– Dentro de una hora -prometió Sofía.
Palacios y su gente se retiraron y se dirigieron directamente a su cuartel general. Las hijas de la señora Núñez, y el resto de familiares, permanecieron en la entrada del cementerio, afrontando la parte más desagradable de la ceremonia. Si es doloroso perder a un ser querido, lo que se supone de la madre aunque nunca se la visite, lo es mucho más cuando no ha muerto de causas naturales, y se congregan muchos más «amigos» si el morbo de un asesinato está presente. No hay como que la esquela vaya acompañada por una nota roja para que la asistencia sea muy numerosa y para que todo el mundo recuerde que tuvieron cierta amistad con la finada.
El autobús que abordó Manuel le llevó al centro de Arteaga, a la pequeña calle que está tras la iglesia, en la zona de las zapaterías, que antiguamente fue de artesanos del calzado; en la actualidad venden puro producto chino o coreano, de «legítimo cuero» hecho de plástico, a precios que uno no sabe si les regalan la materia prima o si los trabajadores pagan por confeccionar el calzado, en vez de cobrar.
Allí preguntó por los que salían hacia Molinar, ya que no le parecía conveniente permanecer en Arteaga con la posibilidad de que la pareja hubiese llamado a la Policía. Esperó media hora y subió a otro autobús. Recordaba un taller mecánico en Molinar, donde preguntó en una ocasión si le podrían dar trabajo. Fue la última vez que estuvo en el pueblo. No se quedó con el empleo, aunque le aceptaban, ya que «la casualidad» le puso delante una golfa; y tras tener «contacto» con ella, se vio impelido a abandonar la población. Eso sucedió hacía año y medio, y el asunto de la mujer, su desaparición, estaría olvidado, por lo que podía reintentar permanecer en Molinar un tiempo.
Ya en la carretera, mirando por la ventana del autobús, relajado por primera vez desde hacía varios días, su mente se puso a divagar, a evocar los sucesos recientes. La imagen de la rubia aún no abandonaba sus retinas, podía jurar que había calado en su interior mucho más que cualquier otra mujer que hubiera conocido hasta entonces. Pero no pudo conseguirla, y solamente se llevaría el recuerdo. Estuvo cerca, pero no pudo intentar algo en el restaurante, porque había bastante gente. El marido no le importó un comino, pero un par de fornidos camioneros quizás hubiesen intervenido, además de los empleados de la gasolinera.
Y ya que estaba en vena de recordar, la segunda experiencia, la de matar parejas, era digna de ser reconstruida, porque marcó un profundo cambio en su actuación y le ofreció un placer que jamás soñó poder experimentar, pues el deleite físico quedó desbordado y superado por la grata sensación del poder, del control sobre dos vidas, de su venganza de la sociedad, aunque estuviese representada por un único hombre, uno de los normales, de los que se reían de su deficiencia.
Todo cambió no hacía mucho tiempo. Un tipo que estaba esperando a la puta de turno, a la que había designado como víctima, quiso hacerse el valiente. Nunca antes la elegida estuvo con alguien, porque una vez que están fuera del trabajo, muchas prefieren la soledad a tener a otro encima. Ya con la obligación basta, como para continuar en casa.
Estaba escondido en un callejón oscuro, vigilando la puerta del burdel. Eran las cuatro de la madrugada. Se suponía que cerraban a las tres, pero es sabido que los borrachos nunca tienen prisa por irse a sus casas y alargan la última copa, de manera que dan las cuatro o las cinco.
Cuando ella salió, no había nadie esperándola. Si hubiera visto a un tipo, posiblemente lo habría dejado para otro momento; pero la mujer, Celia, una morena exuberante, generosa en formas, de pómulos salidos y labios carnosos, subió a un taxi sin compañía. Manuel conocía el destino, porque la noche anterior la siguió a su casa. Por tanto, no pensaba abordarla en la calle, sino en su domicilio. Vivía sola, lo que averiguó también el día anterior. El caso era sencillo, pero se complicó por no haber investigado más a fondo.
