– Buena idea.
Marcia salió recién bañada y oliendo a perfume de policía, ese que parece aceite de engrasar las armas. Carvajal se había bañado antes, algo que no hacía si no era domingo; pero le había parecido que era imprescindible para visitar a los militares. Incluso se puso una camisa nueva y limpia, de uniforme, si bien dejó el pantalón raído, porque no tenía otro que pareciese oficial. La mezcla debía de ser para no verse mal, pero sin dejar su calidad y antigüedad de lado.
– ¿Vamos a desayunar? -preguntó Marcia, después de darle la mano a su ayudante.
– De camino a la base -anunció el Gordo-. Hay un buen lugar a unos pocos kilómetros de aquí.
Los recibió el capitán Salvador Gutiérrez, el conocido de Carvajal. Habían estudiado en la misma escuela, de niños, aunque el Gordo iba un curso antes. El militar era, pues, un año más joven; pero, por su constitución delgada, atlética, y por conservar la cabellera, parecía tener muchos menos años que el jefe. Fue amable con el trío, pero les anunció que no podía atenderlos personalmente, puesto que le esperaban en una junta, por lo que el sargento Miranda les mostraría su archivo.
El sargento era un joven delgado, elástico, muy parlanchín, que fue narrando, desde la oficina del capitán hasta donde estaban las computadoras, cómo estaban organizados en cuanto a información. No dijo que se debiera a él, aunque lo dejó a la imaginación de los visitantes. Cuando estuvieron ante unas terminales, no muy modernas y que contradecían la propaganda que hizo el sargento, se sentaron. Miranda les mostró cómo acceder al banco de datos. Solamente había una posibilidad con un único menú, pero él quiso mostrarles que era experto.
– ¿Cómo es el hombre? -preguntó.
– Mide más o menos un metro ochenta -comenzó la teniente, como con una lección aprendida-, tiene el pelo negro, la faz delgada y los ojos hundidos.
– Y es un psicópata -añadió Josué.
– Seguramente fue expulsado -dijo el sargento, para no reconocer que el Ejército podía albergar psicópatas.
– Mejor si le hubiesen fusilado -opinó Carvajal.
El sargento tecleó la palabra «conductor» y la estatura. Durante unos minutos, los cuatro estuvieron atentos a la terminal, que no dejaba de pensar, lo que se notaba porque había un pequeño rombo verde iluminado. Por fin, llegó la respuesta.
– Hay, o ha habido, 118 conductores que miden entre 1,75 y 1,80 -dijo el sargento.
– Son muchos, pero tenemos tiempo para ver sus rostros.
– ¿No tienen otro dato importante que podamos darle a la computadora, para reducir el número de sujetos? -preguntó el sargento.
– ¿Todos tendrán el cabello negro? -aventuró Marcia.
– La mayoría. Ya ven que no somos alemanes.
Todos aceptaron que no eran nórdicos y que el cabello negro no aportaba una característica definitoria. Tampoco serviría de mucho decir que la tez sería tostada o los ojos oscuros.
– ¿Y si elimina a los que siguen en activo? -propuso el jefe.
– Sí, es buena idea.
El sargento tecleó la palabra «baja», y el rombo se iluminó nuevamente. Tardó poco en la segunda ocasión. Todos leyeron el número, pero para sí.
– Treinta y ocho -dijo el sargento.
– ¿Y tienen las fotos? -preguntó Marcia.
– ¿Le has visto en alguna ocasión? -inquirió Carvajal.
– No, pero me lo han descrito varias veces.
– Veamos las fotos -aceptó el sargento.
Comenzaron a pasar las fotos de los treinta y ocho posibles Calígulas. Pronto se descartaron a los que no eran flacos, con lo que quedaron nueve. Miranda se disponía a iniciar la segunda pasada cuando Marcia le detuvo.
– Hay un tipo que tiene una mirada muy extraña -dijo-. Páselos lentamente.
No eran muchos, por lo que pronto llegaron al que ella quería volver a ver. Era flaco y de mirada casi insultante, provocadora. Con el corte de pelo militar no se parecía mucho a quien describían los testigos, y el uniforme no ayudaba mucho.
