– ¿Se le ha perdido algo, amigo? -le preguntó Claudio.
Manuel no respondió, y estuvo aún unos segundos mirando a la mujer, antes de alejarse hacia el retrete. Susana se movió nerviosa en el asiento, cerró su libreta de cuentas y susurró:
– No te metas con él; se nota que es un loco.
– No le tengo miedo.
– Pues deberías. Esa gente es peligrosa. ¿Sabrá que tenemos dinero? ¿No será un ladrón?
– Amor, el dinero está en el banco, y en cualquier lugar podemos disponer de él. Y no tenemos aspecto de millonarios, sino de gente común con un auto viejo y ropas pasadas de moda.
– ¿Y por qué nos mira así?
– Porque le has gustado. A mí no me ha mirado, y no creo que adivine si el dinero lo llevas tú o yo. Ninguno, realmente, pero él no lo sabe.
– Me da miedo. Parece un delincuente. Mejor si nos vamos.
Susana se sentía muy nerviosa. No era nada valiente, y, para agravarlo, no apartaba de su mente que alguien podía intentar secuestrarla y pedir un rescate. No era lógico, porque como decía Claudio, ellos no aparentaban tener dinero; y si se huele la riqueza, ellos emanaban el penetrante efluvio de los necesitados.
– Ya nos van a traer la comida -recordó él-. No seas paranoica. Será un loco, pero no podemos estar huyendo de todos los que son como él, porque nuestra vida sería una eterna huida.
– Tengo el presentimiento de que éste es especial.
– ¿Cómo de especial? Es un vagabundo. Acaba de bajar de un camión, y seguro que no tiene en qué irse. Comemos, subimos a nuestro auto y adiós, demente. Estate tranquila, porque no es para tanto.
Susana le escuchaba sin mirarle, puesto que sus ojos estaban fijos en el pasillo que conducía a los excusados. Esperaba ver aparecer al tipo y certificar que era peligroso, porque convencerla de lo contrario sería imposible. Si se le había metido en la cabeza que el hombre iba tras su dinero, poco podría hacer Claudio para disuadirla. Y en verdad que Susana tenía buen olfato, aunque se equivocaba en cuanto al interés de Manuel. No en definir que significaba riesgo, porque ahí su intuición había acertado plenamente, sino en lo de que él deseaba algo, aunque no era precisamente su dinero.
Calígula apareció en el pasillo y sus ojos hundidos se posaron de inmediato en la rubia, como si fuese lo único del restaurante. Claudio comenzó a ponerse nervioso, por mucho que se dijera que se trataba de un pobre hombre. Su insolencia era insultante. Fue a incorporarse, para cerrar el paso al fulano, cuando notó la mano de su esposa sobre la suya. Susana miró por la ventana y con la mano libre señaló un punto en el horizonte. Claudio entendió que convenía evitar un enfrentamiento, porque no estarían mucho allí y una bronca los perjudicaría, además de que retrasaría su viaje. También miró a la calle y percibió, por el rabillo del ojo, que el desaliñado se dirigía a la barra.
– Comemos y nos vamos, sin buscar problemas -susurró ella.
– Me gustaría romperle la cara. No le tengo miedo.
Claudio era más alto que Manuel y, aunque casi tan delgado, estaba seguro de poseer más músculo. Darle una paliza le dejaría de mucho mejor humor del que tenía en esos momentos. Pero su esposa razonaba de forma distinta, con más sensatez o más miedo.
– Esos tipos llevan armas -dijo Susana-, al menos una navaja. Y además están acostumbrados a las peleas callejeras. Lo mejor es no hacerle caso. Dentro de un rato nos habremos ido, y lo olvidamos.
El hombre admitió por bueno el juicio de su esposa y archivó las ansias de partirle la cara. Ella tenía razón: quizá no fuese tan sencillo, porque un vagabundo tiene recursos distintos a otro tipo de gente. Ganase o perdiese, se agenciaría un problema que no les convenía. Además, para reforzar la petición de Susana, la camarera llegó con la comida. Claudio se contentó con lanzar una mirada de odio a Manuel y se concentró en su plato.
Una sonrisa apareció en el rostro de Calígula cuando cogió su bocadillo con ambas manos. La rubia ocupaba completamente su mente y sentía que había perdido el apetito. No esperaba encontrar algo así en aquella parada para reponer energías. La mujer era de lo mejor que había visto en su vida, al menos fuera de revistas y películas. En su mente empezó a gestarse cómo pasaría las próximas horas.
