– Eso no lo vi, pero seguro que fue él.
– Los que lo saben son los dos que estaban surtiendo gasolina -dijo el encargado-. Ellos vieron que se subió al auto.
Fueron a preguntar a los expendedores de gasolina. Le mostraron la fotografía, después de que el encargado les explicara lo que buscaba la Policía.
– Sí, éste es el tipo -dijo uno de ellos-. Andaba alrededor de las bombas, aguardando a que terminásemos. Yo creí que me iba a preguntar algo, pero no. Se subió a uno de los coches. Imaginé que le había invitado el conductor, porque iba solo.
– Al poco -continuó el segundo expendedor-, apareció el dueño del auto, gritando como un loco. Nos dijo que le amenazó con una pistola.
– Tenía una pistola -musitó Marcia-. Siempre imaginé eso. ¿Estáis seguros de que éste es el tipo que subió al coche?
Los dos expendedores confirmaron que era quien subió al auto. Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro de la teniente. Por fin, después de mucho buscar, al fin sabían quién era y le podían llamar por su nombre: Manuel Sarabia, Calígula.
– Ahora hay que buscar en los autobuses -dijo Carvajal.
– Se ha reducido la ventaja -opinó Jonás.
– Y en los talleres mecánicos de la zona -agregó el jefe.
Palacios y Pereira habían seleccionado a veintitrés personas que dejaron joyas caras en las manos de don Simón. En sus oficinas, ayudados por dos agentes más, y con los números de teléfono que les proporcionó el joyero, comenzaron la búsqueda de información. Varios no respondieron personalmente, sino que saltaron sus contestadores, los obedientes aparatos que sirven para evitar atender a quien no queremos. Dejaron el mensaje de que la Policía quería hablar con ellos, y que no se preocupasen pero respondieran lo antes posible. Quizás alguno cogiese el pasaporte y saliera disparado al aeropuerto, al saber que las autoridades se habían fijado en él.
– ¡Tengo a uno! -gritó Pereira-. Permítame un segundo señor -le dijo a quien estaba al otro lado de la línea.
– Pon el altavoz -le pidió el teniente-. Señor…
– Mendieta, Julio Mendieta -apuntó su ayudante.
– Teniente, yo sí tengo algo que decir sobre lo que me ha preguntado el oficial.
– Dígame, señor.
– Yo llevé una joya de mi madre a reparar con don Simón. Eso sucedió hace un año. Eran unos aretes de diamantes. Me los devolvieron, se los llevé a mi madre, y hace cinco meses fue asesinada. Los pendientes desaparecieron, junto a algunas otras cosas.
– Oiga, me asombra lo que me dice, porque hemos repasado nuestros expedientes, en busca de algo así, y no hemos visto su nombre. ¿No hubo una investigación?
– Por supuesto que sí. La Policía de Villegas se encargó del caso. Y no me han comunicado que hayan avanzado en él.
– ¿Villegas? -Palacios miró a su ayudante-. ¿No hemos cruzado información con ellos?
– No lo sé. Se supone que sí.
– Eso, señor, lo vamos a ver internamente. Tengo algo más que preguntarle: ¿recibió usted la visita de alguien extraño? Me refiero a que alguien que le preguntase sobre su madre. ¿Ocurrió en Villegas?
– En Olalde, pero lo atendieron de Villegas. No recuerdo ninguna visita extraña.
– Una mujer, una vendedora. Alguien que le quisiera vender algo y le preguntase sobre su familia.
– No. Nadie me intentó vender algo.
– Bien, señor Mendieta. Si recuerda algo, le ruego que me llame, o a mi gente. El sargento le dará el número.
– ¿Se van a hacer ustedes cargo del caso de mi mamá?
– Estamos en ese caso, y en todos los parecidos.
– Esperemos que ustedes le dediquen más atención.
– Lo estamos haciendo. Por eso usted ha recibido esta llamada.
Cuando colgó, el teniente apretó los dientes, mirando a Pereira, que supo que no tardaría en estallar. El error no era suyo, pero sí de la Policía, los ineptos que siempre hay en todas partes.