– ¿Se fue o le echaron? -preguntó la teniente.
– Fue dado de baja -leyó el sargento, en la pantalla.
– ¿Y puede averiguar por qué motivo?
– Por supuesto. -Pulsó una de las teclas de la parte superior del teclado y puso el cursor en la palabra «baja», y apareció el historial del ex militar-. Golpeó a un superior, una mujer, por un comentario sobre su persona.
– ¿Qué tipo de comentario? -insistió la teniente-. Muchos psicópatas reaccionan con violencia ante comentarios sobre su persona, pero me gustaría saber específicamente cuál.
– Esa parte debo verla en el expediente.
– ¿Y es rápido? -preguntó Carvajal.
– Regreso dentro de unos minutos.
El sargento salió, y los tres policías se quedaron absortos en la fotografía de Manuel Sarabia, un conductor que sabía de mecánica porque tomó varios cursos en el Ejército, y a quien le dieron de baja por agredir a un superior.
– Eso favorece mi teoría de que no tiene permiso de conducir -les recordó el jefe-. Aquí les enseñan todo, y para manejar un jeep no les envían a examinarse al Departamento de Vehículos. El Ejército los capacita y les entrega permisos para sus unidades.
– Pero eso se aplica a todos ellos -opinó Josué-. Este tipo es uno más.
– Sí, pero con cara de asesino -dijo Marcia.
Miranda no tardó en aparecer con unas hojas en las manos. Se detuvo ante el trío y comenzó a leer:
– La sargento primero María Fuentes fue amonestada y arrestada por burlarse del sargento segundo Manuel Sarabia. Según unos testigos, ella se mofó de su escaso… armamento. No se refiere al arma reglamentaria.
– Hemos entendido, sargento -dijo Carvajal.
– ¡Es él, es él! -gritó Marcia-. Hay que enviar esos datos al psicólogo de nuestro departamento. Pero seguro que es él. Sin duda.
– Necesitamos sus huellas dactilares, para asegurarnos -le dijo Carvajal al sargento.
– En el ejército no se ficha a los reclutas. Nuestra Policía no se parece en nada a la civil, así como tampoco nuestros métodos, sean los de averiguación o los procesales.
– Entonces, una fotografía.
– Eso sí. Le daremos una copia a todo color y todos los datos de Sarabia.
Aquello bastaba por el momento, al menos para Marcia, que podía jurar que aquel tipo era a quien buscaban. Lo de la sargento reforzaba su instinto para leer en los ojos, ese hombre miraba como si dentro de él hirviese el odio.
Pereira abrió la puerta, y entraron Sofía y su marido, Evelio. Se notaban nerviosos, y aún no sabían para qué era aquella reunión, sobre qué les interrogarían o de qué podrían informarlos. Si tenían algo que ocultar o no, el nerviosismo hacía sospechar que eran culpables, sin determinar de qué; aunque podía deberse a que acababan de regresar de un sepelio, y nadie se ve feliz después de eso.
– Siéntense -dijo Palacios, señalando unas sillas y un sofá.
El dueño de la fonda le había ido proporcionando más comodidades, con la intención de que se quedase un buen tiempo. No se alquilaban todos los cuartos casi nunca, y tener a alguien fijo le parecía un milagro. Ocupaban cuatro cuartos entre los tres: el personal de cada uno, más el que servía de oficina. Por otra parte, Genaro, el propietario del hostal, albergue, posada o fonda, era bastante cotilla, y tener a la Policía en su establecimiento le permitía la licencia de inventar que le hacían confidencias sobre el caso de la anciana, y, como además, era dueño de un bar, recibía a muchos interesados en las noticias, más inventadas que reales.
– ¿De qué se trata? -preguntó Evelio.
– Tengo que hacerle unas preguntas a su esposa.
– Le responderé lo que sepa -aseguró Sofía.
– Es sobre una mujer con la que usted comió hace un par de meses, en San Pedro.
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