Erlantz Gamboa - Caminos Cruzados

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Un matrimonio de un pueblecito mexicano aparece brutalmente asesinado en su propia casa. Nadie puede hacerse a la idea de que estas cosas que suceden normalmente en la capital hayan acabado pasando en la tranquila población y menos que nadie el encargado de la investigación policial, Carvajal. Es entonces cuando aparece la agente de la policial federal, Marcia de Valcarcel, que informa a Carvajal de que el crimen se corresponde con el modus operandi de un asesino en serie al que hace bastante que persigue y al que ha apodado Calígula.
Por otro lado, en un pueblo cercano aparece una anciana con el cuello roto y con la caja fuerte donde guardaba sus joyas desvalijada. En esta ocasión es el teniente Arturo Palacios quien irá detrás del asesino «mataviejitas».
Las historias de las dos investigaciones se van entretejiendo con agilidad en la novela que resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Negra L'H Confidencial 2010. En palabras del jurado «destaca el buen ritmo narrativo y la buena dosificación de ingredientes de la historia, que convierten Caminos cruzados en una novela ágil y con unos hilos argumentales bien trabados, que aseguran el interés de la historia hasta la última página».

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– ¡Estoy gozando!

Y luego emitió otro alarido, aunque éste fue sordo y no fingido; nació en las entrañas y salió de sus labios en compañía de un aparatoso chorro de sangre. Manuel le había clavado la daga en el cuello; lo había atravesado de lado a lado. La mujer tosió. Fue lo último que hizo. Luego movió la cabeza hacia la izquierda y vomitó sangre. El asesino movió el estilete en círculo, para agrandar el boquete y para que su espíritu se apresurase en irse. Y no tardó en abandonar el cuerpo de Mau.

Manuel estuvo unos segundos sobre ella, bañándose con el líquido de la vida. Lentamente se enderezó, quedó de rodillas sobre la paja y descargó unas puñaladas en el tórax de la mujer, gritando como loco:

– ¡Maldita puta, tú también te estabas riendo! ¡Todas os reís! ¿Cómo os sienta cuando os meto el hierro en el cuerpo? ¡Sí, el otro hierro, putas!

Se incorporó, pero siguió apuñalando a la mujer. Esteban cerró los ojos y se puso a rezar. Allí no terminaba todo. Había oído, sin prestarle atención, algo sobre unos terribles crímenes, de un loco que mataba parejas. No lo consideró hasta ese momento, pero lo había recordado cuando el tipo clavó el puñal en el cuello a Mauricia. Podía jurar que él no saldría vivo de allí. Entre los rezos, comenzó a gimotear, y un chorro de orina discurrió por sus piernas.

– ¡No me mate! ¡Lléveselo todo, pero no me mate!

Había visto que el tipo avanzaba hacia él. Leyó en su rostro demacrado, o en la luminosidad de sus ojos, que pensaba acabar con su vida, sin otra razón que haberse cruzado en su camino, que haber visto que estaba muy poco dotado. Sólo porque estaba acompañado de la rubia, libre de complejos, le había condenado a muerte. Era absurdo perder la vida por que alguien sufriera un problema del que él no era culpable. No era justo, pero tampoco ser rico a costa de otros, hijo de alguien que robó y estafó a sus vecinos, como era su caso. Nada es justo en la vida, y saberlo no sirve de remedio.

Manuel avanzó con la cabeza baja, los ojos fijos en Esteban, los dientes crispados y la mano derecha moviéndose junto a su pierna, balanceando el puñal. Su rostro enjuto estaba lleno de sudor y su miembro se había reducido a la nada, oculto entre la pelambrera ensortijada. Toda su vivacidad se concentraba en los ojos, que en esa ocasión sí querían expresar algo, y lo que sugerían no era del agrado de Esteban.

Sin mediar palabra, Manuel clavó el estilete en las costillas del preso. Éste lanzó un alarido, echó la cabeza hacia atrás y golpeó su pecho contra el pilar de madera. Esteban sintió que una mano le agarraba del cabello y le halaba para que se separase de la columna. Sus ojos se desorbitaron al percibir, a un centímetro de ellos, la punta del estilete. Se trataba de desorbitarlos, pero sin metáfora. El acero entró en un extremo de la cuenca derecha, mientras el hombre gritaba con desesperación. El globo saltó al suelo cuando el filoso cuchillo cortó lo poco que le unía al rostro. El cautivo prorrumpió en alaridos, pero nada podía hacer, excepto que la cuerda le hendiese las muñecas. Y pronto fue el otro ojo, que se unió al primero en el piso de tierra.

– Tú lo viste -gruñó Manuel-, y fue lo último que hiciste.

– ¡Yo no…, yo no!

