– Brigitte -recordó.
La esperó en el portal de su casa y le dio un susto de muerte. Le puso el cuchillo en el cuello. La mujer palideció, sin poder soltar una palabra. En aquellos días, todavía no se había agenciado la pistola, porque no pensaba usarla. Ni siquiera el largo cuchillo; si llevó uno consigo, fue ante la eventualidad de que alguno de los macarras del burdel acompañase a la golfa, pero no había imaginado pintarlo de sangre.
La mujer le reconoció -pues solamente habían pasado tres días de la noche en que disfrutó con su hilaridad- y pensó lo peor. A Manuel no se le veía la cara, pero ella la tenía a pocos centímetros, por lo que sintió pánico.
– ¿Qué me vas a hacer? -preguntó, temblando.
– Te voy a dibujar una sonrisa eterna en el rostro.
– ¡No, por favor, no me hagas nada! No quise burlarme de ti.
– ¿Qué quisiste, pues? Porque sí te burlaste, aunque no querías.
Brigitte no tenía respuesta. Había sido muy cruel y su mofa obligó a Manuel a salir corriendo del cuarto, a medio vestir, con la cabeza gacha, ocultando el sonrojado semblante. Manuel no se enteró de que, luego, todos los que estaban en el burdel, trabajadoras y clientes, supieron de su desdicha; eso hubiera sido mucho peor. Si la rabia le comía por dentro debido a la burla de ella, ¿qué hubiera sucedido de imaginar que la guasa fue colectiva y que se contaron chistes al respecto?
– ¿Qué me vas a hacer? -insistió ella, muy nerviosa.
– Vamos a tu casa -propuso él-. Vas a ver que soy tan hombre como los demás.
– No lo dudo. Mira, me entró la risa… porque recordé a otro tipo…
– Por supuesto. Vamos a tu casa.
Ella intentaba recomponer su orgullo roto, pero Manuel sabía que ya nada lo arreglaría, porque se despedazó el día que entendió que los demás niños estaban mejor dotados. Lo siguiente fue ocultarse constantemente, evitar cotejos e incluso eludir el tema de conversación, algo muy normal entre adolescentes. Solamente un milagro lograría que su orgullo se restaurara, y él no creía en actos divinos. Tampoco la resignación le parecía oportuna, y menos un remedio, porque tenía mucha vida por delante y no podía pasarla sin sexo, o buscando a alguien que no se burlase, ni siquiera mentalmente. Ese fue siempre el problema, que si le compadecían él imaginaba que se reían; si se mostraban indiferentes, sabía que se mofaban en su interior.
Brigitte subió lentamente los primeros peldaños. Pero una vez que estuvo repuesta de la primera impresión, apreció que en el apartamento podía estar ya su compañera, con quien compartía la vivienda. El tipo no se atrevería con ambas. Pensando en esto, ascendió con rapidez, y Manuel la siguió con el puñal en la mano.
Efectivamente, Eloína, su compañera, estaba allí. Era norma pactada entre ambas no llevar hombres al domicilio, por lo que la mujer, que se encontraba en la cocina, se quedó asombrada; y más al ver que el acompañante traía un cuchillo en la mano. Con buenos reflejos, cogió una sartén y se lanzó contra el intruso, segura de que su amiga no le había invitado.
Manuel dio un paso atrás, dejó que ella se abalanzase y le clavó el cuchillo a la altura del hígado. Sacó el puñal con rapidez y lo introdujo de nuevo un poco más a la izquierda. Luego, previendo que Brigitte escaparía, dio un salto hacia atrás y se colocó en el umbral de la puerta de la cocina. La mujer detuvo la carrera a un paso de él. Después del primer instante de perplejidad, al observar que acuchillaba a su amiga, optó por la fuga.
– Ni lo sueñes.
– ¡La has matado!
– Y a ti también, si no haces lo que yo te diga.
La mujer empezó a llorar, llevándose las manos a la cara. Jamás hubiera imaginado que su vida podía acabar por una simple burla. Aquello era algo inaudito, pero le estaba pasando. La gente normal no mata con tanta facilidad y por razones tan banales.
– ¿Qué es lo que quieres? -logró preguntar, en un insólito arranque de valor.
– Vamos a la cama. Y allí haremos lo que quedó pendiente.
– No me habías pagado -recordó ella.
– Eso no quedó pendiente.
