Erlantz Gamboa - Caminos Cruzados

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Un matrimonio de un pueblecito mexicano aparece brutalmente asesinado en su propia casa. Nadie puede hacerse a la idea de que estas cosas que suceden normalmente en la capital hayan acabado pasando en la tranquila población y menos que nadie el encargado de la investigación policial, Carvajal. Es entonces cuando aparece la agente de la policial federal, Marcia de Valcarcel, que informa a Carvajal de que el crimen se corresponde con el modus operandi de un asesino en serie al que hace bastante que persigue y al que ha apodado Calígula.
Por otro lado, en un pueblo cercano aparece una anciana con el cuello roto y con la caja fuerte donde guardaba sus joyas desvalijada. En esta ocasión es el teniente Arturo Palacios quien irá detrás del asesino «mataviejitas».
Las historias de las dos investigaciones se van entretejiendo con agilidad en la novela que resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Negra L'H Confidencial 2010. En palabras del jurado «destaca el buen ritmo narrativo y la buena dosificación de ingredientes de la historia, que convierten Caminos cruzados en una novela ágil y con unos hilos argumentales bien trabados, que aseguran el interés de la historia hasta la última página».

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– Le amarras bien y metes la cuerda por el asa del frigorífico -le ordenó Manuel.

– ¿Qué es lo que vas a hacernos? -insistió la mujer, mientras ataba al hombre.

– ¿No me recuerdas?

Celia analizó el rostro del intruso. No le conocía, no recordaba. Negó con la cabeza y continuó amarrando al taxista. Cualquiera hubiera aceptado la lógica de que una mujer de su oficio ve muchas caras como para poder llevar un archivo de fisonomía. Pero Manuel estaba seguro de que todo el mundo le recordaba, porque a él no se le olvidaban los que le ofendían.

– Hace una semana estuve contigo. Y te reíste mucho cuando me quité el calzoncillo.

Era inexplicable que Manuel, sabiendo de su deficiencia, de la reacción que producía y del resultado previsible, se obcecase en ir con más prostitutas. Era algo masoquista, como si buscase la burla para poder justificar después su reacción. Podía asaltar a una puta sin haber tenido un encuentro previo, pero necesitaba cargarse de odio, y, para ello, qué mejor que provocar la burla, el comentario o el escarnio.

La mujer se quedó lívida. Había recordado al tipo. Sí, ella le hizo algunas observaciones jocosas sobre su pene. No obstante, cumplió su deber, por el que le pagaban, y el tipo gozó lo que pudo, ya que esa parte era muy personal, y desapareció más rápido que el viento. Ella le soltó un chiste antes de irse y… ¿Por eso estaba allí, con una pistola en la mano? ¿Le había sentado tan mal una broma? Si él supiera de algunos clientes que llegaban con otros problemas más graves, los que eyaculaban apenas ella se quitaba el sostén, o los que no conseguían una erección ni con jaculatorias, los que rogaban para conseguir un orgasmo que no llegaba, los que…

– Eres el del… El que lo tiene… muy pequeño -tartamudeó ella.

– Y eso te hizo mucha gracia. Ya lo recuerdas, ¿verdad?

– ¿Y qué vas a hacer? -preguntó ella.

– Es un loco -opinó el taxista-. Oye, yo no tengo nada que ver con esto.

– Estás en el lugar equivocado -dijo Manuel-. Mala suerte, amigo. Son cosas que pasan, como en las guerras.

Le dio un empujón a Celia y verificó, con la mano izquierda, que el nudo estuviera bien hecho. No quedó tan firme como él quería, por lo que tendría que apretarlo un poco más. Dio media vuelta, fue junto a la mujer y le pegó con el cañón de la pistola en la cabeza.

– ¿No sabes hacer un nudo? -le gritó.

– ¡Oye, tú, eso no! -le recriminó el taxista-. ¿Por qué no me pegas a mí?

El tipo usó una frase hecha, lógica si no se está amarrado a un frigorífico y el fulano a quien se la diriges no tiene una pistola en la mano. Manuel le soltó un buen golpe, con el cañón de la pistola, en plena jeta. Celia comenzó a llorar, pero no gritó. La pareja entendía que, si armaban alboroto, el tipo se liaría a tiros. Posiblemente no analizaban cómo salir de aquella situación, pero sabían que acelerar el final no sería beneficioso, sobre todo si no se conocen las intenciones del tipo.

– ¡Siéntate en el suelo! -le ordenó a la mujer-. Y, si te mueves, mato a tu novio.

Celia se fue agachando hasta sentarse en el suelo de la cocina. Entonces, Manuel metió la pistola entre la camisa y el cinturón, y apretó el amarre del taxista. Luego dejó su mochila sobre la mesa y puso la pistola bajo ella. Abrió el morral y sacó el alargado y afilado puñal. Durante unos segundos se quedó dubitativo, calculando el siguiente paso. Si iba al dormitorio, con la golfa, el tipo trataría de soltarse, y no le parecía que le resultase muy difícil. Por tanto deberían quedarse los tres en la cocina. Eso ya estaba claro, así que cogió su mochila y la pistola, y lo llevó todo a la alacena, a la vez que decía:

– Desnúdate y súbete a la mesa, porque ahora me toca reír a mí.

