Por el camino, en cada zona habitada se quedó un coche patrulla, para investigar si Sarabia se había bajado del autobús allí. Cuando llegaron a la terminal, dos vehículos y dos motoristas componían la comitiva. Marcia y Enrique iban en el ostentoso coche negro, junto con los bíblicos, quienes, en el asiento delantero, se hacían señas y guiños.
En la terminal no había casi nadie. Era muy temprano para viajes turísticos, y los sábados poca gente acudía a su trabajo. Pero ellos no querían interrogar a los pasajeros, sino certificar si Sarabia viajó de nuevo o se quedó en la población.
– Comencemos a indagar -dijo Marcia.
Ocho policías, cada uno con una fotografía, se lanzaron a la tarea de preguntar a los conductores que llegaban o salían, a los pasajeros y en las tiendas que ya estaban abiertas. Lo seguirían haciendo en cuanto otras levantasen sus persianas, y así ampliarían el círculo lentamente. Los que se quedaron atrás, en la carretera, al incorporarse, serían destinados a todos los talleres mecánicos en particular, y a cualquier otro negocio en lo general. Tenían que peinar la población.
Como había anunciado, Manuel no fue con sus compañeros a tomar cerveza al terminar la media jornada del sábado. En su cabeza estaba la obsesión por la rubia. Necesitaba encontrarla. Entonces, aquel tipo que la acompañaba sabría lo que era enfrentarse con él. Quizá fuese divertido, ya que el fulano no parecía un pusilánime como los anteriores. Posiblemente le daría pelea y la cosa se pondría interesante.
Solamente era una corazonada, pero creía firmemente que ellos no se habían detenido en Arteaga por casualidad, por huir de él, sino que vivían allí. No había podido ver bien el negocio ante el que se pararon, pero recordaba dónde fue.
Después de despedirse de los compañeros, quienes volvieron a insistir en que olvidase a sus tíos, o en que los visitase otro día y fuese con ellos a una parranda que duraría hasta el domingo por la noche, se encaminó a la terminal. Eran las tres de la tarde del sábado.
Llegó por una calle lateral. Le asombró el revuelo que encontró. En la calle por la que apareció, había unas patrullas estacionadas y varias motos. Unos uniformados estaban deteniendo a gente, a los que mostraban una fotografía. Se quedó pegado a la esquina y asomó la nariz. Podía jurar que le buscaban. Habían tardado en dar con él, pero ya auguró que algún día sucedería.
Lo lógico, lo que cualquier mente normal hubiera pensado, era marcharse en sentido contrario, lo más lejos posible, quizás hasta Arrecife; pero el raciocinio de Manuel era especial: no se alejaría sin comprobar si «su rubia» seguía en Arteaga. Había decidido cerciorarse, y la Policía no se lo impediría.
Había comprado ropa y su aspecto había cambiado bastante con un corte de pelo, un buen afeitado y la nueva indumentaria. No lo suficiente como para no parecerse al de la fotografía, pero sí para no ser reconocido por todo el mundo. Una foto robot había estado en la televisión por mucho tiempo, y nadie le había delatado, a pesar de que anduvo por todas partes con la faz descubierta. Burlaría de nuevo a la Policía, y más si ellos le buscaban en Molinar, mientras él estaba en Arteaga.
Dio media vuelta y se alejó de la terminal. Durante media hora caminó por calles concurridas, con la idea de que cuanta más gente le rodease más difícil sería que un policía le identificase. Por el camino, compró un periódico; lo colocaba ante él, como si leyese, cada vez que se detenía en alguna esquina. Llegó al otro extremo de la ciudad y se acercó a una parada de taxis. Se subió en el primero, desplegó el periódico, como parapeto entre el taxista y él, y dijo:
– A Arteaga.
La gente de Marcia seguía investigando si Sarabia había subido a otro autobús o si se había quedado en Molinar. También estaban recorriendo la ciudad y mostrando la fotografía a todo el mundo. Manuel sabía que ya no podría regresar en busca de sus pertenencias, pero llevaba su mochila, por lo que no necesitaba nada más. El dinero también iba con él. Una vez terminado el asunto de Arteaga, se marcharía bien lejos, a la costa o quizás a la zona minera. Con algunos cambios, tal vez con barba o bigote, pasaría desapercibido, porque era sabido que la gente no presta mucha atención a los pasquines de la Policía.
