Erlantz Gamboa - Caminos Cruzados

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Un matrimonio de un pueblecito mexicano aparece brutalmente asesinado en su propia casa. Nadie puede hacerse a la idea de que estas cosas que suceden normalmente en la capital hayan acabado pasando en la tranquila población y menos que nadie el encargado de la investigación policial, Carvajal. Es entonces cuando aparece la agente de la policial federal, Marcia de Valcarcel, que informa a Carvajal de que el crimen se corresponde con el modus operandi de un asesino en serie al que hace bastante que persigue y al que ha apodado Calígula.
Por otro lado, en un pueblo cercano aparece una anciana con el cuello roto y con la caja fuerte donde guardaba sus joyas desvalijada. En esta ocasión es el teniente Arturo Palacios quien irá detrás del asesino «mataviejitas».
Las historias de las dos investigaciones se van entretejiendo con agilidad en la novela que resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Negra L'H Confidencial 2010. En palabras del jurado «destaca el buen ritmo narrativo y la buena dosificación de ingredientes de la historia, que convierten Caminos cruzados en una novela ágil y con unos hilos argumentales bien trabados, que aseguran el interés de la historia hasta la última página».

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– Sí. Me pareció normal, ya que hablábamos de conocidos comunes, y mi madre también los conocía.

Palacios les guiñó un ojo a los demás. La mujer usaba siempre la misma técnica: ése era el talón de Aquiles de los asesinos seriales. Encontrarían a alguien que acabase de recibir su visita y sería su última hazaña.

– Una última pregunta: ¿no le dijo su apellido o le dio alguna seña por la que la podamos localizar? ¿Un pariente en Fresnedo?

– Me parece que dijo que era Ponce. Y yo conocía a algunos Ponce, por lo que me pareció que podía ser pariente de ellos.

– ¿Susana Ponce? ¿Le dijo Susana?

– Sí, Susana. ¿Es su verdadero nombre?

– Eso parece, pues ya son dos los que coinciden. Le tendrá cariño a su nombre. ¿Algo más en lo que nos pueda ayudar?

– Pues… no sé. Quizá recuerde algo, pensaré en ello.

– Le damos el teléfono donde nos pueda localizar, a mí o a alguno de mis hombres. Y gracias, señora Monforte.

Apenas colgó, Palacios les dijo a sus hombres:

– Hay una mujer en peligro, y es alguna de las que están ahí -señaló la lista-, o en los cuadernos de don Simón.

– Hemos llamado a todos los teléfonos, jefe -dijo uno de los agentes-. Hay ocho que no contestan; salta el contestador. Y cuatro que ya no son los teléfonos de los que buscamos.

– Localizad a esos cuatro como sea, y a los otros ocho en donde se os ocurra, pero quiero hablar con ellos.

– Sí, jefe -dijo Pereira-. Vamos a seguir intentándolo. Mandaremos unos oficiales a sus domicilios.

– Una mujer va a morir, y nosotros podemos evitarlo.

– Jefe, cuatro de los doce son de la zona entre Manzanos y Ciudad Valdés -dijo Mario.

– Pues esos cuatro son los más urgentes. Que nadie se mueva de su silla hasta que tengamos algo -ordenó, con voz de mando-. Y quiero a todo el mundo movilizado en la calle, llamando a las puertas que sean necesarias.

Marcia y su gente, incluido el Gordo, llegaron a Arteaga y fueron al lugar en donde habían encontrado el auto robado. Como el jefe había supuesto, lo lógico de quien supone que le siguen era llegar al centro, caminando o en autobús, tras abandonar el auto. La multitud de gente del centro le ayudaría a ocultarse, y luego abordaría un autobús de cercanías, uno de los que siempre van atiborrados y que salen con mucha frecuencia. El chófer no se fijaría en él, ocupado en cobrar y conducir. Para los autobuses de trayectos largos hay que comprar el billete en la taquilla, y ahí radica el peligro, porque el vendedor se fija más en los usuarios. Y lo mismo en los autobuses que cuentan con cobrador y conductor, porque el primero, desde que arranca el vehículo está pendiente de los pasajeros, ya que no tiene otra cosa que hacer.

– Son varios los que pudieron llevarle -dijo un policía.

– No tantos -opinó el jefe-. Hay que ver cuáles salieron desde que se produjo el robo del auto. Tardaría un rato en llegar desde la gasolinera, pero eso no importa mucho. Tendrán un horario que podamos verificar.

– Sí, pero algunos chóferes ya se han ido a sus casas, porque terminaron sus turnos.

– Pues movilicen a quien sea, denles unas fotos y que vayan a localizarlos en donde estén, pero que nos identifiquen a Manuel -ordenó Marcia-. Jonás, te encargas de que no haya un conductor que no vea la fotografía.

