Erlantz Gamboa - Caminos Cruzados

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Un matrimonio de un pueblecito mexicano aparece brutalmente asesinado en su propia casa. Nadie puede hacerse a la idea de que estas cosas que suceden normalmente en la capital hayan acabado pasando en la tranquila población y menos que nadie el encargado de la investigación policial, Carvajal. Es entonces cuando aparece la agente de la policial federal, Marcia de Valcarcel, que informa a Carvajal de que el crimen se corresponde con el modus operandi de un asesino en serie al que hace bastante que persigue y al que ha apodado Calígula.
Por otro lado, en un pueblo cercano aparece una anciana con el cuello roto y con la caja fuerte donde guardaba sus joyas desvalijada. En esta ocasión es el teniente Arturo Palacios quien irá detrás del asesino «mataviejitas».
Las historias de las dos investigaciones se van entretejiendo con agilidad en la novela que resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Negra L'H Confidencial 2010. En palabras del jurado «destaca el buen ritmo narrativo y la buena dosificación de ingredientes de la historia, que convierten Caminos cruzados en una novela ágil y con unos hilos argumentales bien trabados, que aseguran el interés de la historia hasta la última página».

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Sus ojos lanzaron chispas al contemplarlas, exánimes, llenas de sangre, con grandes boquetes en el cuello. Su mente posiblemente percibía otro panorama, uno que no correspondía a lo que le enviaban los ojos. Manuel estaba evocando y no viendo, aunque tenía abiertos los ojos, fijos en dos cuerpos inertes ante él.

Se agachó lentamente y se colocó sobre el cuerpo de la compañera de apartamento, seguramente porque Eloína estaba algo más rolliza, tenía un busto más prominente. No había proyectado acostarse con ella, pero estaba allí, y a su amiga no le importaría. Introdujo su miembro en la humedad de ella, y el orgasmo se produjo casi de inmediato, con una violenta eyaculación que brotó espontánea, mucho antes de lo que él hubiera querido. Pero no le importó. Esperó para una segunda oportunidad, y podía cambiar de pareja. Mientras la libido se reconstituía, se puso a limpiar su ropa, quitando las manchas con un trapo húmedo y jabón. Luego encontró un secador de pelo, y, sin importarle que terminase arrugada, dejó su vestimenta medianamente aceptable, al menos sin manchas patentes que llamasen la atención. Descubrió que asesinar con cuchillo suponía estar muy cerca de la sangre, al contrario que si disparas a unos cinco o seis metros. Por tanto, cuando usase el cuchillo debía prevenirse de no ser salpicado. Pero, no obstante, debería conseguir una pistola.

Acabada la limpieza, regresó con las mujeres, y hubo dos contactos más, uno con cada una, hasta que, exhausto pero feliz, estimó que el alba estaba próxima. Fue al excusado, se metió en la ducha y se lavó concienzudamente. Se vistió, revisó que no llevara sangre en los zapatos, pues éstos también los lavó, y salió a la calle con la felicidad dibujada en el rostro.

De regreso a la realidad, al establo donde había asesinado a otra pareja, sus labios musitaron con un extraño y macabro orgullo:

– Fue la primera vez, y me gustó.

Al dar un repaso a su historial, podía jurar que aquella vez fue la más memorable, por primera, porque sirvió de inauguración. Antes había golpeado a alguna puta, pero jamás las mató, y menos por parejas. La sangre nunca le produjo repugnancia, pero tampoco le atrajo a tal punto de provocarle una gran erección y un estímulo volcánico como para obtener varios orgasmos.

– Y mi primera pareja…

La anterior no era una pareja, sino un par, ya que él diferenciaba a los dúos de mujeres o de hombres de los heterogéneos. Ese era el segundo momento inolvidable de su historial, porque representó un cambio. Además marcaba para siempre su futuro, su modus operandi.

El miércoles a las cinco de la tarde, la teniente Valcárcel, que iba rumbo a Manzanos, recibió la llamada del jefe Carvajal.

– Te tengo una buena noticia -dijo el jefe-. ¿Por dónde vas?

– Acabamos de dejar atrás Bañuelos.

– Pues da media vuelta y vete a la gasolinera que está antes de la entrada, de nombre Aurora.

– La hemos pasado hace un rato -recordó la mujer-. Da media vuelta -le ordenó a Josué, quien conducía-. ¿Qué tienes?

– El lunes, le dejó allí un camionero, bastante tarde, y vio que se metía en el restaurante. El tipo dijo que pasaría la noche en uno de los cuartos. No creo que esté aún en la gasolinera, pero te podrán dar alguna información.

– Gracias, Enrique. Te debo una.

– De nada. Tenme al tanto, por favor.

– No dudes que lo haré.

