Manuel pasó seis meses en un calabozo, y luego le pusieron en la calle, de civil y sin pensión de retiro. Eso acrecentó su odio hacia las mujeres, de las que no podía separarse, aunque tampoco podía vivir a su lado. Lo malo es que no pudo matar a la sargento, aunque era una tarea pendiente, y de paso, o en otra ocasión, se encargaría del soplón.
Una vez que estuvo fuera del Ejército, se puso a trabajar en lo que conocía: los automóviles. Había reparado jeeps y algunos camiones, y de civil continuó con ello. Era una profesión con varias ventajas: le pagaban bien, le daban empleo en cualquier parte y no le pedían referencias ni documentos. Se iba cuando quería y nadie le hacía preguntas.
Aquella mañana, en Molinar, salió en busca de empleo. Recordaba un taller mediano, en donde ya había hecho una prueba, y se dirigió a él. Charló un momento con el dueño, que le pidió que echase un ojo a un auto coreano que se resistía a funcionar. A las cuatro de la tarde ya tenía empleo; además, el dueño del taller le pagó el día y le quedó agradecido por haberle solucionado el problema. Manuel arreglaba algunos autos particulares de sus superiores, no únicamente jeeps y camiones.
Cuando cerraron el taller, los compañeros le llevaron a un bar, para celebrar que se unía al grupo. Allí tomaron bastante. Manuel se fue subido a un taxi, que le llevó al hotel, adonde llegó a gatas. Le metieron en la cama entre dos mecánicos, que no estaban mucho más lúcidos que él. Fue un buen recibimiento. Aquello le ayudó a disipar toda la presión acumulada.
Al día siguiente, volvió a trabajar en el taller, y por la tarde no fue a celebrar nada, sino a comprar ropa. Había decidido que ya era hora de cambiar de aspecto. Por otra parte, uno de los mecánicos le dijo que conocía un lugar en donde había un buen surtido de putas, y que le llevaría aquel fin de semana. Manuel respondió que sería el siguiente, ya que tenía que desplazarse a Ciudad Valdés a visitar a unos parientes. Por una parte: no quería entrar en un terreno en el que podría quedar en ridículo; por otra: seguía pensando en la rubia y en que quizá la suerte le hiciese tropezar con ella en Arteaga, adonde iría aquel fin de semana. Si no la veía, posiblemente fuera porque habían continuado su viaje hasta Ciudad Valdés, adonde viajaría el siguiente sábado. No «actuaría» en Molinar, donde trabajaba y vivía. La población no era grande, y pronto tendría que emigrar. En cambio, Ciudad Valdés, que tenía muchos más habitantes y una población flotante muy alta, era ideal para pasar desapercibido.
– Tal vez otra semana -le dijo a su compañero-. Mis tíos me invitaron ésta. Hace mucho que no me han visto.
Susana estaba en la boutique de las Martínez, de la que se declaró asidua visitante, ya que no cliente. Desde que se detuvieron el día anterior, buscando un refugio en el que librarse del demente, la mujer no se había despegado de la madre y de la hija, las dueñas del negocio. En menos de veinticuatro horas se había convertido en amiga íntima de ambas, y no perdía ocasión para charlar con ellas. Les había contado su proyecto en Ciudad Valdés, y las mujeres se ofrecieron desinteresadamente a enseñarle cómo manejar el negocio. Por su parte, Claudio vagaba por la ciudad, sin otro quehacer que leer el periódico y tomar café en algún bar, observar a las jovencitas y reunirse con su esposa en el hotel, para desayunar, comer o cenar juntos.
– Me he enterado que los viernes y los sábados son los días de mayor venta. Y tampoco les va mal el domingo -le explicaba Susana a su esposo, durante la cena.
– Será porque los demás días la gente trabaja.
– No. Es porque pasa mucha gente por la carretera, y paran a comprar algún regalito.
– ¡Ah! Como si fuese una gasolinera rumbo a una playa. Tenemos que pensar en eso, porque si ponemos la boutique en un lugar sin tráfico de fin de semana, quizá no hagamos negocio.
