Erlantz Gamboa - Caminos Cruzados

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Un matrimonio de un pueblecito mexicano aparece brutalmente asesinado en su propia casa. Nadie puede hacerse a la idea de que estas cosas que suceden normalmente en la capital hayan acabado pasando en la tranquila población y menos que nadie el encargado de la investigación policial, Carvajal. Es entonces cuando aparece la agente de la policial federal, Marcia de Valcarcel, que informa a Carvajal de que el crimen se corresponde con el modus operandi de un asesino en serie al que hace bastante que persigue y al que ha apodado Calígula.
Por otro lado, en un pueblo cercano aparece una anciana con el cuello roto y con la caja fuerte donde guardaba sus joyas desvalijada. En esta ocasión es el teniente Arturo Palacios quien irá detrás del asesino «mataviejitas».
Las historias de las dos investigaciones se van entretejiendo con agilidad en la novela que resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Negra L'H Confidencial 2010. En palabras del jurado «destaca el buen ritmo narrativo y la buena dosificación de ingredientes de la historia, que convierten Caminos cruzados en una novela ágil y con unos hilos argumentales bien trabados, que aseguran el interés de la historia hasta la última página».

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– Pues vamos a la cocina. ¿O prefiere en la sala?

– Donde usted guste señora.

– Como le digo, no le gusta venir al pueblo. Y eso que él nació aquí. Pero es que su esposa…

– No tiene caja fuerte -dijo Claudio-. Así que yo puedo encargarme de ella.

– Además, yo no podría, porque acabado el trabajo, debemos salir corriendo.

La pareja estaba en la habitación del hotel, sobre la cama, él desnudo y ella con un camisón transparente. Habían cenado poco antes, y era el momento de narrar sus experiencias y planes. Él comió en Molinar, ya que la señora Cabañas no le dejó ir en un buen rato, en el que le contó su vida y obra, la de sus hijos y nietos, y por fin, sin que él «lo sugiriera», le mostró el collar de la abuela, su preciada joya. Y de paso, también sacó la cubertería de plata, la que le regalaron sus padres con ocasión de su boda, hacía casi sesenta años.

– Tendría que ser el domingo -dijo Susana-, por la noche, después de cerrar.

Saltó de la cama y fue a la cómoda que estaba frente a la cama. Allí había tres pelucas colocadas sobre los soportes de alambre: una era de tono rubio platino; otra, negro azabache; la tercera, pelirroja, de un tono pálido, como rosa.

– Usaría la negra. Hace ya algún tiempo que no me la pongo. ¿Cómo me veo?

Susana se colocó la peluca, se miró al espejo y luego dio media vuelta. Claudio bostezó, pero acertó a decir:

– Tan guapa como siempre. Si es de noche, la peluca te ayudará. Usa ropa oscura y gafas.

– Voy a entrar por detrás, por el callejón. La puerta no ofrecerá dificultad, porque la cerradura es de las sencillas.

– ¿No cierran por dentro?

– La principal sí, pero salimos por atrás. Y solamente le echan la llave.

Claudio estaba pensativo, y ella lo advirtió. Se quitó la peluca, fue a la cama y lo abrazó.

– Si damos los dos golpes, será suficiente para mi boutique.

– No me gusta que sea el domingo. Sería mejor el sábado.

– ¿Por qué?

– Primero, porque el domingo no trabajan las gaseras, y será sospechoso que vaya a revisar. Me refiero a los vecinos. Incluso ella no esperará verme un domingo con ropa de trabajo.

– Vete con ropa normal.

– Sí, pero es más fácil reconocerme. ¿Y los guantes? Sin ellos, dejaría huellas. Hoy no, porque solamente me quité los guantes para coger la taza del café, y luego, en un descuido, limpié el asa con el pañuelo.

– Puedes llevar guantes de goma, los más ligeros, metidos en el bolsillo. Llamas al timbre con un pañuelo. Lo puedes llevar en la mano, como si tuvieras tos.

La mujer no aceptaría una negativa. Ella tenía en la mente su boutique, y si el modo de que se convirtiera en realidad era que él efectuase aquel trabajo, habría que buscar la forma de llevarlo a cabo.

– Puede ser. Y de noche me vería mal con gafas oscuras.

– ¿Por qué no llegas a media tarde y te escondes? ¿No hay un lugar para hacerlo?

– Podría ser detrás de la casa. Lo voy a pensar. Hoy es jueves. Veré que excusa invento para ir con la señora, y cómo hago para ocultarme.

– Sí, cariño. Yo lo tengo todo pensado.

