Erlantz Gamboa - Caminos Cruzados

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Un matrimonio de un pueblecito mexicano aparece brutalmente asesinado en su propia casa. Nadie puede hacerse a la idea de que estas cosas que suceden normalmente en la capital hayan acabado pasando en la tranquila población y menos que nadie el encargado de la investigación policial, Carvajal. Es entonces cuando aparece la agente de la policial federal, Marcia de Valcarcel, que informa a Carvajal de que el crimen se corresponde con el modus operandi de un asesino en serie al que hace bastante que persigue y al que ha apodado Calígula.
Por otro lado, en un pueblo cercano aparece una anciana con el cuello roto y con la caja fuerte donde guardaba sus joyas desvalijada. En esta ocasión es el teniente Arturo Palacios quien irá detrás del asesino «mataviejitas».
Las historias de las dos investigaciones se van entretejiendo con agilidad en la novela que resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Negra L'H Confidencial 2010. En palabras del jurado «destaca el buen ritmo narrativo y la buena dosificación de ingredientes de la historia, que convierten Caminos cruzados en una novela ágil y con unos hilos argumentales bien trabados, que aseguran el interés de la historia hasta la última página».

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– ¿Crees que la Policía nos ha localizado? -preguntó-. Me refiero a que si piensas que tienen nuestra fotografía.

– El policía llevaba una en la mano. No pude ver de quién, pero que sea en la misma calle en la que nos detuvimos cuando huíamos del tipejo aquel me da mala espina.

– Tenemos que cancelarlo todo -dijo ella.

– No lo creo. Puedo ir a ver a la señora Cabañas ahora mismo. Pasamos por el hotel, y, si el ambiente está calmado, metemos las cosas en las maletas y vamos hacia Molinar. No creo que nos busquen allí.

– Me parece bien. No echemos a la basura todo lo que tenemos avanzado. Lástima de mi asunto. Lo tenía tan bien planeado.

– Si nos cazan, ya no habrá boutique. Podemos dar otros golpes en otros sitios.

– Tienes razón. Mejor si lo olvido y no me arriesgo.

El camarero había reconocido a Manuel. Aunque llevaba gafas oscuras y una gorra, el hombre era buen fisonomista, además de que se fijaba mucho en los clientes, por si alguno se iba sin pagar.

– Sí, es el mismo. Lleva gafas negras y una gorra verde -dijo-. Estuvo aquí como a las cinco o las seis, y se fue. Pero hace una hora vino de nuevo, y ha salido al ver que vosotros andabais cerca.

La Policía municipal no era en verdad muy sigilosa. Habían armado tal alboroto que espantaron a todo aquel que tuviese alguna cuenta pendiente.

– ¿Para dónde se fue? -preguntó Carvajal.

– Para allí. Me dijo que pensaba comprar algo en la boutique.

Las Martínez estaban en la calle, al igual que muchos otros de los comercios, interesadas en lo que hacía la Policía. Cuando llegaron los detectives junto a ellas, más que miedo sintieron curiosidad.

– ¿Han visto usted a este hombre? -le preguntó Jonás, que había pintado unas gafas y una gorra a la fotografía.

– Sí -dijo la hija, de inmediato-. Estuvo esta tarde en la tienda.

– No compró nada -amplió la madre-. Sólo estuvo viendo regalos en aquel estante de la entrada.

Marcia se abrió paso entre los uniformados y se colocó al frente. Una idea rondaba su mente y quería adelantarse al Gordo.

– ¿Tuvieron de clientes a una pareja joven, una mujer alta, de buen tipo, guapa…?

– O quizá no son clientes, sino que viven por esta zona -completó el jefe, abriendo las posibilidades.

La madre y la hija se miraron, y ambas asintieron con la cabeza. Fue la madre quien lo puso en palabras:

– Podrían ser Susana y Claudio.

– No conocemos sus nombres -dijo Marcia-. Solamente sabemos que hace unos días se detuvieron aquí, y que el fulano de la fotografía los perseguía. Creemos que pueden vivir en el pueblo y que, por eso, este tipo ha regresado.

– No, no viven aquí, pero sí llevan unos días. ¿El jueves? -le preguntó la hija a la madre.

– Sí, desde el jueves. Pero vinieron el miércoles por la tarde.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Marcia.

– El miércoles por la tarde entraron en la boutique… Ella, la mujer alta y guapa, Susana -especificó-, nos dijo que pensaba poner una boutique en Ciudad Valdés, y que no sabía mucho del negocio. Nosotras le ofrecimos enseñarle por unos días.

– Se iban a quedar el fin de semana -aclaró la hija-. Y ella ha estado estos días con nosotras.

– ¿Y el tipo vino esta tarde? -inquirió Jonás.

