– Hay que encontrar el auto, y un lugar en donde… -Detuvo su avance hacia su automóvil, porque algo había surgido en su mente-. Este tipo es de la zona. La conoce como la palma de la mano. ¿Cómo es que no está registrado en el Departamento de Vehículos? Sabe conducir. ¿Será posible que haya deformado o alterado sus huellas?
Mientras elucubraba, la teniente se dirigió a la comisaría de Bañuelos. En ese asunto solicitaría el apoyo de Carvajal, ya que éste era experto en coches y podría conocer la manera de alterar las huellas.
– No tiene permiso de conducir -caviló, recordando la deducción del Gordo-. Por eso no se arriesga mucho en la carretera, y viaja en camiones o autobuses. Sabe conducir, pero no tiene permiso. Enrique sabe mucho de esto -reconoció-. Si le detienen, podrían asociarle con el asesino que buscamos, aunque los de carreteras solamente revisan si tiene multas pendientes.
Marcó un número y sonó la voz de Enrique Carvajal. Se notó alegre de escuchar a la teniente. Esta le explicó lo que había razonado, y le habló de Esteban, la prostituta y el automóvil. Un silencio indicó que el jefe estaba pensando.
– Le cancelaron el permiso hace más de siete años -dijo.
– ¿Y eso que tiene que ver?
– Las huellas de la computadora son de quienes han obtenido permiso en los últimos siete años. Las anteriores las meterán en la computadora lentamente. Antes estaban en un archivo manual, y solamente las fueron incorporando si renovaban los permisos. No quisieron meter datos de gente que posiblemente se haya muerto.
– Así que si el tipo no ha renovado su permiso… ¿Y cómo le podemos hacer para cotejar con las anteriores?
– Muy difícil. Una comprobación manual sería de locura. Mejor si buscas el coche.
– ¿Tienes idea de dónde puede estar?
– No. Pero a lo largo de la carretera, antes de llegar a Bañuelos, hay varias sendas que llevan a granjas o a bosques.
Marcia meditó sobre lo que le indicaba Carvajal. ¿Por qué opinaba el jefe que se había desviado por una senda? Se lo preguntó.
– Pues… porque no creo que entre en Bañuelos con un deportivo muy conocido. La desviación no es tal, y pasa por barrios muy habitados, hay semáforos y varios policías. O da media vuelta y se aleja en dirección contraria, o se mete en alguna senda.
– Voy a guiarme por tu instinto; movilizaré a la gente en las sendas.
– Me avisas de lo que encuentres.
– Sabes que sí. Y, en cuanto pueda, nos tomamos otra cerveza.
– Es una promesa.
Apenas llegó a la comisaría de Bañuelos, Marcia organizó una batida a ambos lados de la carretera, entre la gasolinera y la población. No lograrían mucho aquel día, ya que estaba anocheciendo. Sería el jueves y volvían a estar a un día de diferencia con Calígula. Era mucho para alguien que se movía erráticamente y con velocidad. Sus movimientos eran espontáneos, porque los decidía en el momento, al cruzarse con sus presas, y tal comportamiento era impredecible.
Manuel se puso en pie y, completamente desnudo, salió a la calle. No lejos había un pequeño arroyo. Debía lavarse y marcharse de allí. Usaría el auto del tipejo, pero lo dejaría en algún lugar oculto, ya que podrían estar buscándolo. Luego, volvería a la carretera. Necesitaba comer algo, dormir, porque se sentía exhausto, y sosegarse, contener esa ira que se había desatado de nuevo, lo que cada vez le ocurría con más frecuencia.
Ahora iría a Ciudad Valdés, a buscar un empleo por un tiempo, en algún taller mecánico. Trabajaría un par de semanas y trataría de controlarse, para que se olvidasen de él. Luego volvería a las andadas, porque no podría reprimir su impulso jamás.
Regresó tras lavarse y se quedó en la puerta, mirando al horizonte, con la brisa secándole el cuerpo. Dentro ya olía a cadáver, y en breve el hedor atraería a gente o a animales. No tardaría en anochecer: el momento idóneo para irse. Las horas se le habían pasado sin sentir, porque cuando violó a la mujer, por segunda vez, entró en un trance que imitaba al sueño, y estuvo horas sobre su cuerpo, poseyéndolo, hasta que ya no pudo más, y se desmayó o durmió, o, al menos, se evadió de su triste realidad.
