Erlantz Gamboa - Caminos Cruzados

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Un matrimonio de un pueblecito mexicano aparece brutalmente asesinado en su propia casa. Nadie puede hacerse a la idea de que estas cosas que suceden normalmente en la capital hayan acabado pasando en la tranquila población y menos que nadie el encargado de la investigación policial, Carvajal. Es entonces cuando aparece la agente de la policial federal, Marcia de Valcarcel, que informa a Carvajal de que el crimen se corresponde con el modus operandi de un asesino en serie al que hace bastante que persigue y al que ha apodado Calígula.
Por otro lado, en un pueblo cercano aparece una anciana con el cuello roto y con la caja fuerte donde guardaba sus joyas desvalijada. En esta ocasión es el teniente Arturo Palacios quien irá detrás del asesino «mataviejitas».
Las historias de las dos investigaciones se van entretejiendo con agilidad en la novela que resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Negra L'H Confidencial 2010. En palabras del jurado «destaca el buen ritmo narrativo y la buena dosificación de ingredientes de la historia, que convierten Caminos cruzados en una novela ágil y con unos hilos argumentales bien trabados, que aseguran el interés de la historia hasta la última página».

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– ¿Y qué piensa hacer?

– Seguirle los pasos. No tengo otra posibilidad; solamente si le acorralamos podremos atraparle. Con esa ventaja, no hay otra forma, porque es impredecible en sus movimientos. Él no planea, sino que actúa según las circunstancias. Y se mueve con un rumbo errático, sin un plan de viaje. Puede desaparecer por días o semanas, y de pronto dar tres golpes seguidos.

Josué llegó a su lado y le entregó un papel, diciendo:

– Es del jefe Carvajal. Nos ha llegado por fax.

Marcia desdobló el papel y leyó:

– Tengo un amigo con contactos en el Ejército. Sus chóferes no usan permiso de conducir, así como los de la marina o aviación. Es posible que te permitan revisar sus expedientes.

– ¿Qué cuenta el experto en robos de coches? -preguntó Jonás.

– Que también lo es en buscar soluciones a los problemas, no únicamente en tomar notas y sacar fotos. Voy a ir a Figueroa, así que vosotros volvéis a indagar entre los camioneros, los conductores de autobuses, gasolineras y todo lo demás. Lo habéis hecho tantas veces que os sale automáticamente. Y tú, Josué, te reúnes mañana conmigo en Figueroa, porque vas a revisar un buen montón de expedientes del Ejército.

– ¿Piensa usted que pueda ser un soldado? -preguntó el novato.

– Creo que sabe conducir, pero no tiene permiso, lo que no es nada extraño cuando los vehículos son militares. Y no hay que pasar por alto ninguna posible línea de investigación.

– Parece que el jefe de Figueroa se interesa mucho en el caso -opinó Jonás.

– ¿Por qué no dices lo que piensas?

La mujer encaró a su subordinado. Éste sonrió, dio media vuelta y se alejó. El sonido de un helicóptero le hizo mirar hacia el cielo. Marcia se dirigió al punto donde aterrizaría, musitando:

– Se interesa en el caso, y también en mí. Es un buen hombre. No sé qué dirá cuando sepa que estoy casada.

En San Pedro, habían destinado al agente Sabino Manrique a investigar a una de las hijas de la señora Núñez, al igual que otro detective lo hacía con la segunda hija. No dejarían un cabo suelto. Palacios había convencido a su capitán de que le olía a falsa la imputación al Mataancianas, el asesino serial de mujeres de edad avanzada.

– Hay muchos «posibles» en un caso en el que no debería haber ninguno -le dijo a su jefe-. Un fulano se deja ver a una hora en la que pasar desapercibido es muy difícil. Hay una mujer a quien también se la ve en la casa. Para colmo, abren una caja fuerte con la combinación. ¿Qué nos falta para que esto huela a cochinada?

Ante tales argumentos, el capitán destinó unos agentes a escarbar en las vidas de las Núñez. Así que, mientras las hijas estaban en Manzanos, en San Pedro interrogaban a sus conocidos, incluyendo los de la oficina. Sabino había llegado a Mudanzas S. F. G., donde trabajaba Sofía, la hija mayor. Tuvo que ponerse el traje y quitarse, aunque fuese por un rato, la ropa informal de andar por los callejones para investigar en oficinas; además allí no podía fumar, aunque no entendiera el porqué de la prohibición en todas las oficinas. También debería controlar su lenguaje, porque el usual servía para los bajos fondos. Manrique era federal, pero no de los de los autos negros, elegantes y grandes, los de trajes sastre oficial y de perfume caro. Él andaba en los bares, las discotecas y los burdeles, porque le encargaban la basura, quitarla de las calles y ponerla donde los políticos no la oliesen. Le gustaba su trabajo, mucho más que estar tras un escritorio, dar vueltas en los coches de vidrios oscuros o pasarse horas espiando a alguien desde el apartamento de enfrente.