No tardaron en llegar a la gasolinera Aurora. Se encontraron con el que hacía el turno de día, que les explicó lo que sabía:

– Yo no vi al tipo que dicen. Sí estuvo aquí un tipo alojado, pero no supe cuándo se fue. Yo abrí su cuarto, para llamarle, y ya no estaba.

– ¿Había más gente? -preguntó Jonás.

– Una pareja.

– ¿Una pareja? -exclamó la teniente-. ¿De qué edad? ¿Cómo eran?

– Ella era una piruja de tetas grandes, rubia por el tinte. El tipo es el hijo de un rico de Bañuelos, que siempre anda borracho y con golfas.

– ¿Y se fueron por la mañana?

– Casi el mediodía. Pero se fueron solos. El otro tipo se marchó antes.

– Eso… -dijo Marcia- habrá que comprobarlo. No viste que se marchara, así que bien pudo estar escondido… -miró hacia la carretera- por ahí. ¿Dónde vive tu compañero? Necesito su dirección, y también la del hijo del rico.

– La de Lucas la conozco. La del muchacho bobo no, pero es fácil dar con su familia, porque son dueños de medio pueblo. Pregunten en el hotel o en el supermercado de la plaza. Se apellidan Gómez, y aunque haya otros del mismo apellido, si preguntan por «los Gómez», no hay pérdida.

– De acuerdo. Toma nota de la dirección del tal Lucas -le ordenó a Josué.

No tardaron en volver a la carretera y poner proa al pueblo. Mientras, Carvajal andaba llamando por teléfono a los conocidos, poniendo a trabajar su teoría de que los confidentes ahorran viajes y de que si tienes buenas relaciones no necesitas patear las calles.

La gente de Palacios había preguntado por todas partes, y no hallaban quien los informase sobre el fulano disfrazado de gasero, ni sobre la pelirroja. Ni en las fondas del pueblo ni en algunas casas particulares que solían dar posada, no se alojó nadie con el pelo rojo, y tampoco un tipo alto que correspondiese al posible homicida. Los forasteros que se hospedaron en el último mes eran: tres matrimonios y ninguna pelirroja; cuatro hombres solos: dos de ellos eran funcionarios que hicieron un trámite en el Ayuntamiento, y los otros dos estaban instalando unas computadoras en un supermercado; una mujer sola, medio mulata, que también trabajaba para el supermercado; dos amigos, a los que en la fonda catalogaron de «raros», también empleados del súper; y un anciano que pasó una semana allí, porque visitaba a unos sobrinos. Había que agregar algunos agentes de viajes, representantes de productos varios, pero ellos eran tan conocidos como los afincados en Manzanos. La pelirroja no se hospedó en el pueblo, o lo hizo en alguna casa particular, pero sin vecinos que la pudieran ver.

Alguien les dijo que al sur, a tres kilómetros, había un pequeño hotel a la orilla de la carretera, y unos más en las gasolineras, dos al norte y uno al sur. Investigaron y averiguaron que nadie se alojó tanto tiempo, aunque sí hubo clientes ocasionales, sobre todo parejas, que pasaron unos días, nunca más de tres. Algunos viajantes se hacían acompañar por «sus esposas», quienes aguardaban en el hotel mientras ellos visitaban a los clientes. Estos tampoco eran sospechosos, porque acudían con regularidad, si bien cambiando de «esposa». Y entre tanta pareja, había hombres más o menos altos y delgados, pero ninguna pelirroja, y nadie que llevase la ropa de trabajo encima, ni de gasero ni de otra cosa, a no ser que llamemos uniforme al traje gris, pasado de moda, que usan los vendedores.

Arturo Palacios había logrado ubicar al hombre en otros casos, al obtener nuevos datos de los mismos testigos, quienes recordaron algo, tras forzarles a que buscasen en sus memorias a los dos personajes. Si en un principio no dieron importancia a una presencia tan normal como la de un árbol en un parque, al volver a evocar hallaron, en la nube de reminiscencias medio difuminadas, a un hombre vestido de gasero. Pero no se consiguió nada sobre la pelirroja, al no haber recibido a alguien así en ninguna de las estéticas del pueblo. Tampoco entró en una tienda ni fue vista por la calle. Todo esto indujo a suponer que ella provenía de otro lugar, que llegó directamente a casa de la señora Núñez y no permaneció en el pueblo.

Al carecer de pormenores sobre la mujer, se dedicaron al hombre. Con nuevos interrogatorios, la cosa cambió mucho, ya que los informes que le remitieron de San Pedro, donde se concentraron las nuevas declaraciones de los testigos, mencionaban un gasero en dos ocasiones, y un empleado de la compañía de luz en otra. A ninguno de ellos se le ubicó en la escena del crimen, pero sí muy cerca.

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