Esteban, presa del dolor, atenazado por el pánico, no podía defenderse, y sin ojos le sería imposible huir, aunque no estuviese sujeto a la columna. Tampoco podía esperar misericordia. Su instinto exigía seguir con vida, porque su mente no había procesado aún que estaba ciego.

– ¡Hijos de puta! -gritó Manuel, clavándole el estilete en la espalda-. Vosotros no sabéis lo que es esto. ¿Por qué a mí?

Le metió varias puñaladas más en la espalda, mientras repetía la pregunta que su mente tenía grabada desde el día en que nació, más bien desde cuando se dio cuenta de su problema: «¿por qué a mí?». Ellos, aunque quisieran, no tenían la respuesta, y quien podía responder no lo haría. No tenía obligación de disculparse con los seres que creaba, y no se dignaría a dar satisfacción a cada uno que le plantease una queja.

Esteban ya no sintió las puñaladas, ni el dolor del pene, ni el de los ojos, ni que la nueva oscuridad era mucho más densa que la ceguera. Se desentendió de todo y fue cayendo al suelo, pegado a la columna.

Manuel se alejó lentamente de su segunda víctima y regresó a donde la primera palidecía. Se detuvo ante ella y contempló la sangre que la inundaba, la que teñía la paja a su alrededor. Estuvo unos minutos con la mente vacía, los ojos mirando sin ver, la mano derecha aferrada al mango de la daga. Luego avanzó hacia el cadáver.

A cada paso que daba, su virilidad renacía. Era notoria, a pesar de que su miembro no sobresalía mucho de su pelvis. Sus ojos estaban clavados en la vagina de la muerta, como si no hubiera nada más, ni en la mujer ni en el cobertizo. Y cuando se fue agachando, su erección aumentó, lo que le provocó un escalofrío. Se puso de rodillas y luego se lanzó sobre la mujer, a quien comenzó a morder en el vientre, con verdadera furia. Balbuceaba algo ininteligible, que sonaba como su eterna obsesión: «¿por qué a mí?».

Subió sobre el cuerpo de ella, llorando como un niño, y volvió a introducirse en su humedad, ahora pringosa por la sangre. Entonces comenzó a moverse lentamente, gozando más que en la cópula de la vez anterior, cuando ella todavía respiraba.

– ¿Por qué a mí?

Capítulo 5

Manuel estaba sentado sobre un montón de paja que sacó del cubículo y colocó en el centro del cobertizo. Con las manos en el rostro, y éste casi en las rodillas, cavilaba sobre lo que había hecho. Nuevamente había matado a dos personas. Y lo más extraño era que ya no le remordía la conciencia, como si hubiera sido en defensa propia, por necesidad. Los escrúpulos se olvidan, o se relegan, con el tiempo y la repetición de un acto, por punible que sea. Matar puede convertirse en hábito, y ya no se piensa en la trascendencia, simplemente se ejecuta.

– No… me puedo contener -dijo, en voz baja.

Hacía poco que había comenzado a asesinar parejas. Matar no era nuevo en él. Ya no llevaba la cuenta, y mucho menos recordaba las caras. Al principio eliminó a algunas prostitutas, las que se rieron abiertamente de su «problema». Nunca lo hizo en el momento en que ellas soltaron la carcajada. Se iba con la cola entre las patas, rumiando su vergüenza y humillación, apretando los puños, con la firme promesa de regresar a buscarlas y borrarles la sonrisa de la faz. Y así lo hizo, al menos en seis ocasiones. Lo más curioso radicó en que la Policía investigó poco tales sucesos, como si matar putas fuese lícito. Posiblemente se les amontonaban los casos similares, o el número de sospechosos era tal que no daban abasto. Lo que fuese, pero los periódicos y la tele no se dedicaron a él con tanta asiduidad; los asesinatos sólo motivaron una noticia fugaz. La misma Policía archivó los expedientes apenas abiertos y dedicó sus esfuerzos a la necesaria tarea de cuidar a los hijos de los políticos.

Recordaba con precisión a la primera, porque no había premeditado matarla, pero la situación se escapó de su control. Se dice que el primer asesinato es como el primer orgasmo o la primera novia, que deja huella aunque no sea la experiencia más satisfactoria. En su mente había quedado la imagen de la mujer delgada, con unas caderas que parecían artificiales, porque su busto era exiguo. No era guapa, aunque con tanta pintura nadie podía asegurarlo. No se diferenciaba mucho de las otras, pues mostraba el mismo escote, aunque en su caso usaría relleno, la misma minifalda, y mascaba chicle con idéntica desesperación. Era una más del montón, de las que consumían sus horas -bebía unos vasos con líquido oscuro que sería jugo de uva, aunque costaba como whisky- en el rincón junto a la entrada del retrete (tocador, según ellas) de aquel asqueroso bar. Se había inventado un nombre exótico, al igual que sus compañeras.

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