El conductor puso música. El cliente estaba interesado en las noticias. Aunque no ocupaba ya la primera plana, la carnicería de Figueroa seguía en el candelero. La Policía no soltaba prenda, y los reporteros solamente tenían los testimonios de algunos vecinos. En una página interior, en un recuadro poco notorio, volvían a hablar del Mataancianas, e instaban a las autoridades a atrapar al asesino y a dejar a un lado tanta declaración vacía de contenido.
– ¿Ha escuchado que la Policía anda buscando al Mataancianas en Molinar? -preguntó el taxista.
Su idea de la realidad era el producto típico de la información boca a oreja y de las acciones policiacas. Los policías son tan herméticos que obligan al pueblo a elucubrar y a sacar conclusiones. Mostraban una fotografía, pero sin explicar de quién se trataba, y por ende, cada quien supuso lo que quiso.
– A ver si atrapan de una vez a ese hijo puta -respondió Manuel, sin bajar el periódico.
El conductor tenía al Mataancianas como su criminal favorito, ya fuese para repudiarlo o ensalzarlo, por lo que comenzó a relatar la vida y obra del asesino, de quien sabía todo lo que habían publicado.
– Me mostraron la fotografía del tipo -dijo el taxista-, para ver si le había visto.
– ¿Y cómo es él?
– Un tipo flaco, de pelo oscuro. Tiene cara de asesino.
– Si es un asesino, tendrá cara de eso.
– Es cierto.
El conductor siguió hablando del criminal. Manuel supuso que no podría continuar sin que el hombre viese su rostro. Ya era mucho leer el periódico. El taxista terminaría sospechando que se ocultaba. Sin apartar el diario de entre ambos, Manuel gruñía de vez en cuando y hacía algún lacónico comentario, para que el narrador supiera que estaba atento. Y lo estaba, pero a la carretera, calculando lo que faltaba para llegar a Arteaga. Cuando vio las primeras casas, le dijo:
– Doble en la primera a la derecha.
Enfilaron por la calle elegida. Había muy pocas casas, porque aún estaban en los suburbios. No se veía a nadie en la calle. Manuel calculó que era la hora de la comida o de la siesta.
– Es la tercera casa.
El conductor detuvo el auto y miró hacia atrás. El periódico se le pegó en el rostro, a la vez que un afilado estilete se le clavaba en la garganta. Soltó un chorro de sangre. El diario tenía muchas páginas, que sirvieron de escudo para que no salpicase hacia la parte trasera. La sangre se deslizó por el respaldo del asiento, sobre el taxista. Manuel empujó al hombre hacia atrás, contra su portezuela. Seguidamente, asomó el flequillo por la ventana, mirando a ambos lados de la calle. Estaba solitaria. Limpió la hoja de su cuchillo en la parte superior del asiento delantero derecho y luego metió el arma en su mochila. Después bajó del vehículo, revisó con más detenimiento su entorno, comprobó que no había nadie y caminó en dirección opuesta a la carretera, con destino a un conjunto de edificios de Arteaga.
– Hablaba demasiado -musitó.
Había visto que la tienda era una boutique en la que vendían regalos. Allí se había detenido, días atrás, el automóvil de la rubia. No era seguro que hubiese entrado en aquella tienda, sino que pudo haberlo hecho en alguna cercana, y simplemente dejó el coche donde halló un sitio libre. Toda la calle estaba llena de comercios. Era cuestión de acercarse y ver. Compró unas gafas de sol y una gorra en una tienda, y se dirigió a la boutique. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro al comprobar que la rubia estaba tras el mostrador, junto a otra mujer joven. Él, desde la puerta, con su nuevo aspecto, simulaba estar atento a un estante en particular, pero su ojo izquierdo no se separaba de la rubia. Su intuición daba fruto; la suerte estaba de su lado.
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