Erlantz Gamboa - Caminos Cruzados

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Un matrimonio de un pueblecito mexicano aparece brutalmente asesinado en su propia casa. Nadie puede hacerse a la idea de que estas cosas que suceden normalmente en la capital hayan acabado pasando en la tranquila población y menos que nadie el encargado de la investigación policial, Carvajal. Es entonces cuando aparece la agente de la policial federal, Marcia de Valcarcel, que informa a Carvajal de que el crimen se corresponde con el modus operandi de un asesino en serie al que hace bastante que persigue y al que ha apodado Calígula.
Por otro lado, en un pueblo cercano aparece una anciana con el cuello roto y con la caja fuerte donde guardaba sus joyas desvalijada. En esta ocasión es el teniente Arturo Palacios quien irá detrás del asesino «mataviejitas».
Las historias de las dos investigaciones se van entretejiendo con agilidad en la novela que resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Negra L'H Confidencial 2010. En palabras del jurado «destaca el buen ritmo narrativo y la buena dosificación de ingredientes de la historia, que convierten Caminos cruzados en una novela ágil y con unos hilos argumentales bien trabados, que aseguran el interés de la historia hasta la última página».

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Palacios esperó a ver la reacción que aparecía en la faz de la mujer, pero ésta no denotó sorpresa o asombro, sino que aguardó a que el teniente le ampliase la pregunta, si es que preguntaba, o su afirmación, si es que no esperaba su respuesta.

– Era una pelirroja -añadió Palacios-. ¿La recuerda?

– Sí. La recuerdo. Pero no entiendo qué quiere preguntarme sobre ella.

– Lo primero: ¿quién es esa mujer?

– Una vendedora de joyería, que quería venderme unas joyas bastante caras. Sigo sin entender, teniente.

– Yo tampoco entiendo nada, señora.

Evelio miró al detective con expresión de pocos amigos. Él tampoco estaba comprendiendo lo que pasaba, y le parecía estúpido que les hubiera hecho ir a aquella cita para preguntar sobre una vendedora de joyería. Lo manifestó sin dilación:

– No me parece bien que nos haya hecho venir, en un momento como éste, para una verdadera bobada.

– No es una bobada, señor. Si digo que no entiendo es porque me parece muy extraño que una vendedora de joyería estuviera en San Pedro con su esposa, y luego en Manzanos, con su suegra, días antes de su muerte.

Los esposos se quedaron boquiabiertos. Pereira estimó que ellos ignoraban que la pelirroja estuvo con la señora Núñez. Con un cabeceo, le comunicó a su jefe que ellos no fingían el asombro. El teniente asintió; estaba de acuerdo con su deducción.

– ¿No lo sabían? -preguntó Palacios.

– ¿Y cómo lo íbamos a saber? -exclamó Sofía.

– ¿Usted le dio la dirección de su madre?

– ¡No! ¡Por supuesto que no!

– ¿Y tampoco le insinuó que su madre pudiera querer invertir sus ahorros en joyas?

– ¿Cómo cree que yo…?

– Cariño -Evelio le agarró de un brazo-, el teniente debe preguntar eso. Así que no te enojes y di le simplemente que no.

– No -dijo la mujer-. Yo comí con ella, porque insistió en invitarme, pero no la mandé aquí. Le dije que no me interesaban sus joyas, y ya.

– ¿Y no le dio detalles extras, tales como que usted nació aquí, que su madre vivía en este pueblo o…?

– Pues… -Sofía se quedó pensativa.

– Quizás ella le fue sacando información, sin que usted lo advirtiera.

– Es posible… Yo… Sí, creo que hablamos de nuestros pueblos. Ella me dijo que era de… cerca de Villegas. Y luego… Me parece que le hablé mucho de Manzanos y de que aquí vivía mi madre.

– ¿Y quizá que estaba sola y que cobraba una pensión, o que guardaba sus joyas en una caja fuerte? Si hablaban de alhajas, eso era inevitable.

La mujer palideció. Pereira anotó el dato. Evelio salió al rescate de su esposa.

– ¿Cree usted que ella la asesinó?

– No estamos seguros, pero sí que sabemos que estuvo aquí al menos dos veces y que su suegra la dejó entrar en la casa. El resto lo imaginamos.

Sofía comenzó a llorar. Su esposo le pasó un brazo por la espalda. Palacios aprovechó para hacerle una seña a Pereira. Éste movió la cabeza de arriba abajo. La mujer no sería cómplice, pero había ayudado mucho a la pelirroja, aunque involuntariamente.

– No fue su culpa, señora -dijo Palacios-. Los estafadores normalmente son muy astutos y cogen desprevenidas a sus víctimas. Tienen mucha habilidad para obtener información. Su madre guardaba algo en la caja fuerte, y eso motivó a la pelirroja a trazar un plan. ¿Qué era y cómo pudo enterarse de su existencia?

