– No se trata de eso, señor, sino de que nos informe usted sobre una posible empleada suya.
– Tengo dos. Y por cierto, aún no han llegado. Viven un poco lejos, pero eso no justifica que diariamente lleguen tarde. Este muchacho también vive lejos, pero él es puntual.
– No creo que actualmente trabaje con usted -dijo el teniente-. Pero pudo trabajar hace algún tiempo.
– ¿Y cómo se llama?
– No lo sabemos. Pero es una mujer inconfundible: alta, delgada, guapa, de muy buen tipo. Posiblemente pelirroja.
– O usaba peluca -amplió Mario.
– Guapa…-musitó Don Simón-. Pues guapa…
De pronto, se le iluminaron los ojos. Sus labios dibujaron una sonrisa de satisfacción y respondió:
– Hace cosa de un año. Susana. Sí, trabajó aquí muy poco tiempo. Ella sabía bastante sobre joyas. Se quedó poco tiempo, pero sí era muy guapa.
– ¿Sabe usted su apellido?
– No. Ni siquiera la contraté. Me dijo que quería aprender el negocio, porque su padre le pondría una joyería en Ciudad Valdés. Estuvo un par de meses. Luego se fue. Su esposo era un tipo muy celoso y no quería que trabajase.
– ¿Conoció a su esposo?
– Lo vi en la puerta un par de veces. Como Susana atraía tanto a los hombres, se me llenaba la joyería de moscones que venían a perder el tiempo. Bueno, traían algo para reparar o compraban cualquier cosa. Me fue bien cuando ella estuvo aquí. Pero al esposo no le gustaba que los clientes anduvieran tras ella. Se entiende, ¿no?
– No sé -dijo Pereira-. Yo soy soltero.
– ¿No habrá forma de averiguar su apellido o el nombre de su esposo, la dirección o dónde puedan estar? -preguntó Palacios.
– No. Me temo que no.
– ¿Y sus otras empleadas no lo sabrán?
– Son nuevas. No duran mucho conmigo. Es que les pago poco, y se van pronto.
– Y si lo sabe, ¿por qué no les paga más? -inquirió Mario.
– Porque el negocio no da para mucho.
Palacios se quedó pensativo. Había imaginado conseguir mayor información, pero estaba exactamente igual que cuando llegó. Solamente sabía que ella estaba casada, lo que podía asociarla con el gasero. Pereira también cavilaba, pero él ya tenía una nueva pregunta.
– ¿Usted registra las direcciones de sus clientes y las joyas que le traen?
– En algunos casos, sí. Si compran al contado y se llevan la joya: no. Pero si me dejan algo a reparar, sí que llevo un registro.
– ¿Tiene registrada a la señora Núñez, de Manzanos?
– Sería cuestión de revisar mis libros.
– ¿Nos permite hacerlo? -preguntó el teniente.
– No veo por qué no. Si son policías, imagino que estará bien.
El hombre se separó del mostrador y fue hacia la puerta del fondo. En ese momento entraba una jovencita, corriendo y mirando su reloj.
– Se me hizo tarde, don Simón -dijo, con voz suplicante.
– Lo mismo que toda la semana. Vamos, les enseñaré mis libros.
El trío magnífico abandonó la joyería a la una de la tarde. Habían logrado dos docenas de nombres de clientes, de los muchos que estaban anotados en los libros de don Simón. La selección se hizo en función del valor de la joya, considerando que un reloj de poca monta, que llevaron para arreglarle una manecilla, no tenía importancia alguna; así lo habría considerado Susana, que tuvo acceso a los libros y que anotaría sus prospectos.
Palacios les indicó que el valor de la joya era primordial, pero también que la propietaria fuese una mujer, o que la joya tuviese valor o antigüedad, lo que estaba señalado por la valuación, además de por una «A» al final de la descripción del trabajo. En este último caso, tanto podía significar que pertenecía a la madre de quien la llevó o a su abuela, si bien también a la esposa o que se la dejaron a él; pero era un importante indicio de que seguramente Susana investigó tales cosas. La señora Núñez aparecía con el nombre de Sofía, su hija, la que se encargó de la reparación.
