Cerca del mediodía cruzó por delante de la gasolinera en donde dejó a Calígula. Continuó su camino para repostar en la siguiente, la de Salinas. Eran las dos de la tarde del miércoles y tenía hambre.
Jaime había recibido la llamada de Enrique media hora antes, y ya había preguntado a tres camioneros si transportaron a un tipo flaco y demacrado, que llevaba un paquete o un maletín. Le debía algunos favores al jefe, por lo que se tomó la investigación como algo personal. Cuando vio que llegaba otro camión, esperó a ver qué hacía el conductor. Éste descendió de la cabina y fue hacia el restaurante. Luego le pondría gasolina, porque primero era meter algo al estómago. El encargado reconoció al chófer, a quien llamaban Navas, seguramente porque se apellidaba así. Al menos éste no era el Orejas, Barriga de Tonel, Cabeza de Biela o Meacunetas, como la mayoría, que ya habían olvidado nombre y apellido.
Apenas se sentó el conductor y Rosita anotó lo que le pidió de comer, Jaime fue a verle. Se sentó en frente. Al camionero le asombró que se sentase, no que le saludase.
– ¿Qué cuentas, Navas? ¿Cómo va todo?
– Una mierda. Llevo dos días pegado al volante, y me espera otra joda cuando llegue a San Pedro. ¿Crees que descansaré este mes o lo dejaré para Navidad?
– ¿Pasaste anteanoche por aquí?
– Hoy es miércoles. -No sabía ni en qué día estaba. Y así toda la vida, sin descanso, sin distinguir los laborables de los festivos, y con tres hijos con hambre bíblica-. Sí, claro, ayer dormí en Ciudad Valdés. Bueno si eso es dormir. Sí, a medianoche. Pero puse combustible antes de Bañuelos.
– ¿Has escuchado lo que pasó en Figueroa?
– No, no he escuchado nada. ¿Qué ha pasado?
– Un loco mató el lunes a una pareja de granjeros. Y el tipo se fue en algún camión por aquí delante. ¿No recogerías a un flaco esa noche?
Navas despertó de pronto. No tomó café antes de salir, había venido somnoliento todo el trayecto, tenía hambre y estaba de malas. Pero aquella noticia hizo que se le olvidase todo y abriera los ojos como platos. Exactamente aquella noche él levantó al flaco, y fue en Figueroa.
– ¿Ese tipo…? ¡Claro que levanté a un tipo flaco!
– ¿Llevaba algún paquete o mochila?
– Una pequeña. Era un tipo simpático y conversador, me estuvo hablando de… ¿Fue él?
– ¿Dónde se quedó?
– En la gasolinera que está antes de Bañuelos, la nueva, esa que…
Jaime ya no escuchó lo siguiente, porque corrió al teléfono. Navas se quedó rumiando la noticia. Pues sí que tuvo suerte, porque subió a un asesino y podía contarlo. Y el tipo parecía inofensivo. Vaya que la vida daba sorpresas, y cada vez más jodidas, con tanto cabrón con las tuercas sueltas.
Carvajal sonrió, al escuchar la noticia. No se había equivocado. Seguramente el tipo pasó la noche en la gasolinera Aurora, porque allí los cuartos eran baratos. Si fue así, el martes por la mañana seguiría hacia el sur. Y les llevaba todo un día de ventaja. Y, puesto que no colocaron retenes el martes, de poco servían el miércoles. Y no era la solución, sino ganarle tiempo, reduciendo la diferencia en horas y kilómetros. Pero los federales no sabían de eso y creían que bastaba con llenar de controles las carreteras. ¿Y los caminos vecinales? Si conocía la región, iría por las veredas, y al final terminaría en Ciudad Valdés sin pisar el asfalto.
– Le daré la noticia a Marcia. No, antes llamaré a la gasolinera. ¡Torres! ¡Despierta, holgazán! Además de peinarte, deberías lavarte las orejas por dentro. Seguro que tienes una plantación de champiñones en los oídos.