Celia no hizo movimiento alguno, a no ser el de girar la cabeza hacia los lados, para mirar, alternativamente, al taxista y a Manuel. Parecía que se había desconectado de la situación, como si aquello no tuviera nada que ver con ella.

– ¿Estás sorda, imbécil?

Manuel fue hacia ella y le pasó el estilete por el rostro. Le hizo una herida poco profunda, alargada, que ocupó toda la mejilla izquierda. La mujer soltó un alarido, que fue seguido por una imprecación de su novio.

– ¡Oye, hijo de puta, no hagas eso! ¡Suéltame, cabrón, y vas a ver lo que te doy!

– Me darías risa. ¡Desnúdate y súbete a la mesa! -volvió a ordenar.

La mujer había comenzado a llorar. Los gritos no eran tan sonoros como para que los vecinos se alarmasen, aunque en aquellos barrios el alboroto es mucho más común que el silencio, sin que importe la hora, y posiblemente la pareja tenía sus desacuerdos ocasionalmente y no ahorrarían en gritos. Posiblemente un disparo los alarmaría, pero no que se tirasen trastos a la cabeza.

Lentamente, Celia se fue desnudando y aproximando a la mesa. Manuel, mientras ella se decidía, se acercó al taxista, y le dio otro golpe con el mango de su puñal, cogiéndolo de la punta y eligiendo el cráneo para la ocasión. El hombre no se quejó, pero le miró con ojos inyectados en odio y ganas de ponerle las manos encima.

– Deja de hablar, y solamente mira. Vas a ver cómo lo hace un hombre.

– Capado -murmuró el taxista-, un hombre capado.

Recibió un nuevo golpe de empuñadura, y éste fue sobre la oreja derecha. No profirió un alarido, y solamente se quejó en voz baja, mascullando algo ininteligible. Celia ya estaba sobre la mesa, desnuda y con las piernas abiertas, lista para el sacrificio.

Manuel se fue desprendiendo de la ropa sin prisa. Al llegar al punto crucial, el que le producía desazón, titubeó un segundo. Celia no le miraba, con los ojos fijos en el techo, aguardando que el tipo se decidiera, lo hiciese y se largase. Pero el taxista no pudo estar en silencio y pidió:

– Déjame ver ese cañón, hombre. Parece que hace que las mujeres se caguen de risa.

Manuel no se quitó el calzón, sino que fue hacia el taxista con el estilete delante, listo para clavarlo. Su rostro hablaba por él, y el taxista se dio cuenta de que hubiera sido mejor permanecer con la boca cerrada.

– Claro que vas a ver, hijo puta, y a todo color.

Con la mano izquierda cogió un gran mechón de la cabellera, para sujetarle la cabeza, a la vez que acercaba el estilete a su rostro. La punta del puñal buscó el ojo derecho del hombre, en el instante en que éste enloquecía y gritaba. Manuel no prosiguió, sino que se agachó, cogió la braga de la mujer y, con el cuchillo, la rajó por un lado. En un segundo la puso alrededor de la cabeza del taxista, sobre la boca, y ató los dos extremos en la nuca, amordazándolo. Y ya silenciado el tipo, fue junto a la mujer, quien seguía mirando al techo. Le susurró al oído:

– Como des un grito, os mato a los dos. ¿Me entiendes?

Celia asintió con la cabeza. Manuel regresó junto a su preso y con la mano izquierda bajó sus propios calzoncillos. Su tara quedó a la luz, pero el taxista la observó sin poder dar su opinión. El calzón cayó al suelo. Manuel volvió a usar la mano izquierda para agarrar al hombre de los cabellos, mientras con la derecha de nuevo acercaba la punta del estilete a uno de los ojos. Lo clavó superficialmente, lo suficiente para que el ojo dejase de ver, pero sin afectar el cerebro. El taxista expresó con el otro ojo el alarido que no podía emitir. La mujer seguía mirando al techo. Manuel le clavó el estilete en el otro ojo, y la oscuridad fue completa. Su novia estaba ajena a lo que ocurría; el pavor le impedía mirar hacia el intruso.

– Ahora mira atentamente -le dijo.

Fue hacia la mesa y colocó su puñal junto a la oreja izquierda de la mujer. Esta, ajena a lo sucedido, miraba al techo, aguardando su martirio. Notó que él se subía sobre ella y rogó porque terminase pronto. Sus ruegos fueron escuchados, porque Manuel estaba sumamente excitado, y el orgasmo surgió apenas se introdujo en la humedad de ella. Se movió un poco más y le susurró al oído:

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