A las siete y media, decidió regresar a la carretera, y ver la manera de no estar muy lejos de la boutique. Desde el bar podía ver la puerta del establecimiento, pero no reaccionaría a tiempo si debía correr tras ellos. Por tanto, lo lógico era esperar en la puerta, dentro de un coche. Para ello, urgía agenciarse uno. Pagó y abandonó el bar. Se dirigió hacia las calles más alejadas del centro. Por experiencia, sabía que en los alrededores suele haber autos no muy vigilados y que sus dueños tardan en ir a buscarlos. Algunos posiblemente se acordarían por la mañana, y él estaría libre de usar uno durante toda la noche. En realidad, únicamente lo necesitaba por unas horas.
Se detuvo al inicio de una calle sin pavimentar. Había un buen número de autos a ambos lados de la calle. Y de una casa, de aspecto paupérrimo, de paredes de adobe revestido con cal, un muro que tenía muchos más huecos que partes sólidas, un patio repleto de cachivaches inservibles y una cortina por puerta, salía música a todo volumen.
– Cuanto más jodidos, mayores pachangas -filosofó Manuel.
Pasó ante la casa de la juerga y comprobó que estaban todos en el interior, o quizá en algún terreno posterior. Luego analizó los automóviles. Ocupaban la calle entera, hasta doblar la esquina. Incluso había algunos elegantes, y un deportivo que desentonaba con el barrio.
– Se gastan en autos y viven como cerdos -volvió a rumiar Sarabia.
Continuó por la calle y dobló la esquina. Allí estaban los de los últimos en llegar. Si su olfato no le engañaba, serían quienes se quedarían más rato en la fiesta. Además, en aquella calle había menos casas y más campo abierto. Eligió uno modesto, japonés, de los que son más fáciles de abrir, que no tienen tantas sofisticaciones y normalmente ni siquiera alarma.
Al cabo de dos minutos estaba dentro del vehículo. Percibió que se acercaba otro coche y se acostó en los asientos delanteros. No tardaron mucho los recién llegados en doblar la esquina, rumbo a la fiesta. Comprobó que no hubiese mirando nadie y arrancó. Dio un rodeo, para no pasar ante la casa del jolgorio, y se dirigió a la carretera, al bar que estaba frente a la boutique. Eran las ocho y media, por lo que pediría algo y lo pagaría de una vez, en previsión de que tuviera que salir corriendo.
La carretera estaba abarrotada de automóviles y vacía de personas que caminaran. Era fin de semana y el ajetreo se debía a la gente que se movía de una ciudad a otra. Los peatones, los que permanecerían en Arteaga, estaban en el centro.
La gente de Marcia llegó a Arteaga. Ante la posibilidad de que Manuel pudiera haber escapado hacia Ciudad Valdés, también movilizaron a la Policía de la ciudad, y a todos los agentes motorizados de carreteras. Arteaga era una población pequeña, así que bien podía ser revisada por la Policía local y la gente de Marcia. Carvajal tenía normalmente buen olfato, pero los federales no abandonarían sus procedimientos por una corazonada suya.
Comenzaron por la carretera, cerca de donde apareció el auto de Manuel. Y éste, desde la ventana del bar, vio que preguntaban en los comercios cercanos. Eran casi las nueve y la Policía se acercaba al bar. Como había previsto, debía irse apresuradamente, por lo que había pagado por adelantado. Salió a la calle, subió a «su coche» y se dirigió hacia una bocacalle no muy alejada. Detuvo el auto y miró hacia la boutique. Según lo adelantado, Claudio llegó con su coche y se detuvo en la puerta. Él también percibió que unos uniformados, con motos y coches patrulla, andaban metiendo ruido no lejos de allí.
«¿Nos estarán buscando?», se preguntó.
Algún día tenía que ser. Estaban lejos de Manzanos, pero seguían dentro del país, y los federales les seguían la pista, aunque por el momento no tenían idea de a quién buscar ni dónde. No habían puesto en la televisión sus retratos robot, lo que indicaba que perseguían a asesinos sin rostro.
«¿En qué habremos fallado?», se preguntó.
La Policía se acercaba a la boutique, y ambos hombres comenzaron a dar señales de nerviosismo. Claudio entró en la tienda y se dirigió a la señora de más edad, con su sonrisa especial para mujeres. Manuel no se movió de donde estaba.