El deportivo se encontraba delante de un cobertizo casi derruido, en medio de un gran prado, con un bosquecillo enfrente, en la ribera del arroyo. Manuel conocía la zona, porque dirigió hasta allí a la rubia, directamente y sin dudarlo. Y según llegaron, retiró las llaves del coche, se las guardó en un bolsillo y salió. Desde fuera, apuntándoles con la pistola, les hizo descender del auto. El rubio se hizo el remolón, pero un movimiento del arma de Manuel le recordó que podía escaparse un tiro. La mujer, en cambio, bajó de inmediato y se colocó junto a la portezuela.
– Vamos adentro -les ordenó Manuel, girando la cabeza con dirección al establo.
– ¿Qué nos va a hacer? -le preguntó sollozante la rubia a su amigo, amante o cliente.
Este se encogió de hombros. No podía adivinarlo. Se asumía el robo como lógico, pero pudo efectuarlo sin conducirlos hasta allí. Intentó leer en los ojos de Manuel, pero éstos no transmitían sensación alguna. Estaban vacíos, y, si reflejaban el alma, podía suponerse la condición de ésta. Manuel jamás expresaba nada por los ojos, o por muecas de su rostro, a no ser que intentase enviar un mensaje. Había conseguido reprimir toda emoción, probablemente por la falta de exposición de sus sentimientos por largo tiempo. Sin importar cuál fuese el origen, el resultado obtenido era la absoluta indiferencia.
– No sé, pero no parece que quiera robarnos. Será un secuestro. ¿Piensas pedir rescate por nosotros?
– No es mala idea. Es posible que tú valgas algo, pero por esta puta no darán cien dólares. Vamos dentro. ¿Cómo te llamas, perra?
La mujer se detuvo, para mirar hacia atrás, y recibió un empujón que la lanzó unos metros delante. Consiguió mantener el equilibrio y no caerse al suelo del cobertizo. Se trataba de un antiguo establo, algo alejado de las casas que se veían a lo lejos. Posiblemente tuvo alguna función en el pasado, pero lo abandonaron cuando compraron tractores para transportar el heno a pajares más próximos a las cuadras. En el interior había heno en un rincón, y no parecía muy antiguo, lo que no se explicaba muy bien, a no ser porque algún ganado no anduviera lejos.
– ¿Y cómo te llamas, por fin? -insistió Manuel.
– Mau -dijo la mujer, que dio unos cortos pasos hacia delante.
– Eso hacen los gatos. ¿Y tú, niño rico?
– Esteban Gómez -respondió el interpelado.
– Muy bien Esteban y Mau, vamos a jugar un jueguito. Para comenzar, tú -señaló al hombre- te colocas junto a esa columna.
El cobertizo, además de almacenar heno en la parte alta, tuvo ganado en la baja, por lo que contaba con unos cubículos, donde quizá metieron caballos. En uno de ellos había bastante paja. Y en el centro de la nave, varias columnas de madera soportaban el tejado. Esteban se colocó junto a una de ellas.
– Miau, coge una cuerda de ésas y amárrale a ese pilar. De las muñecas y bien fuerte. Si lo haces mal, te pego un tiro en la pierna.
– ¿Qué piensa hacer? -preguntó Gómez.
– Tú te callas y observas. Te he traído como juez, así que juzga y no hables hasta que te pregunte.
– ¿Qué tengo que juzgar?
– ¿No te he dicho que te calles? ¡Amárralo, puta!
Mau, Mauricia, cogió una de las cuerdas que colgaban de ganchos en las columnas, y se acercó a Esteban. Este, obediente y tembloroso, puso los brazos alrededor del pilar y permitió que la mujer le atase las muñecas. Manuel se acercó y comprobó que estaba bien amarrado. La mujer dio unos pasos en retirada, calculando, con el rabillo del ojo, la distancia hacia la salida, a la gran puerta que no cerraba, pues una de sus hojas estaba en el suelo.
– No intentes escapar -dijo Calígula-, porque te pego un tiro en la espalda.
– ¿Qué vas a hacer conmigo?
La joven temblaba, su rostro estaba pálido, y, por los surcos de pintura bajo los ojos, se notaba que lloraba, aunque sin gemidos. El miedo flotaba en el aire. El demente no lo hacía, pero los otros dos temblaban.
– Lo mismo que hacen los demás.
– Para eso no necesitabas toda esta escena -dijo la mujer-. Lo hubiera hecho gratis.
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