Las calles, anchas y arboladas, tenían nombres de países del mundo. Él buscaba Suecia y dio varias vueltas para hallarla. No estaban por orden alfabético, sino en una estudiada mezcolanza. Era una de las de los extremos, por lo que al final de ella se topaba con la valla que delimitaba el barrio.
La casa de la familia Cabañas estaba en el centro de la calle, a mano derecha. Era muy parecida a las otras, tan sólo se diferenciaba por el color y el arreglo del jardín. Y la diferencia estribaba en que los Cabañas la arreglaban poco. Para la señora era una tarea imposible; por otro lado, quizá no quisiese gastar en un jardinero.
– La vieja vive sola -musitó Claudio.
El hombre condujo despacio ante la casa, reteniendo cada detalle que se pudiera apreciar desde la calle. No se detuvo, como si buscase una dirección o una fachada en concreto. Dio media vuelta al llegar a la tapia, salió a la principal y condujo hasta llegar a un pequeño parque. Allí detuvo el vehículo, abrió el maletero, extrajo una bolsa de deporte y se adentró en el parque. Un cuarto de hora más tarde, Claudio regresó al auto, vestido con un mono naranja, con una gorra del mismo color, calada hasta las cejas. Metió el bolso en el portaequipajes, lo cerró y caminó por la calle Austria. Mientras se acercaba a Suecia, se fue poniendo unos guantes de trabajo y luego se puso unas gafas oscuras. Lo primero era lógico por la profesión que proclamaba la ropa de trabajo, y lo segundo por el sol que golpeaba duramente aquella mañana.
– Veremos que nos cuenta la señora Cabañas -dijo, entre dientes.
Palacios estaba con Manuela, ante la casa en la que trabajaba. Los acompañaba la patrona de ella, que parecía interesada en ver las evoluciones de los detectives. Y cerca, lo que les permitía un cordón policial, se había congregado medio barrio, como si se rodase una película. Es que nunca antes habían presenciado una actuación así, gratis y en plena calle.
Pereira se encontraba a dos calles, acompañado de una mujer alta, delgada, de unos treinta años, a quien había «fichado» la noche anterior, en una tienda de regalos. Al principio, no pareció muy convencida de trabajar para la Policía, y menos gratis, porque ella pagaba impuestos y las autoridades se los gastaban alegremente. Así que si querían su colaboración, sería con la premisa de que participase en el reparto del erario público. El detective acordó cincuenta dólares por un rato, y ella se vistió de gasero. Ya que tenía la cabellera larga, aunque de color castaño, servía de prueba para comprobar si ésta se ocultaba dentro de la gorra. Se escondía perfectamente, de manera que pasaron a la segunda parte: gorra, gafas oscuras y bajar de un auto ante la casa de la difunta señora Núñez. Podía llegar caminando por la calle, pero Manuela la vio de espaldas, porque salió justo cuando el gasero llegaba ante la fachada de la casa. Si caminaba por la acera, la vería de perfil, con lo que podía apreciar sus facciones femeninas.
La mujer bajó del automóvil, con los guantes puestos y la caja de herramientas, y se dirigió a la parte trasera de la casa. Palacios estaba atento al rostro de Manuela. Ésta anticipó, con un cabeceo, lo que luego puso en palabras:
– Sí, se parece mucho. Es de la misma altura que el otro hombre, y casi igual de delgado.
– ¿Muy parecido? -insistió el detective, enfatizando el masculino.
– Mucho. Caminaba un poco más lento, como buscando algo. Éste va más rápido, sabiendo hacia dónde va.
– ¿Éste? -Palacios sonrió, porque ella no había cambiado el género de la persona en cuestión-. ¿El otro era más masculino, más fuerte o… algo?
– No. Muy parecidos los dos.
– ¡Pereira, que se dé vuelta!
Pereira fue hacia la mujer, que esperaba en el punto en donde, si doblaba hacia el patio trasero, ya no se la vería, y le indicó que se diera media vuelta y que se quitara la gorra.
– ¡Es una mujer! -exclamó Manuela, perpleja.
– Es una mujer -dijo la dueña de la casa, mirando hacia los que observaban tras el cordón policial. Seguramente todos se habían dado cuenta, pero ella estaba más cerca de los agentes, por lo que habría escuchado mejor.
– Y el otro gasero pudo también ser una mujer -opinó el teniente-. ¿No es así?
– Sí -aseveró la doncella-. No lo había pensado, pero con esa ropa no se puede adivinar, y menos desde aquí.