– Señora, nos habíamos olvidado de que hoy teníamos que cenar con unos amigos que están de paso. Susana, no te has acordado, ¿verdad?
La mujer entendió inmediatamente la clave. Si él decía que debían irse, tendría sus razones. Nunca aparecía apresurado, o nervioso, a no ser que la causa fuera grave.
– No. Ni se me pasó por la cabeza. Ahora mismo voy.
Susana se despidió de las dos mujeres, y Claudio también les dio un beso en las mejillas. La hija sonrió coquetamente y la madre le dio un codazo que no pasó inadvertido por Susana.
Cuando el matrimonio estaba junto a la puerta, la madre dijo:
– Te esperamos mañana, Susana. Recuerda que los domingos son especiales. Pero no vengas temprano. Disfruta la cena.
– ¡Oh, gracias! ¿Has visto, Claudio, que gente tan maravillosa?
– Ya no hay gente así en este mundo -dijo él, volviendo a regalarles la mejor sonrisa.
– ¿Qué pasa? -preguntó ella, apenas salieron.
– La Policía está peinando toda la calle.
Susana miró hacia su derecha y certificó que estaban muy cerca, a ambos lados de la calle. Vio que uno le mostraba una fotografía a un cliente que salía de una tienda.
– ¿Crees que nos buscan a nosotros? -preguntó ella.
– No lo sé, pero mejor si nos vamos sin averiguarlo.
– Ya no podemos huir -dijo ella, al percibir que un policía se acercaba.
– Métete en el auto. Yo le espero.
Susana entró apresuradamente en el auto. Convenía en que su marido tenía más sangre fría. Ella ya estaba temblando y el agente aún no le había preguntado nada. Cuando estuviera ante él, estaba segura de que tartamudearía y no sabría qué responder. Claudio era flemático y soportaría cualquier interrogatorio, era capaz de controlar los nervios. Claro que si los buscaban, de nada le serviría la flema, y no imaginaba cómo reaccionaría. Jamás se habían enfrentado a la Policía, porque su trabajo siempre fue limpio, de calidad, de guante blanco.
Manuel había dado un paso adelante, al ver a la rubia, pero tuvo que retrocederlo. No podía ser en aquel momento. Crispó los dientes y dio media vuelta. Si la Policía le buscaba allí, quizá también lo harían en el centro. Pensó con rapidez y fue hacia el coche robado.
«Saldré por detrás, para seguir unos kilómetros por la carretera y luego cogeré un autobús que me deje en algún motel. O quizá deba dormir en el auto, en un arbolado. Mañana regresaré, cuando todo esté más calmado», se dijo.
Un silbato sonó a la izquierda de Claudio. Era la señal de que algo habían encontrado los agentes. El policía que estaba a unos metros de la pareja, con intención de mostrarles la fotografía, se detuvo y miró hacia atrás. Varios compañeros suyos se dirigían a un bar. Manuel torció la boca, al ver el destino de los sabuesos: el camarero le había identificado. Claudio respiró aliviado.
– Tenemos que irnos de aquí -le dijo-. Si les muestran una fotografía nuestra a esas mujeres, estamos perdidos.
– ¿Por qué crees que nos buscan a nosotros?
– Porque algún día debe ser. No podemos arriesgarnos a acertar. Es mejor estar equivocados, pero lejos de aquí. ¿O quieres cerciorarte de si te buscan a ti o a mí? Se han metido en ese bar. ¿No es el que me dijiste que les llevaba café?
Susana, al ponerse el auto en marcha, se quedó pensativa. Podía ser cierto que alguien del bar la hubiera identificado. Una vez entró con la hija Martínez a tomar un refresco. Y un muchacho les había llevado unos bocadillos en una ocasión, y luego café dos o tres veces. Fuese como decía Claudio o no, era sumamente arriesgado quedarse a comprobarlo. No podía llamar a las Martínez y preguntarles qué buscaba la Policía, ni ir al café y hablar con el muchacho que se quedaba embobado con ella cada vez que entraba en la tienda. La señora Martínez llamaba al bar por teléfono, para pedirles los cafés, y él estaba allí casi antes de que colgase.
Читать дальше