Claudio lo decía de broma, pero la idea cuajó en la mente de Susana, que de inmediato la hizo suya. Era algo propio de ella, tanto lo de robar ideas como lo de tomarse en serio lo que él consideraba guasa.
– Es cierto, cariño. Nunca habíamos pensado en eso.
– ¿Y qué más has averiguado?
– Que los bancos no abren el fin de semana, por lo que el dinero se debe guardar en un lugar seguro.
– ¿Tienen caja fuerte?
– Sí, en la trastienda. Cuando hay billetes grandes en la caja, los van pasando allí atrás, por si sufren un asalto. Como está a pie de carretera, hay que desconfiar. El lunes a primera hora lo llevan al banco.
– ¿Y no tienen miedo de que les roben?
– No. En este pueblo no hay ladrones.
– ¿Y los asaltos? ¿No dices que lo guardan en la caja fuerte por temor a los asaltos?
– Sí, pero de esos tipos que van en sus coches por la carretera, que se detienen y te amenazan con una pistola. Como los que atracan gasolineras, no la gente de este pueblo.
– Buen lugar para quedarse. Lástima que ya hay una boutique. No será igual en Ciudad Valdés. Allí sobran los rateros.
– Estoy aprendiendo mucho de esta gente. Hemos tenido suerte de parar aquí.
– Pensé que se debió a la desgracia de toparnos con un loco.
– Sí, pero al final nos ha venido muy bien. Nos podemos quedar unos días, mientras aprendo.
– ¿Y lo de Molinar?
– ¿Por qué no vas tú y te entrevistas con el pariente de ese tipo? Quizá no te interese lo que pueda ofrecer. No pierdes nada con ir, ya que está muy cerca.
– Me parece bien. Iré mañana. Pero no podremos dedicarnos a él, si tú insistes en quedarte aquí.
– Cuando sepamos lo que hay en Molinar, decidiremos.
Claudio, como siempre, se desentendió del negocio y dejó que ella se encargase de los sueños.
Cuando, al día siguiente, terminaron de desayunar, abandonaron el restaurante del hotel y se detuvieron en el vestíbulo, para despedirse; Susana iría a la boutique, y él daría unas vueltas por el pueblo.
– Llevo conmigo la pulsera -dijo ella-. Les pediré que me la guarden en su caja fuerte. El hotel no es buen lugar para dejarla, y resulta arriesgado llevarla encima.
– Imagino que es una caja… muy segura.
Susana sonrió, le dio un beso a su esposo y se dirigió a la salida del hotel.
– Si no lo fuera, ella no metería sus joyas -musitó él.
Marcia llegó a Figueroa al anochecer del jueves. Fue directamente a la comisaría, donde le esperaba el Gordo. Como ya eran «íntimos», el jefe la recibió con besos y abrazos, después de cerrar la puerta, para que Torres imaginase, pero sin ver.
Ella le detalló lo que habían conseguido sobre Calígula, que no era mucho, y le relató la última abominación del tipo. Luego se fueron a casa de Carvajal, sin preguntar si había cuartos disponibles en la fonda. Y allí se olvidaron, por un buen rato, de lo cochina que es la vida y de que si todo el mundo fuese honrado, decente y virtuoso, no harían falta policías.
Por la mañana, Josué, inteligentemente, apareció en casa del Gordo, al dar por sentado que su jefa estaría allí. ¿Para qué dar vueltas por el pueblo si sabía dónde buscar?
– ¿Quieres un café? -le ofreció Carvajal-. Marcia se está duchando. En cuanto termine, nos vamos. Desayunaremos camino de la base militar.
– ¿Usted cree que puede ser un militar?
– Posiblemente. También puede tratarse de alguien que ha aprendido a conducir sin obtener el permiso. Hay que investigar en todas partes.
– Eso sí -concordó el detective.
– ¿Qué han sabido de los conductores? ¿Alguno ha llevado al tipo ese?
– Por el momento no hemos hallado a ninguno. Ahora que sabemos que viaja con camioneros, hemos dado la alarma entre ellos.
Читать дальше