La secretaria dijo llamarse Adriana, y conocía a Sofía desde hacía tres años. Como Sabino era un tipo atractivo, sobre todo sin gorra de béisbol y con un traje medianamente elegante, Adriana, la gordita de rostro risueño, de piernas poco rígidas, pues se abrían ante cualquier tipo interesante, estuvo muy colaboradora. El detective le preguntó datos generales, tales como amistades, conocidos y con qué compañeros se llevaba mejor. Sin prisa, contando con el permiso del gerente, Manrique se encaminaba a su meta, bordeando el punto sin acometerlo directamente, para evitar que la mujer desconfiase y supusiera que él consideraba sospechosa a Sofía. Le había dicho que era para el expediente, un ejercicio de rutina. Él no intuía que la secretaria hablaría aunque sospechase, porque no era gran amiga de Sofía. Por otra parte, quizá su colaboración mereciese un café aquella misma noche.

– ¿En alguna ocasión vino a verla una pelirroja? -preguntó Sabino.

– ¿Pelirroja?

La mujer se quedó pensativa. Manrique, con su experiencia, colegió que ella había visto a la pelirroja, ya que para negarlo no necesitaba pensar tanto. Y no se equivocó:

– Sí. En una ocasión, estuvo comiendo con una pelirroja.

– ¿Cómo era?

– Alta y delgada, elegante, y con una larga cabellera de rojo pálido.

– ¿Dónde fue eso?

– Nosotros, la mayoría, comemos en el bar de la esquina. Ahí también tomamos café cuando salimos. Normalmente a las seis.

Manrique captó que las seis era una indirecta, ya que hubiera bastado con decir que frecuentaban el bar. Pero le pareció bien, porque a partir de las siete estaría libre.

– ¿Y va a ir usted esta tarde? -preguntó.

– Pues… no sé.

– Quizá cuando acabe, a las siete, pueda ir a saborear ese café.

Adriana separó las rodillas. Él no podía verlas, pero ella sintió el contacto con ambos lados del escritorio, lo que indicaba que estaban muy abiertas.

– Creo que hoy, a esa hora, estaré en el bar. Se llama San Juan, pero se lo conoce más como el de Alfonso, por el dueño. Aquel día nos dijo que comería con una vendedora. No sé qué le quería vender, pero comió con ella. Yo estaba en otra mesa, con unos compañeros. No sé nada más.

– Pero dijo que quería venderle algo. ¿No especificó qué?

– No lo recuerdo. Si lo dijo, ya lo he olvidado.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace poco más de un mes.

Manrique siguió preguntando, pero ya no insistió en la pelirroja. Era suficiente para comunicarle a Palacios que Sofía conocía a la pelirroja. Y Sofía estaba en Manzanos, donde se celebraría, al día siguiente, tercero desde el fallecimiento de la señora Núñez, el sepelio. La Policía ya había liberado el cuerpo y se preparaba el velatorio. Al mediodía del día siguiente se enterraría a Simona, por lo que sus hijas y yernos estarían presentes.

Y ya que había terminado su pesquisa, podía charlar un poco más con Adriana. No estaba nada mal para una tarde en que pensaba comprar una pizza y ver la película de terror que le habían prestado.

– ¿Y si nos vemos a las siete? -propuso.

Para que un entierro sea recordado, no hay nada mejor que un día lluvioso. Y en Manzanos, donde llovía esporádicamente, ese día se encapotó el cielo y comenzó a diluviar desde el mediodía. Así que la comitiva llegó al cementerio bajo una cortina de agua.

Palacios y sus hombres, acompañados por dos agentes municipales, estaban en la entrada del camposanto, con la intención de que no se les escapase Sofía, quien podía concebir la mala idea de regresar a San Pedro en cuanto acabase la ceremonia.

Salieron los familiares y varios fueron a darles el pésame, algo que otros hicieron al comienzo del acto luctuoso. Palacios se acercó a Sofía y a su esposo, y, en voz baja, además de darle su condolencia, les dijo:

– Tenemos que hablar.

– ¿Ahora? -preguntó la mujer.

– Lo antes posible. Se trata del asesinato, y no conviene perder tiempo.

– ¿Dónde nos vemos? -preguntó el esposo.

– Para que sea discreto, en la fonda -propuso el teniente.

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