– Sí. Se puso a mirar los regalos y luego se despidió.

– ¿La mujer…, Susana…, no le reconoció? -Marcia le indicó a Josué que les mostrase la fotografía sin las gafas y la gorra.

Las Martínez miraron ambas fotos. Debían reconocer que, ciertamente, enmascarado parecía alguien distinto, pero era él quien estuvo en la tienda, o alguien muy parecido.

– No le reconoció -dijo la hija-. ¿Y por qué la persigue?

– Es un ratero -inventó Carvajal, antes de que alguien se adelantase y les diese un terrible susto-. Vio que tenían dinero y no les pierde de vista. ¿Saben en dónde están alojados?

– En el hotel de la plaza. ¿Les van a advertir…?

Todos habían dado media vuelta y dejaron a las señoras con las preguntas en la boca. Manuel andaría rondando el hotel de la plaza. Con el mismo sigilo que usaron para investigar en los negocios de la carretera, varios motoristas, seguidos por coches patrullas, se metieron por una calle, y enfilaron hacia el centro. Como única muestra de sigilo, al menos no hicieron sonar las sirenas, aunque los motores y las bocinas ya producían ruido suficiente.

Susana y Claudio estaban preparando las maletas cuando escucharon las sirenas de la Policía. Él fue a la ventana y miró hacia abajo. La calle se estaba llenando de uniformes. Vio también a unos fulanos con traje que salían de un gran auto negro.

– ¡Ya están ahí! -exclamó-. ¿Qué dices ahora? ¿A quién crees que están buscando?

– ¿Qué hacemos?

Susana dejó de meter su ropa en las maletas y se puso a dar saltos ante la cama, como loca. Ya no necesitaba preguntarse a quién buscaba la Policía. ¿Cómo habían dado con ellos? ¿Por qué tuvo la mala idea de quedarse en aquel pueblo?

– Deja toda la ropa, coge las joyas, o lo que sea importante, y vámonos por el garaje.

– La pulsera está en la caja fuerte de la boutique. La dejé porque…

– ¡Olvídate de la pulsera, de las pelucas y de la ropa, y vámonos! ¿Quieres acabar en la cárcel?

Llorando sin parar, la mujer arrastró los pies hacia la puerta. Solamente llevaba una bolsa, y había dejado allí la mayor parte de su guardarropa. Pero él tenía razón: no lo podría usar en la cárcel. Claudio cogió dos maletas no muy grandes, una suya y otra de la mujer. Esta agarró dos vestidos y se los echó al hombro.

– Por las escaleras -propuso él.

Estaban en el segundo piso, por lo que no tardaron mucho en llegar a la planta baja, y de allí continuaron hacia el garaje. Metieron todo en el auto y pasaron ante el vigilante, quien los saludó. Claudio se detuvo un segundo, para preguntar:

– ¿Qué es todo ese alboroto?

– No sé. La Policía, que busca a alguien.

Susana apretó el antebrazo de su esposo, para que se apresurase. No entendía por qué se quedaba a charlar con el hombre; la Policía ya estaría en el cuarto y pronto tras ellos. Pero él sabía que si corrían levantarían sospechas, y dos segundos más o menos no supondrían mucha diferencia.

Asomaron al exterior del hotel y miraron a ambos lados. La Policía estaba frente al edificio. Ellos tomaron la salida que conducía a un callejón lateral. Enfilaron hacia la derecha, para incorporarse a una arteria poco concurrida que enlazaba con la avenida que llevaba en dirección opuesta a Molinar. Una vez que estuvieran lejos del hotel, volverían a tomar la dirección correcta.

Capítulo 11

Eran las diez de la noche, y Palacios estaba muerto de sueño. No había noticia alguna, a pesar de que toda su gente andaba en la calle. Él se había quedado en la comisaría, con Mario, atento a los teléfonos. El teniente dormitaba, y Mario seguía en la computadora, esforzándose en descubrir algún detalle que le diese una pista, una luz, aunque fuese tenue.

– Lo tenemos a un paso, pero no lo cogemos -decía Mario-. Nos falta un detalle, y casi seguro que está ante nuestras narices. ¿Qué será?

Sonó un teléfono. Palacios despertó sobresaltado, y Mario corrió a contestar. Escuchó un instante y dijo:

– Jefe, es para usted. Parece importante.

– Pon el altavoz. ¿Quién habla?

– Me llamo Remigio Cabañas, teniente. Su hombre me ha explicado el caso, y yo sí tengo algo que decir.

– Adelante. Le escuchamos.

– Yo llevé un collar de mi madre a reparar a la joyería de don Simón. Y también recibí la visita de la mujer que ustedes dicen.

– ¿Hace mucho de eso?

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