Manuel fue a la casa de Celia, situada en un barrio tenebroso de la ciudad, cerca del mercado. No era un lugar nada recomendable, pero él llevaba consigo su escapulario (la pistola) para que le librase de todo mal. La pequeña mochila colgaba del hombro izquierdo, y, en su interior, el estilete aguardaba entrar en acción. Con la mano derecha en el bolsillo de la chamarra, listo para meterle un balazo a quien se le ocurriese pedirle fuego, preguntarle una dirección o, simplemente, aproximarse, entró en el portal. No revisó los alrededores. Si lo hubiera hecho, tal vez habría visto un taxi estacionado cerca y habría deducido que el taxista podía estar con Celia. Quizás era la hora de descanso del conductor, y qué mejor que un rato acostado.
Lo supo poco después de llamar a la puerta. Puso una oreja en la madera, para escuchar ruido en el interior. Llevaba la pistola en la mano, lista para colocarla en la cara de la mujer y evitar que gritase. La puerta se abrió poco después de que él llamara por segunda vez. Apareció un tipo grande, peludo, medio desnudo, con cara de no aceptar visitas a las cuatro de la madrugada. Manuel se quedó un instante sin saber qué hacer, pero llevaba la pistola en la mano, casi frente a la mandíbula, por lo que no iba a decir que así preguntaba si allí vivía un amigo suyo. Su desconcierto permitió que el hombre dijese algo.
– ¿Qué carajo quieres?
El hombre no gruñó nada más, porque Manuel le pegó a la garganta, bajo la oreja izquierda, el cañón de la pistola. Lo que pensaba decir lo hizo con los ojos. Manuel empujó el arma hacia delante y el tipo retrocedió. Ahora era el otro el sorprendido.
Apenas Manuel cruzó la puerta, apareció Celia, tapándose con una bata. No acertaba a comprender lo que pasaba, pero podía asegurar que no era nada normal. Manuel se lo explicó:
– Ambos a la cocina, y con la boca cerrada. No quiero matar a nadie, pero si me veo obligado, no voy a titubear.
No tenía ni idea de lo que haría. Recordó que la primera vez sucedió algo similar, aunque se trató de dos mujeres. Lo lógico sería matar al tipo y satisfacerse con la mujer. Lo que no podía definir es si ella colaboraría al ver muerto a su amigo. Meditó un instante. Convenía que ambos estuviesen vivos, para que estuvieran callados; además, si mataba a uno, él otro presumiría, y con razón, que iba a correr la misma suerte.
– Ponte junto al frigorífico -le ordenó el tipo.
– ¿Qué pretendes? -preguntó la mujer.
– Si has venido a robar, has elegido mal lugar -aseveró el hombre.
Manuel no escuchaba ni a uno ni a la otra, porque intentaba planear qué haría. No había contado con un tercero en el juego, y estaba seguro de que sobraba, pero no acertaba a decidir si le mataba antes o después, porque ignoraba la reacción de la mujer.
– ¿Tienes algo con lo que atarle? -le preguntó a ella.
– ¿Estás loco?
Celia se encontraba entre Manuel y su novio, con los brazos en jarras, sin importarle el arma. Manuel dio un paso adelante, empujó a la mujer, y ésta fue a caer sobre el taxista, que chocó contra la pared. El agresor avanzó un poco más y le puso la pistola en la boca al tipo, a la vez que decía:
– Esta puta es estúpida y la voy a matar. O le explicas que no es un juego, o me lío a tiros ahora mismo.
– Celia, hazle caso -musitó el hombre, tartamudeando.
La mujer debió de entender que no era broma, porque comenzó a temblar. Movía la cabeza hacia todas partes, buscando algo. De pronto se separó de su amigo, fue a la alacena y abrió un cajón. Sacó un rollo de cuerda plastificada, de las que se usan en los tendederos de ropa. Por fin decidía lo lógico, que la vida en suspenso era preferible a una muerte segura.
Читать дальше