– ¿Y ahora? -preguntó Mario cuando estuvo dentro del auto.
– Viene la parte más tediosa -respondió Pereira-. Hay que llamar a cada uno de ellos. Como, en algunos casos, ha pasado bastante tiempo, cabe la posibilidad de que hayan cambiado de teléfono o de ciudad.
– Y si los localizamos, ¿qué les decimos? -persistió el jovencito.
– Jefe, ¿de dónde has sacado a éste?
– De la misma academia que a ti. La diferencia es que él empieza, y tú ya llevas un tiempo. Tienes mala memoria, pues eras igual de novato y preguntón. Así que explícale, como yo hice contigo.
– Primero hay que ver si alguno de ellos nació o vivió en la zona de acción del Mataancianas. Si es así, puede ser que su madre continúe allí, y tenga una joya que estuvo con don Simón -detalló Pereira.
– Como no son tantos, mejor llamaremos a todos -le corrigió el jefe-. Si una pelirroja, o rubia, como dice el joyero…
– O con una peluca de cualquier color -puntualizó Mario.
– … les ha visitado con la excusa que sea, tenemos una víctima potencial en la persona de un familiar -terminó el jefe.
– Así que ella se enteró de quién tiene joyas mientras trabajaba para don Simón -caviló Mario-. ¿Y el gasero? ¿No habría que preguntar en las compañías de gas de San Pedro? Mientras ella estaba en la joyería, quizás él trabajaba de gasero.
– ¿Ves como no es tonto el niño? -le preguntó el teniente a su segundo-. No es mala idea.
– Pero sí va a ser tedioso -aseguró Pereira.
– Por eso, y para practicar, Mario se encargará de esa investigación.
– No debí haber abierto la boca.
– Tú y yo haremos las llamadas a los clientes de don Simón -propuso el teniente.
Marcia y su gente habían establecido el cuartel general en Arteaga, ya que fue cerca de este pueblo donde se vio por última vez a Calígula. Habían ido a la gasolinera en la que un tipo le robó su coche a otro con una pistola. Fueron acompañados por un policía local que los informó de lo que sabía, de la denuncia del tipo al que habían robado.
– Como encontramos el coche al cabo de unas horas, suponemos que él hombre lo recogió y siguió su camino. Vive en Ciudad Valdés, y tenemos su dirección, pero quizá con la denuncia nos baste.
– Si se trata de quien buscamos, nos sobra -dijo Marcia-. Tenemos una fotografía -se la mostró-, y necesitamos una identificación positiva. Luego procederemos desde donde abandonó el vehículo.
– Fue en una calle lateral, que desemboca en la carretera hacia Ciudad Valdés -puntualizó el agente.
– ¿En qué dirección va esa calle? ¿Es de tránsito pesado? -preguntó el Gordo.
– No entiendo, jefe.
– Me refiero a si pasan camiones. Si va en dirección al centro, no pasan camiones, sea en un sentido u otro.
– No, no pasan camiones -aseguró el policía-. Solamente autos particulares y un par de autobuses. Y éstos en dirección al centro.
– ¿Qué se te ocurre? -preguntó Marcia.
– Que tenía prisa y miedo, por lo que se fue al centro. De allí salen autobuses hacia cualquier lugar. Tenemos que preguntar a los chóferes, como siempre, pero ahora del transporte público.
Entraron en el restaurante y mostraron la fotografía a los empleados. La camarera que le sirvió el bocadillo le reconoció de inmediato.
– Sí, estuvo aquí, sentado en la barra. No le quitaba el ojo a una pareja que comía en aquella mesa. -Señaló hacia donde estuvieron Susana y Claudio-. Y luego salió tras ellos.
– ¿Cómo era la pareja? -preguntó Marcia.
– De unos treinta años, o treinta y cinco, altos, guapos… -Ella se había fijado en el hombre.
– Es él -dijo la teniente.
– ¿Fue el que robó el coche? -preguntó Carvajal.
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