Susana volvió a bajar de la cama. Dio unos pasos de baile por la habitación, demostrando que estaba eufórica. Luego se acercó a la piecera y comenzó a explicar, lentamente, con misterio:

– Guardan la combinación bajo la caja registradora. No sé cómo todavía necesitan leerla. En un descuido le eché una ojeada y vi los dos primeros movimientos: izquierda seis y dos vueltas a la derecha. Pero no necesito aprenderla, porque no se la llevan a su casa. Estará allí el domingo.

– ¿Y si cambian de opinión?

– Por si acaso, intentaré verla. La sacan al menos dos veces al día. Mañana comienza el fin de semana, y lo harán varias veces. Será el momento para que ponga atención.

– ¿No desconfían de que quieras ayudarlas este fin de semana?

– No. Ellas mismas me ofrecieron que me quedase para ver cómo funcionan cuando hay mucha venta. Les viene bien que las ayude.

Para celebrarlo, dio otras dos vueltas en redondo y regresó a la piecera. Claudio conocía su carácter y su manera de comportarse, por lo que sabía que estaba disfrutando de su éxito por anticipado. No cortaría su entusiasmo; dejaría que ella misma diera por terminada su celebración.

– La cerradura de atrás, como te he dicho, no dará problemas. Lo único malo es que desde la boca del callejón se distingue perfectamente la puerta, y cualquiera que pase puede verme. He pensado poner unas cajas de cartón. Bastará con dos, porque me puedo agachar.

– Eres maravillosa. Voy a extrañar, cuando tengamos la boutique, estos momentos en los que planeas tus golpes. Lástima que cuando hay cajas fuertes yo no pueda ayudarte. Soy muy torpe para eso.

– Cariño, tú te ocupas de los otros casos. Bueno, pues con esto, sería todo. Tú me esperas fuera, con el coche en marcha. Incluso podrías llevar las cajas, antes de que yo llegue, y apilarlas. Luego te vas al auto y me esperas.

– ¿Antes de que llegues? Bueno, es posible. Venden cajas que se arman en unos segundos. Y para esa hora yo ya habré terminado mi trabajo. Espero que no lo descubran hasta el día siguiente. Me dijo que de noche no recibe visitas.

La mujer fue hacia la cama, acercó sus labios a los de él y le dio un beso. Claudio intentó abrazarla, pero ella se escurrió entre sus brazos.

– Un momento más, amor. Antes quiero repasar mi plan, para que no tenga fallas.

– ¿Qué fallas puede tener? Cuando estés dentro, vas a la caja, la abres y te llevas todo lo que hay dentro. Lo metes en una bolsa de plástico y sales.

– Me pueden ver al salir. Si llevo la bolsa, puede ser sospechoso.

– Te doy unos minutos y acerco el coche a la boca del callejón, con lo que tapo la vista. Y te puedo hacer señas, cuando no pase nadie.

– Eso me parece bien. No creo que haya nada más que planear.

– Pues ven a la cama y dejamos el trabajo para otro momento. Vamos a pasar un rato divertido.

– Tú ya sabes dónde están las cosas de la señora, ¿no?

– Te he dibujado la casa entera. Ella guarda el collar en su cuarto. No sé dónde, pero no hay caja fuerte. Lo pondré patas arriba, y ya. La cubertería está en la sala. Y no pienso llevarme nada más.

– ¿No irá alguien a visitarla?

– No van durante el día, así que menos en la noche. No te preocupes por eso. De lo mío, yo me encargo. ¿He fallado alguna vez? He suspendido algún golpe, si he barruntado algún peligro, pero nunca he fallado. Ven ya, que tengo sueño.

La mujer se puso de rodillas en el extremo inferior de la cama y comenzó a reptar hacia su esposo. Claudio bostezó.

Era viernes por la mañana. Antes de las nueve, el trío de Palacios estaba a la puerta de la joyería Bruselas, en la calle Moliere, de San Pedro. No habían intentado localizar a don Simón, por teléfono, porque el teniente quería hablar cara a cara y no concederle la posibilidad de pensar.

Fue un joven flaco y despeinado quien levantó la persiana y luego abrió la puerta. Los tres detectives irrumpieron en el establecimiento. Tras un mostrador se hallaba don Simón, un hombre de más de setenta años, medio calvo, con algo de pelo blanco sobre las orejas, y otro poco sobre el labio superior. El hombre era madrugador como pocos. A él le asombró que estuviesen esperando a que abrieran, lo que significaba mucha urgencia por comprar. Los que llegan antes de que se abra una joyería, son compradores seguros, no gente que va a perder el tiempo.

– ¿En qué puedo servirles? -preguntó.

– Somos de la Policía, don Simón -anunció el teniente.

– ¿La Policía…? Yo nunca compro a particulares, sean o no robadas las joyas.

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