Erlantz Gamboa - Caminos Cruzados

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Un matrimonio de un pueblecito mexicano aparece brutalmente asesinado en su propia casa. Nadie puede hacerse a la idea de que estas cosas que suceden normalmente en la capital hayan acabado pasando en la tranquila población y menos que nadie el encargado de la investigación policial, Carvajal. Es entonces cuando aparece la agente de la policial federal, Marcia de Valcarcel, que informa a Carvajal de que el crimen se corresponde con el modus operandi de un asesino en serie al que hace bastante que persigue y al que ha apodado Calígula.
Por otro lado, en un pueblo cercano aparece una anciana con el cuello roto y con la caja fuerte donde guardaba sus joyas desvalijada. En esta ocasión es el teniente Arturo Palacios quien irá detrás del asesino «mataviejitas».
Las historias de las dos investigaciones se van entretejiendo con agilidad en la novela que resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Negra L'H Confidencial 2010. En palabras del jurado «destaca el buen ritmo narrativo y la buena dosificación de ingredientes de la historia, que convierten Caminos cruzados en una novela ágil y con unos hilos argumentales bien trabados, que aseguran el interés de la historia hasta la última página».

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– No hemos pensado en la compra de la mercancía -dijo ella.

– Te darán crédito, al menos unos días.

– Pero habrá que comprar algo al contado, o tener disponible para los primeros pagos. No todo puede ser a crédito. No había contado con eso.

– Más trabajo. Eso significa que hay que esperar un poco más y buscar algo enseguida.

Le agradó la idea. Su sistema funcionaba, y, por una u otra razón, seguirían como hasta el momento, al menos unos meses más. Lo de convertirse en sedentario se retrasaba, y sin que él discutiese con su esposa.

– Así es -reconoció ella-, ¿Qué te parece ese pueblo al que vamos a llegar? ¿Cómo se llama?

– Molinar. Es el que está después de Arteaga, que es el próximo. Me parece bien, porque podemos aprovechar la recomendación del tal Remigio Cabañas de que pasemos por su pueblo, que nos encantaría. Y veremos si… -Detuvo lo que pensaba decir, porque algo le llamaba la atención. Se lo dijo a su esposa-: Me parece que el de atrás tiene mucha prisa. Se está acercando mucho.

Susana miró hacia atrás directamente, girando el cuello. Claudio lo hacía por el retrovisor. A ella se le heló la sangre al avizorar que…

– Es el tipo del restaurante.

– ¿En un auto? Bajó de un camión. Él no tenía auto.

– Lo habrá robado. Pero sí es el tipo, y nos va a adelantar.

– Será si le dejo.

Claudio aceleró. El automóvil de la pareja tenía más potencia y tamaño que el que se había agenciado Manuel, por lo que en unos segundos se distanció varios metros. Pero él no era temerario, y al notar que la velocidad era peligrosa, mucho más de la que podía controlar, retiró el pie del acelerador. En cambio, el loco no pensó en el peligro, y, al ver que sus presas frenaban, se embaló con más fuerza, haciendo rugir el motor.

– Se acerca -anunció la mujer-. ¡Acelera! -le ordenó, desesperada.

– ¿Quieres que nos matemos?

– Quiero que no nos alcance. Te advertí de que era peligroso. Seguro que está armado.

– Y no hay un policía en la carretera. Jamás están cuando se los necesita, y siempre cuando no hacen falta para nada. Si adelantas donde no debes, caen del cielo para ponerte una multa. Pero si tienes un accidente, llegan cuando ya te has muerto.

– Tres kilómetros para Arteaga -leyó la mujer-. Se ven casas a lo lejos.

– Me voy a detener en el primer lugar habitado que vea. Y veremos si es tan audaz.

Manuel había pisado el acelerador y ya estaba a un par de metros de Claudio. Se movió a la izquierda, con intención de colocarse junto a ellos. Claudio frenó al ver que el loco daba el volantazo para salirse del carril, y Manuel tuvo que desistir y desacelerar. Chocar con ellos por detrás no era buena idea, porque el auto de la pareja tenía una defensa mucho más robusta.

– Hay una tienda allí delante -dijo Claudio, al ver un letrero sobre el techo de una casa-. Nos vamos a detener ahí.

El perseguidor captó la maniobra en ciernes y dejó de acelerar. Claudio se arrimó a la derecha y disminuyó la velocidad, para detenerse ante la tienda, en un espacio destinado a los vehículos. Como una exhalación, el perturbado pasó junto a ellos, rumbo a Molinar.

– Hay que avisar a la Policía -dijo Susana.

– ¿Y qué les vas a decir? ¿Qué un tipo loco quería jugar carreras?