– Tenía una pulsera muy valiosa -especificó Sofía-. Y no sé cómo pudo enterarse esa mujer. Yo no se lo dije. Hablamos de muchas cosas, pero estoy segura de que no se mencionó la pulsera.

– ¿Quién conocía la existencia de la pulsera, además de usted?

– Mi hermana, por supuesto. No sé si…

Evelio había fruncido el ceño. Mario no se enteraba de mucho, pero leía en el rostro de Pereira que eso significaba algo. Y así era, pues el hombre dijo:

– Hace cosa de seis meses, tú llevaste la pulsera a San Pedro, para reparar el cierre.

– Sí. Pero estuvo en la joyería de Don Simón, y él es de suma confianza.

– ¡Ya lo tenemos! -exclamó Pereira para sorpresa de todos-. La joyería es el nexo de unión. Un empleado de la joyería tuvo acceso a los datos de quienes les confiaron alhajas.

– Exacto -confirmó Palacios-. Alguna razón debía de haber para que matasen ancianas con nada en común. Ahora necesitamos saber si las otras también llevaron joyas a reparar o a evaluar.

– Entonces, la mujer buscaba la información de la caja fuerte -propuso Evelio.

– Más o menos, la certeza de que la joya estaría en la caja fuerte. Si la madre de Sofía no tenía problemas económicos, lo que ella averiguó en la comida, lo lógico era que la pulsera estuviera allí, que no la hubiera vendido. Y, además, necesitaba información adicional, para acercarse a la señora Núñez.

– ¿Y por qué le permitiría mi madre entrar en su casa?

– Porque se presentaría como empleada de la joyería, y que conocía bien la pulsera. Eso nos lleva a alguien que trabajó en la joyería. ¿Le mencionó la mujer al dueño, el tal…?

– Don Simón -leyó Pereira.

– No lo recuerdo. Aunque es muy posible, porque me dijo que conocía a la mayoría de los joyeros de San Pedro.

– Ya no es tan misterioso el asunto -opinó Pereira.

– Efectivamente. Señores -Palacios se puso en pie-, su ayuda ha sido muy valiosa.

– Nos agrada saberlo -dijo Evelio-. Si hemos colaborado para que agarren a la asesina, estaremos felices.

– Y ahora… -el teniente miró a Pereira-, nosotros tenemos mucho trabajo pendiente. Tú -le ordenó a Mario-, llama a San Pedro y que investiguen en la joyería de don Simón. La señora nos proporcionará los datos.

– Con mucho gusto.

– Y nosotros vamos a hacer la prueba que tenemos pendiente.

Pereira se puso en pie. Era lo que más le gustaba: buscar a una mujer alta y delgada que quisiera cooperar con la Policía en una prueba muy sencilla. Y si estaba soltera y aceptaba tomar una copa con él, mucho mejor.

– Oiga, teniente… -Sofía se dirigía a la puerta cuando se detuvo y llamó a Palacios-. Por cierto, ¿cómo supieron ustedes que comí con ella?

– Nunca revelamos nuestras fuentes.

– ¿Su fuente se llama, por casualidad, Adriana?

– No sabría decirle, ya que eso lo investigaron en San Pedro.

– Seguramente fue ella. Por cierto, la mujer me dio su tarjeta, para que la llamase si me decidía.

– ¿Y guarda usted la tarjeta?

– Es posible, pero en mi tarjetero de la oficina. Llamaré a Adriana para que la busque.

– Nos haría usted un gran favor.

– Y de paso, le daré a Adriana las gracias por su ayuda.

Palacios movió el índice derecho de lado a lado, en un gesto de negación, a la vez que decía:

– Recuerde que es su deber cooperar con la Policía en una investigación por asesinato. No sé qué métodos usaron en San Pedro, pero ella solamente cumplió con su deber.

– Lo tendré en cuenta.

Pereira, en cuanto salieron los esposos, preguntó:

– ¿Por qué iría de pelirroja en ambas ocasiones: con la hija y con la madre?

– Porque si una hablaba con la otra, y la mencionaban, la persona en cuestión debía ser la misma. Eso haría confiar a la anciana -explicó el jefe.

– Suena. Entonces, se presentó como una empleada de la joyería. Conocía la joya y al joyero, además de a la hija. ¿Habrá sido así en los otros casos?

– Eso es algo que…

– Yo debo averiguar -completó Pereira, sonriente.

Claudio subió a su auto, a las diez de la mañana, después de desayunar, y condujo hasta Molinar. Al cabo de veinte minutos estaba en el centro de la población, en donde preguntó por una dirección. Le indicaron que era por la salida sur, en un conjunto residencial de clase media. Se dirigió hacia allí.

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