Comieron, pagaron y salieron lo más rápido posible. Claudio, a pesar de su arranque de esposo injuriado, estimó que con un loco sales perdiendo aunque ganes la pelea, por lo que era mucho más conveniente marcharse con viento fresco. Una vez que la adrenalina descendió, la cordura la reemplazó y le susurró que no se buscase pleitos gratuitos, porque gente para pelear sobraba en cada esquina.
Sintieron la mirada del tipo en sus espaldas. Hacía rato que había terminado su bocadillo, por lo que nada le quedaba por hacer allí, pero pidió un café. Se notaba que les esperaba. Y por mucho valor que le echase, Claudio comenzaba a estimar que el tipo no le tenía ningún miedo a él, lo que podía deberse a la navaja que decía Susana.
Se dirigieron con rapidez a su auto, lo encendieron y abandonaron la gasolinera. Al pisar el acelerador en la carretera, Susana respiró, aliviada. Claudio, aunque no lo confesase y continuase en su papel de macho defensor, también se vio libre de una carga sobre sus hombros.
Manuel salió lentamente y se dirigió al área de los surtidores. Había tres autos repostando. Uno de ellos, un compacto verde, ya había terminado la carga y se iría al cabo de unos segundos, en cuanto le diesen el cambio. Lo conducía un hombre de edad avanzada que no llevaba a nadie más en el vehículo. Manuel se colocó junto a la ventanilla del copiloto y esperó, simulando querer preguntarle algo al empleado de la gasolinera. Antes de que el chófer arrancase, Manuel se metió en el auto y mostró su pistola.
– Muévete, y sin hacer nada extraño.
– ¿Vas a robarme el auto?
– Te detienes a unos metros, en la carretera. Y no hagas preguntas estúpidas.
El hombre hizo avanzar el coche lentamente, se detuvo en el borde de la carretera y miró a su izquierda. No venía nadie. Avanzó unos pocos metros por la calzada y se detuvo. Manuel movió su arma delante del hombre, a la vez que le decía:
– Tú te bajas aquí.
– No voy a dejar que te lleves mi auto -protestó el hombre.
– ¿Prefieres quedarte con el auto y estar muerto? ¿Te bajas vivo o te empujo cuando estés muerto?
A regañadientes, el conductor bajó del automóvil. Manuel se pasó en el asiento del chófer y aceleró. El hombre se quedó en la cuneta, con expresión de muy mal humor y maldiciendo la idea de haber cargado gasolina allí.
– Ahora a llamar a la Policía, al seguro y a hacer todos los trámites.
Debía regresar al restaurante y llamar a la Policía, luego esperarlos, y estar ahí mientras preguntaban a todo el mundo. Después, el reporte en el seguro. Por mucho que los de la ley se esforzasen, el día estaba perdido, y con suerte le devolverían el auto al cabo de una semana.
– Y veremos si es completo o lo desguaza por ahí. ¡Maldita suerte la mía!
Manuel pisaba el acelerador como un loco. Sabía en qué dirección se había ido la pareja que le había gustado, con la que incumpliría su promesa de no reincidir al menos en un tiempo. Pero la rubia le cautivó y el tipo le desafió, dos ingredientes que mezclaban de manera explosiva, y el detonador de su insana mente ya había activado la chispa. No podía dar marcha atrás, una vez que sus fosas nasales se habían inundado del olor a hembra. ¡Y qué hembra! Aquélla merecía un trato especial, algo nuevo, más parecido al amor.
Susana, un poco más tranquila, al confiar en que el tipo se había quedado en la gasolinera, volvía a tratar el tema de su boutique. Claudio escuchaba, como siempre, sin aportar nada. No estaba seguro de querer ser el dependiente de una boutique, ni aunque ésta le perteneciese. Era una vida demasiado monótona para alguien como él. Pero jamás hacía planes, al contrario que su esposa. Él dejaba que los acontecimientos dictasen el camino que debía seguir o qué tenía hacer. Así había sido siempre y no se quejaba. La vida era mucho más atractiva si no le pedías nada y aceptabas lo que recibías. La gente con filosofías simples son mucho más felices que los complicados.
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