– Una mujer -repitió Palacios-. Tengo muy buen olfato.
Pereira le dijo a su colaboradora que ya había acabado y que la segunda parte podría ser más tarde, en un bar. Ella dijo que era muy posible, pero que adelantase el pago por si algún imprevisto suspendía la reunión. No se trataba de suspicacia, sino de prevención.
A las cuatro de la tarde, el trío de detectives, ya terminada su investigación en la base militar, regresaban a Figueroa, comentando lo que habían obtenido. Carvajal estaba presentando su conclusión, y los otros dos escuchaban.
– Como no puede trabajar como chófer -decía-, porque le exigen un permiso, lo lógico es que lo haga en un taller mecánico. Conoce el oficio, y en tales negocios no son muy escrupulosos con papeles, permisos ni otros documentos.
– Así que debemos investigar en los talleres de la zona -aceptó Marcia-. ¿Crees que andará muy lejos?
– No, no lo creo. Ya hemos comprobado que nunca se aleja mucho. Como hemos leído en su expediente, nació en Moncada, a poca distancia de Ciudad Valdés, y puso en la solicitud de ingreso a la milicia que trabajó en una empresa de refrescos, en el reparto, lo que significa que viajó mucho por los pueblos más incógnitos.
– Por eso conoce los senderos, las granjas y todo lo rural.
– Y siendo así, se siente a gusto en la zona que conoce bien. Quizá se tenga que ir, pero cuando se vea muy presionado.
Iba a agregar algo más, pero entonces sonó el portátil de Marcia. Lo cogió y escuchó. Cuando colgó, dijo:
– Ha sucedido algo en una gasolinera de la misma autopista, no lejos de Bañuelos. Un tipo flaco y mal vestido ha robado un auto. La Policía local le anda buscando.
– ¿Crees que es Manuel?
– Yo diría que sí. Y ahora sí le tenemos a pocas horas. El pueblo se llama Arteaga.
– Pues me parece que debemos ir para allí -propuso el jefe.
– ¿No regresas a Figueroa?
– No. Tengo interés en atrapar al tipo. En Figueroa jamás pasa nada, y si ahora ha pasado, es lógico que me dedique a ello. Hablé con el alcalde y me dijo que ayudase en lo que pueda.
Volvió a sonar el portátil de Marcia. La mujer miró la pantalla, antes de contestar, y le ordenó a Josué:
– Detente un momento. Es… -miró al jefe, que iba delante, junto a Josué- un familiar.
El Gordo asintió con la cabeza y la mujer descendió a la cuneta. Marcó ella, porque quien llamaba ya había colgado.
– Sí, cariño. ¿Sigues en Manzanos? ¿Cómo va el caso? ¿Regresas a San Pedro? Yo no. Sigo en la zona. Ahora vamos hacia Arteaga. Esta noche te llamo y me cuentas. Ya sabemos quién es el asesino de parejas. Un ex militar. Me está ayudando mucho el jefe de quien te hablé. Es un tipo inteligente. Esta noche. Yo te llamo en cuanto esté en el hotel. Un beso, amor.
La mujer colgó y regresó a su asiento en el automóvil. Carvajal estaba charlando con Josué. No le preguntaron nada, pero ella creyó conveniente explicar, mirando fijamente al joven conductor:
– Mi hermano. Un asunto de familia.
Josué hizo una mueca que pasó desapercibida para sus acompañantes y arrancó. Carvajal volvió a tratar el tema de Manuel Sarabia.
Palacios atendía una llamada. Pereira tenía su cuaderno ante él, con un bolígrafo en las manos. Estaban solos en la habitación, pues Mario bajaba maletas al coche. Habían decidido abandonar Manzanos, ya que allí no descubrirían nada más, porque prácticamente habían interrogado a toda la población. Los detalles que les faltaban no los conseguirían en el pueblo, a no ser lo que ponía en la tarjeta que la pelirroja le entregó a Sofía, y eso lo sabrían telefónicamente, o yendo a San Pedro y hablando con Adriana. Precisamente, la mujer le llamó para evitarle el viaje a la capital, aunque éste ya estaba decidido. No tenían idea de hacia dónde dirigirse para hallar a la pelirroja o al gasero, quienes ya casi seguro eran la misma persona, por lo que investigarían en la joyería el asunto del mono naranja o las huellas que todavía no coincidían ni tenían dueña.
Читать дальше