– Sí, jefa. Nos movilizamos de inmediato.

– ¿Dónde establecemos el cuartel general? -preguntó Josué.

– En algún hotel en la carretera -opinó Carvajal-, para poder salir disparados si hay algo.

– Buena idea -dijo la teniente-. Busca algo en la carretera, y que tenga ventanas sobre la calzada. No se te ocurra uno que mire al campo.

– No soy tan tonto.

– Eso se lo dices a quien no te conozca.

Josué se fue arrastrando los pies, mascullando algo en voz baja.

La mañana del sábado, desde que rayó el día, hubo agitación. Los federales de Marcia Valcárcel estaban desayunando a las seis de la mañana. La teniente y el Gordo, quienes se habían alojado en habitaciones separadas, aunque, cuando se hizo el silencio en el hotel, usaron solamente una, aún no habían bajado a desayunar. En la calle, varias unidades de Policía local y estatal esperaban órdenes. Otras estaban en las terminales de autobuses, mostrando la fotografía de Manuel Sarabia, y varias más recorrían la ciudad, los talleres mecánicos y los domicilios de algunos conductores, dedicadas a lo mismo. Alguien tuvo que verlo. Le encontrarían.

Carvajal bajó y se sentó en una mesa del fondo. Estaba pidiendo el desayuno cuando apareció Marcia. En una mesa, algunos sonrieron, y Jonás dijo en voz baja:

– Jezabel se está divirtiendo a lo grande.

– De que es grande no hay duda -añadió otro federal.

– Y su esposo en otro caso -susurró Josué.

– ¿Anda en Manzanos en el caso del Mataancianas? -preguntó otro detective.

– No, ya no -precisó Jonás, quien se enteraba por medio de su jefa-. Se fueron a San Pedro, siguiendo la pista de una joya.

– ¿Y qué opina de la golfa de su esposa? ¿No se lo huele?

– El pobre hombre es feliz con su trabajo, y le importa un comino su esposa.

– Típico policía, casado con el cuerpo -observó un detective.

– Cuerpo sí, y más público que un parque.

– Silencio, que se acerca la jefa -anunció Josué.

La mujer saludó a sus hombres, y con descaro fue a reunirse con el Gordo. Éste estaba sonriente, mirando a la mesa de las murmuraciones, con superioridad. Podía jurar que hablaban de él y de Marcia, pero le importaba un comino. Había asumido que ella tenía pareja, por intuición, ya que la mujer no le había dicho nada, y le daba igual.

– Me parece que debemos darnos prisa en encontrar a Sarabia -dijo en cuanto la mujer se acomodó a su lado.

– ¿Por qué dices eso?

– He estado leyendo sobre los otros casos y he analizado las fechas. Más de la mitad de los asesinatos los ha cometido en fin de semana.

– Como dices, es la mitad. Los otros han sido en medio de la semana.

– Sí, pero ésos siguen una línea más o menos recta, la de un desplazamiento, y se producen casi seguidos. Esto nos indica que viajaba, que cambiaba de residencia. Pero en el momento que se asentaba, al menos por un tiempo, mataba los fines de semana y formando un círculo con el centro en el pueblo donde vive.

– Eso no lo habríamos descubierto. Enrique, no debiste dejar la federal. Si quieres, yo te ayudo a regresar.

– No, Marcia. Éste es un caso especial, porque el tipo se metió en mi jurisdicción. Pero una vez terminado, yo sigo apresando ladrones de gallinas.

Un agente entró en el comedor, corriendo. Se detuvo a unos pasos de la puerta, miró hacia la mesa de los murmuradores y luego ubicó a los jefes. Fue hacia allí con rapidez y se quedó un momento ante ellos, sin decir palabra, recobrando el aliento.

– Le hemos localizado, jefe -comunicó, por fin, de corrido.

– ¿Dónde está?

– Fue a Molinar. Un conductor le identificó.

– Se terminó el desayuno -les dijo la teniente a sus hombres-. Nos vamos a Molinar. Reunid a los hombres. Necesitaremos a todo el mundo.

Ella no había probado bocado, por lo que se guardó un pan dulce en el bolsillo y se puso otro entre los dientes, que fue comiendo camino a la calle. Todos salieron y se metieron en sus autos. Al cabo de unos segundos, la silenciosa carretera, aún bajo la penumbra del amanecer, se llenó de rugidos de los motores. Salían rumbo a Molinar, con el sigilo que caracteriza a la Policía federal. No hicieron sonar las sirenas, quizá porque se les olvidó.

No tardaron mucho en llegar a su destino, ya que los motoristas de la Policía de carreteras les abrieron paso. Si se trataba de una operación encubierta, todo el mundo entre Arteaga y Molinar se enteró que los federales llegaban.

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