– Que nos ha querido matar.

– Eso ni nosotros lo sabemos. Nos entró el miedo, pero quizá solamente quería asustarnos.

– ¿Nos quedamos en este pueblo?

– Hay que ver qué ofrece. No será el peor de los que hemos estado. Y luego echaré un ojo al asunto de Molinar.

La pareja bajó del vehículo. Susana entró en la tienda, mientras Claudio seguía con la mirada el coche del tipo, que ya se había convertido en un punto.

– ¡Maldito fulano! Debí haberle dado un puñetazo en el restaurante.

Miró al interior de la tienda. No reaccionó porque Susana se lo impidió. Ella no era muy valiente y odiaba las peleas. Caminó en su busca, dentro del establecimiento, donde su mujer charlaba con dos mujeres, una de cierta edad y la otra joven, mientras sostenía en sus manos una pañoleta multicolor.

«Una boutique -pensó Claudio-. Tuvimos que parar en una boutique.»

– Un hotel no muy caro -decía Susana-. Sí, creo que nos quedaremos un par de días. ¿Verdad, cariño?

Él asintió con la cabeza. Si ella quería quedarse unos días, para que el loco se alejase, no habría forma de disuadirla. Sonrió a las dos mujeres y fue a ojear unas revistas que había al fondo.

No muy lejos, una docena de calles más allá, tras un vado, Manuel había abandonado el auto robado, en una esquina, fuera de la vista de Claudio. Cogió su mochila y caminó hacia una parada de autobús que se veía a pocos metros, sobre la calle que desembocaba en la carretera. El autobús aparecía al final de la calle, lo que suponía una corta espera. Él imaginaba que la pareja ya habría llamado a la Policía, y éstos no tardarían en aparecer. Pero le buscarían en el auto, no en un autobús que se dirigía al centro de la población.

– Se me han escapado. No siempre tendré suerte. Pero esta tipeja sí estaba bien buena. ¿Serán de este pueblo? Mejor si me largo de aquí y busco algo en otro sitio. Mujeres sobran, y no me voy a arriesgar por ésta.

Capítulo 6

Aquella mañana, una llamada de radio anunció a todas las unidades que el automóvil deportivo de Esteban había aparecido entre unos árboles, no muy lejos de la carretera y a poca distancia de una senda, exactamente como había augurado el Gordo. No tardó en llegar al sitio un pelotón de agentes de varias corporaciones, para comprobar que el auto efectivamente pertenecía al desaparecido.

Marcia examinó, personalmente, el interior del vehículo, buscando algo que Calígula hubiera olvidado. Pero no hubo rastros de sangre ni nada dejado al azar, o intencionalmente.

– Tuvo más tiempo para ser cuidadoso -dedujo ella.

– Eso nos dificultará encontrar a sus víctimas -opinó Jonás.

– Hay que peinar la zona -ordenó la teniente-. Lo lógico es que haya venido por este sendero, pero bien pudo ser por otro y dejar aquí el coche para despistar. Por ello, comencemos buscando en éste y en los más cercanos.

Media hora más tarde, a eso del mediodía, otra llamada volvió a movilizarlos a todos y los llevó hacia una zona de granjas, a unos cinco kilómetros de la unión de la vereda y la autopista. Unos labradores habían encontrado unos cadáveres.

Cuando Marcia llegó al establo, se le habían adelantado una docena de uniformados de las Policías local y estatal. Y todos ellos estaban en la puerta o en el exterior del cobertizo. Nadie soportaba lo que había dentro. La mujer no tuvo que preguntar para saber que se habían topado con otra hazaña de Calígula.

– Es obra suya -le dijo Marcia a Jonás-. Si tienen el estómago revuelto, no hay duda.

El oficial que estaba al cargo salió a su encuentro, para informarla del horror que encontraría dentro.

– Es espantoso, teniente. Yo creo que es mejor si esperamos al forense.

– No diré que estoy acostumbrada, pero le aseguro que he visto varios de sus trabajos, y éste no será muy distinto.

Marcia entró en el cobertizo. El ambiente estaba plagado de moscas. Olía a carne en putrefacción y a hierba seca, una extraña amalgama que daba por consecuencia un aroma que invitaba al vómito. La mujer dio unos pasos rápidos, revisó ocularmente la primera escena, la de Esteban amarrado a la columna, mirando a la calle con sus ojos vacíos. Y luego se asomó al compartimiento en el que yacía Mau. No estuvo mucho ante el espectáculo y con pasos ágiles abandonó el establo.

– De nuevo nos lleva ventaja -le dijo al oficial-. Estoy seguro que esto sucedió ayer por la tarde, hace unas veinticuatro horas.

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