– ¿Cómo se nos ha pasado este caso?
– No lo sé, pero lo voy a averiguar.
– Mientras, sigamos con las llamadas.
– Jefe, tengo algo.
Mario, que estaba dedicado a preguntar en la gaseras por alguien que hubiera trabajado en alguna de ellas, durante la época en que Susana estuvo en la joyería, también se había encargado de leer los expedientes de los crímenes imputados al Mataancianas. En su primer repaso, el de los bienes declarados como sustraídos, no había encontrado un Mendieta que llevase unos pendientes de diamantes.
– Y yo -dijo Pereira, que se adelantó por ser sargento-. No nos pasaron el caso Mendieta porque los de Villegas no le dieron tratamiento federal, sino que se lo imputaron a una banda de desvalijadores de casas que operan en la comarca.
– ¿No recibieron la solicitud de verificar si había características comunes con nuestro asesino serial?
– Sí, pero los de Villegas son muy aferrados a sus propios delincuentes.
– ¡Imbéciles! ¿Qué tienes tú?
– Un caso en el que no reportan una joya robada, pero en el que la señora asesinada tiene una hija que sí llevó una a la joyería. O coinciden los apellidos, porque son bastante comunes, o no mencionaron la joya.
– Eso hay que verificarlo de inmediato. Pereira, llama.
El sargento marcó y estuvo de suerte. Hizo la presentación obligada y luego preguntó por la joya: un brazalete. Con una mano, indicó a Mario que les dijese a los demás que se callasen y puso el altavoz.
– Sí, oficial -decía una mujer-, yo llevé el brazalete a reparar con don Simón. Me lo devolvió y lo tengo en mi poder.
– ¿En su poder? -intervino Palacios-. ¿Era suyo o de su madre?
– De mi madre. ¿Por qué me pregunta eso? ¿Quién es usted?
– Señora, es el teniente Palacios. Teniente, ella es la señora Eugenia Monforte; su madre se llamaba Eugenia también, pero Serra.
– Me explicaré, señora Monforte. Hemos establecido que el asesino de su madre también asesinó a otras ancianas, y que todas ellas llevaron joyas a don Simón.
– ¿Y él mató a mi madre? ¡No es posible!
– No, señora, no. Alguien que trabajaba con él supo de las joyas. Don Simón no tiene nada que ver.
– ¡Ah, bueno! ¿Y saben quién es?
– Lo sabemos. Estamos intentando atrapar a esa persona. Usted dice que no le dio la joya a su madre, pero a ella la mataron para robársela. Eso nos indica que el asesino sabía que la debía tener ella, y no usted. ¿Es así?
– Sí. Yo pensaba llevarle el brazalete, pero hubo una fiesta y le dije que me lo prestase. Y así fue. Jamás imaginé que la mataron por el brazalete.
– Eso parece. Hay algo muy importante que necesitamos saber.
– Dígame, teniente.
– ¿Recibió una visita de una desconocida, entre esas dos fechas, entre la que usted le llevó el brazalete a don Simón y la de la muerte de su madre? Recuerde, por favor.
– ¿Una mujer?
– Una vendedora.
– Pues sí. Yo soy ama de casa, y a mi puerta acuden muchos vendedores.
– Ella es alta, delgada, guapa, elegante, y quizá con una hermosa peluca. En alguna ocasión intentó vender parcelas.
Se hizo el silencio. Todos se colocaron alrededor del teléfono, esperando con ansiedad la respuesta. Mario hacía gestos, indicando que eso sucedió hacía medio año, por lo que podía traerlo a la mente con facilidad.
– Sí. Lo recuerdo. Era una mujer alta y delgada, de larga cabellera negra. Me pareció una peluca. No me interesaban las parcelas, pero ella me dijo que había nacido en Fresnedo, y resulta que yo también. No la conocía, pero me dio detalles de que estuvimos en la misma escuela, aunque en épocas distintas. Charlamos un buen rato.
– Y se interesó por su madre. ¿No es así?
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