Se vistió sin prisa. El sol se acercaba al horizonte. La puta tenía doscientos dólares en la cartera, y el tipo únicamente veinte, pero eran suficientes para unos días.
Subió al auto y se alejó lentamente, sin mirar hacia atrás. Le parecía imposible haber matado a otras dos personas. Siempre juraba que sería la última vez. En adelante buscaría alguna prostituta que no se mofase de él, que entendiera su problema. Pero su subconsciente sabía que eso era ilusorio; no porque no existiese una mujer que le pudiera aceptar tal como era, sin risas ni comentarios, sino porque él vería la burla donde no existía y se iniciaría un conflicto que, en realidad, sólo estaba en su mente, no en el tamaño de su pene.
Abandonó el auto a unos metros de la incorporación de la vereda a la autopista, oculto en un bosquecillo. Aún no estaba anocheciendo, y algún camionero se detendría. Era la tarde del martes. En Figueroa todavía no sabían nada de su paradero.
Se habían detenido a la entrada de Arteaga, el pueblo anterior a Molinar. Eran las dos de la tarde. Habían parado en un restaurante de la carretera para comer. Susana no deseaba gastos superfluos, fija su mente en su ansiado negocio. Claudio coincidía en la necesidad de ahorrar, pero no era tan cicatero como su esposa. Sin embargo, aceptaba lo que ella decía y dejaba en sus manos la economía. La mujer decidía en casi todo, y a él jamás le había preocupado, porque no pensaba que ser el varón supusiera llevar el timón de su matrimonio. Era un caso extraño, y a eso se debía que llevase varios años junto a Susana, quien nunca soportó un novio más de seis meses.
Estaban sentados junto a la ventana, en un restaurante de una gasolinera donde normalmente paraban camioneros o agentes viajeros. Era un sitio barato y servían con rapidez. Ella tenía delante el cuaderno de las cuentas, el de los sueños; él miraba distraído por la ventana, esperando a que les sirviesen. Esa parte estaba también bajo el control de Susana.
Afuera, junto a una de las bombas, se había detenido un gran camión. De él bajaron dos hombres que se pusieron a charlar junto al surtidor, mientras un empleado ponía gasolina en el tanque. Uno de los hombres era un tipo alto y flaco, con cara magra y barba de días, que parecía vagabundo. Llevaba una mochila azul sucio colgando del hombro y le dio la mano al camionero, despidiéndose. Claudio miró distraído hacia él, más por entretener su mente que por interés, ya que oír de nuevo lo que les faltaba por ahorrar y cómo pensaba Susana poner la boutique le aburría. Ella era la que estaba perdidamente ilusionada con su proyecto. Él no tanto, porque encerrarse en una tienda no le parecía un gran futuro. Prefería ganarse la vida como hasta entonces, a salto de mata, haciendo algo aquí y luego allí, sin ataduras ni planes prefijados. Y eso era lo conveniente si se tiene una mujer dominante, porque la única forma de escapar a su mareaje es no teniendo horario fijo ni un escritorio tras el cual encontrarle.
El hombre de la mochila se encaminó al restaurante, seguido por la mirada de Claudio, quien no tenía otra cosa mejor que hacer que fijarse en él. Le llamaba la atención que un tipo tan astroso comiese en un restaurante, aunque fuera de los baratos. Parecía más uno de los que buscan su alimento en la basura.
Manuel entró en el restaurante y se sentó a la barra. Como Claudio se ubicaba frente a la entrada, siguió observándolo. Y sus miradas se cruzaron, ya que el recién llegado percibió de inmediato la corta melena rubia de Susana, a quien tenía de espaldas. Pero no tardó en solucionar eso, pues, apenas pidió algo, abandonó la barra y pasó junto a la pareja, rumbo al retrete. Al llegar su altura, se detuvo un momento y contempló con descaro a la mujer. Claudio le clavó los ojos, desafiante, pero el tipo demacrado ni lo advirtió, atento a ella. Susana notó que alguien estaba cerca y miró al extraño. Se asustó al conectar sus ojos con los del hombre, oscuros pero luminosos, que transmitían con claridad lo que pasaba por su cerebro. En su rostro había una mueca que delataba lo que pensaba. No era nada discreto, y eso emanaba de que no le preocupaba demostrar descaro.
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