué quiere estar cerca de la pareja?

La mujer asintió con la cabeza. Carvajal deducía muy bien y analizaba cada detalle, sin desechar los que parecían poco relevantes.

– Eso tiene sentido. ¿Crees que la pareja viva en Arteaga?

– Yo diría que sí, o que, al menos, están allí. Si robó un auto para perseguirlos, pudo calcular que la Policía no le hostigaría hasta al cabo de un par de horas. Si la pareja siguió por la carretera, más adelante hay otros pueblos: Morante, Tableros, Galindo… ¿Por qué no siguió hasta uno de ellos o tomó la desviación a Molinar? Fue a Molinar en autobús.

– Porque ése era su destino, y si hubiera llevado el auto, lo hubiésemos localizado de inmediato. No quiso alejarse mucho de Arteaga -respondió la mujer-. Eres un genio, cariño.

El jefe sonrió. Era la primera vez que ella le llamaba así. Seguro que la mujer se equivocó, y pensó que estaba con su esposo o novio. Pero a él le gustó la palabra, porque hacía años que nadie le dedicaba tal apelativo.

– Está en Arteaga -estableció Carvajal-. Y ha puesto mucho énfasis en que se sepa que va a Ciudad Valdés. No los conocía, y simplemente los persiguió. Ellos se detuvieron en Arteaga, y él también. Abandonó el coche, porque ellos se quedaban. Si hubieran seguido su camino, él hubiese tenido el auto un poco más. Y ahora es fin de semana, cuando él prefiere actuar.

– Tendrá alguna fijación por el fin de semana. Recuerda que el pleito en el Ejército fue relativo a su sexualidad.

– ¿Los días de labor se guardan en el armario? -bromeó el jefe.

Marcia soltó una carcajada. Enrique le hacía reír, algo que jamás logró su esposo. Pero eso es algo que muere con el matrimonio, por lo que si quería seguir riendo…

– Los fines de semana, en pueblos como el suyo -explicó la teniente-, es cuando se liga, se va al baile o se dan paseos por la plaza. Es el momento del cortejo. Si su trauma se originó en sus años mozos, el fin de semana es de suma importancia.

– Lo había entendido, pero me gusta cómo lo explicas.

Marcia miró a la mesa y su rostro se ensombreció. Había pensado mucho en el asunto, en cómo decirle su verdad. Intuyó que era el momento, antes de que él se hiciera ilusiones.

– Enrique, quiero decirte algo.

– Que estás casada, ¿no?

La mujer levantó el rostro. Todo lo sombrío había desaparecido, se había tornado colorado y se podía leer la furia en sus ojos. ¿No podría nunca estar un paso delante de él? Le desesperaba que Enrique fuese tan sagaz, y le molestaba ser tan obvia.

– ¿Te lo han dicho ellos? -exclamó.

– No, nadie me ha dicho nada. Te lo juro. La llamada del otro día, cuando te saliste del coche…

– Pensé que lo había hecho bien y que te habías tragado que era mi hermano.

– Un pequeño detalle, «cariño»: leíste el nombre en la pantalla y te aceleraste. En caso de ser tu hermano, la conversación era privada, pero no el saludo. Hubieras contestado dentro y habrías salido a hablar fuera. Pero volviste a marcar, porque él ya había colgado.

– No se te escapa una. ¿Por qué no me lo dijiste?

– Tú debes saber lo que haces. ¿O no?

Marcia hundió la nariz en el café. El Gordo se puso a meditar sobre algo que ella le había dicho, lo de volver a la federal. No sonaba tan mal.

«No, de eso nada. Mejor sigo con los robos de gallinas», pensó, tras su lapsus stupidus.

Se fue de la capital porque necesitaba una vida tranquila, y no regresaría por estar acompañado un tiempo. Luego, al fenecer el interés que despierta la novedad, lo que quedaría sería San Pedro, su vida agitada y carente de la calidad que buscaba, pues él llamaba calidad a la paz, y no al dinero.

Manuel, disfrazado como turista dominguero, paseaba por las calles de Arteaga, con aire de despistado, pero con un ojo atento a los posibles movimientos de la Policía. Se cruzó con un par de agentes locales, pero éstos no le prestaron atención, lo que le dio más confianza. No había mucho por donde pasear, de manera que llegó al centro, con la idea de tropezarse con el esposo de la rubia y poder ubicar su domicilio. Y tuvo suerte, aunque con Claudio era inevitable, pues él no se quedaría encerrado en el hotel. Lo localizó bajo una marquesina, en la acera, ante un bar. Manuel se sentó no muy lejos, en el mismo bar, y comprobó que el sujeto no lo reconocía bajo las gafas oscuras y la gorra.

«No tengo prisa, por lo que puedo esperar aquí en vez de en otra parte», pensó, dispuesto a llevar a cabo su plan.

Mientras esperaba, sus ojos vagaron por la calle, sin otro interés que pasar el rato. Una camioneta se movió de donde estaba aparcada y apareció el auto de Claudio. Entonces tuvo en qué pensar. Si el hombre subía a su auto e iba en busca de su esposa, él tendría que perseguirle en un taxi, lo que levantaría sospechas. No sería igual si caminaba. Por tanto, alrededor de las siete y media volvería a acercarse a la rubia, con la seguridad de que su esposo iría a buscarla. O quizás ella viniese al bar. Era difícil acertarlo. Secuestrarlos en aquella población, en medio de una calle, y, con tan poca gente, constituía un problema. Pero estaba decidido, y, al ver nuevamente a la rubia, se aferró mucho más a su insana idea.

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