Manuel agarró de un brazo a la prostituta, para que no huyese, y giró su cabeza para observar a Eloína, que estaba en una esquina de la cocina, con los ojos extraviados, sin poder creer que aquel hijo puta le hubiese asestado dos puñaladas. Se moría, porque la sangre le brotaba a borbotones y no podía detenerla. El demente empujó a Brigitte contra su compañera; él dio unos pasos para colocarse junto a ambas. Eloína contemplaba las heridas de su vientre, atónita. No se dio cuenta, y tampoco su amiga, de que Manuel preparaba otro golpe. Si la dejaba allí, podría llegar a la puerta y armar un escándalo. Por el momento, ambas tenían los labios cerrados, una porque no entendía cómo podía morirse de una forma tan tonta, y la segunda por miedo. El estilete salió disparado de la mano del hombre, subió desde su costado derecho a la garganta de la mujer y se lo introdujo con tal fuerza que salió bajo la nuca. Eloína no pudo emitir sonido alguno, pero su amiga sí lanzó al fin un alarido, sin importarle las consecuencias.
Manuel dio un paso en retirada. Eloína estaba perdiendo la verticalidad. Brigitte se mesaba los cabellos, a la vez que lanzaba gritos de desesperación. Fue entonces, al caer al suelo la mujer lacerada, cuando el homicida se dio cuenta de lo que había hecho. Reaccionó de inmediato, llevando la mano izquierda a la cabellera de Brigitte, y la atrajo hacia él, sin importarle que gritase. Mientras se la acercaba con la mano izquierda, con la derecha volvió a manejar el puñal y se lo introdujo en las costillas. Lo extrajo de inmediato. Sin mediar un minúsculo lapso entre una acción y otra, se lo clavó en la garganta, por el lado derecho, atravesando su cuello. La mujer dejó de gritar y lanzó una gran bocanada de sangre por la boca. Manuel haló con más fuerza sus cabellos y lanzó hacia atrás, en dirección a la puerta de la cocina. Y antes de que tocase suelo, le propinó otra puñalada, ésta en la espalda.
Al cabo de unos segundos, ambas mujeres estaban muertas, tendidas en el suelo: una, al fondo de la cocina; la otra, con medio cuerpo en el pasillo. Manuel contempló su obra, valorando el saldo. No había ido allí a matar a nadie, sino a tener sexo con la maldita que se rio de él, y probablemente a propinarle unos golpes; pero él no se conocía bien, ignoraba cómo actuaría en esos momentos en que la furia se apoderaba de su raciocinio. Debió recordar que antes, en peleas escolares, se salía de control y no preveía el resultado de su cólera: en una ocasión dejó tuerto a un compañero. Otra vez, le pegó a un fulano con una barra de hierro en el cuello; cuando el agredido bajó la cabeza, le dio tal golpe en el cráneo que le hizo una raya de peinado permanente, de un centímetro de profundidad.
Fue hasta la puerta y revisó el corredor. Nadie acudía a los gritos de las mujeres. Quizá supusieron que se peleaban entre ellas, o simplemente no les importaba lo que les sucediese. Por tanto, disponía de tiempo. Además, ambas le habían manchado de sangre, por lo que habían dejado su ropa de forma que le sería imposible salir a la calle de tal guisa. Se la quitaría y la lavaría. Después debería esperar a que se secara.
Por primera vez en su vida, no le urgirían las putas, además de que no se reirían de él. Lo malo es que estaban muertas, detalle que constituía un inconveniente. Se agachó junto a la que yacía en la cocina y palpó su cuerpo lleno de sangre. Estaba caliente. Y al notar la tibieza de la mujer, sintió una repentina actividad en su miembro, un acaloramiento interno.
Fue a ver a Brigitte. Al ponerle una mano sobre las desnudas piernas, notó que su excitación crecía. Estaban muertas, pero eso no le importaba a su organismo. También estaban repletas de sangre, y eso implicaba aumentar el problema de las manchas, aunque no si se desnudaba, lo que debía hacer para limpiar su ropa. Y lo hizo, con rapidez y sin meditarlo más. Una vez desnudo, y sintiendo una erección intensa, magnífica, se puso a quitarles la ropa a ambas. Luego movió a Eloína de la cocina al pasillo y la colocó junto a su amiga, ambas boca arriba.
Читать дальше