– No te voy a pagar.
– ¿Nos has secuestrado para acostarte con ella? -exclamó Esteban-. ¿Estás loco? ¿Quieres mi reloj? Podrás pagar tres docenas de putas.
– No lo entendéis. Tú, Miau, vete desnudándote y te metes en donde está la paja. ¡Ya, y sin rechistar!
La mujer corrió hacia el cubículo y comenzó a desnudarse, mirando a los dos hombres. Esteban permanecía en silencio, cavilando sobre por qué el tipo montaba tanto alboroto para acostarse con una puta. Manuel colgó su mochila en uno de los ganchos de otra columna, metió la pistola en el macuto y extrajo un cuchillo: un afilado, largo y puntiagudo estilete. La mujer cesó en su striptease y desorbitó los ojos. También Esteban contuvo el aliento por unos segundos. Por alguna incomprensible razón, sus mentes asociaron la muerte con el cuchillo, lo que no habían hecho con la pistola. El silencio se apoderó del cobertizo. Los dos secuestrados pensaban en la razón por la que el demente había sacado un puñal. Se trataba de obtener un rato de sexo con ella, pero no se entendía esa extraña manera de conseguirlo. No despegaron los labios, para no enfurecer al orate, y la mujer se deshizo de la falda. Esteban solamente los observó, sin pronunciar palabra. A él le dijo que observase, y eso haría, aunque dudaba que ésa fuese su única labor. ¿Para qué les había llevado al cobertizo?
Manuel comenzó a desnudarse, con parsimonia, dejando cada pieza colgada de un gancho, como si aquellos casi harapos fuesen prendas nuevas y de marca. Se desvistió hasta quedarse en calzoncillos, y entonces revisó a su auditorio. Mauricia seguía sin terminar un striptease que a una profesional no debía costarle tanto, pero se dilataba porque estaba atenta al hombre. Esteban simplemente miraba, sin ningún interés, rezando para que el tipo fuese rápido y les dejase ir.
– ¡Desnúdate completamente! -le gritó el secuestrador.
Mau entendió que sería más aconsejable que el hombre no se enojase, porque tenía un cuchillo en la mano, además de una pistola en la mochila. Por ello, se desprendió de la ropa interior y quedó desnuda. Manuel permaneció un momento dubitativo, como si algo le molestase, se le hubiera olvidado o requiriese meditación. Llevó sus manos a la cintura del calzoncillo y fue bajándolo.
De su entrepierna surgió algo que los dejó atónitos. El hombre estaba totalmente excitado, pero su efervescencia alcanzaba apenas diez centímetros, y era más delgada que el estilete que había clavado en la columna de madera. Aquello arrojaba luz al enigma que hasta el momento circulaba por las mentes de la pareja: el hombre sufría un problema que le atormentaba y que pretendía ocultar. Pero ¿por qué secuestrar a una puta, si otra le hubiese aceptado aunque fuese eunuco? ¿Para no pagar?
Manuel estaba pálido, avergonzado, pero su respiración agitada indicaba que su humor cambiaría en segundos. Y así fue, pues levantó la cabeza y gritó, mirando a Esteban:
– ¡Así ha sido siempre, desde niño! Se burlaban de mí en la escuela, en el ejército, y las putas… -Volvió el cuello para encarar a Mauricia, quien representaba a todas las servidoras del sexo-. Hasta ellas se han reído de mí. ¡Hasta ellas!
La mujer intentaba no hacer el menor movimiento, y mucho menos centrar la mirada en «el detalle». Conocía la escena, aunque en otras circunstancias, otro personaje y condición. Algunos no conseguían una erección, por lo que se enojaban, y emprendían a golpes contra ella, como si fuese la culpable de su disfunción. Éste podría hacer lo mismo, si una mueca suya indicaba que se reía o contenía la hilaridad. El miembro era realmente pequeño y delgado, y nada que ella dijese paliaría la situación, y no habría palabras que le ayudase a crecer. Por tanto, el silencio era de agradecer y no movió los labios.
– ¡Ríete, cabrón! -le gritó a Esteban-. Tú sí tendrás uno normal, ¿verdad?
Con dos rápidos pasos, con el puñal en la mano, se colocó tras el cautivo, quien pegaba su pecho a la columna. Con el estilete le cortó el cinturón y le rasgó el pantalón, sin tiempo para bajárselo. Luego le desgarró los calzones, a los que rajó de igual manera. Esteban quedó desnudo de cintura para abajo. Su miembro apareció, y el hombre quiso ocultarlo contra la columna. Manuel le agarró del cuello y le puso el puñal en la mejilla derecha. Luego, con su mano izquierda le cogió el pene y lo retiró de la columna. Era normal, grande en comparación con el suyo, y sin estar erecto.
– ¿Ves, cabrón? La naturaleza me jodío sin que yo tuviese culpa de nada. Y a ti…
Quitó la daga de la mejilla del rubio, la llevó con rapidez a la entrepierna y le dio un tajo al pene. Fue una leve cortada, pero Esteban lanzó un alarido. Manuel se separó de él y quedó un instante entre el pilar y el cubículo con paja. Mau tenía los ojos desorbitados, fijos en el pene de Esteban, que sangraba sin que su dueño pudiera hacer nada por evitarlo. No sería profundo el corte, pero debía de dolerle. Aquel acto avisaba de que el orate era de temer, y se aconsejaba prudente no llevarle la contraria en nada.
Manuel se dirigió hacia la mujer. Esta retrocedió y se dejó caer sobre la paja. Se juró no decir nada, no sonreír, no llorar, no respirar, y, sobre todo, no mirar el bajo vientre del tipo. Éste entró en la zona con heno. La chica sintió un escalofrío. Sus ojos se concentraron en el puñal, porque ése constituía el problema de ella, y así evitaba fijarse en «el problema» de él.
– Acuéstate -le ordenó el secuestrador.
Ella lo hizo de inmediato y abrió las piernas. Sintió que la paja no era muy cómoda, al menos cuando se está desnuda, pero eso no supondría ningún óbice.
– Mira bien, tú, imbécil -le dijo Manuel a Esteban, girando la cabeza para verle.
Esteban tenía la cabeza baja y la elevó al escuchar al loco. Obedecería, pues la valentía no le serviría en tales circunstancias, y el hombre necesitaba que alguien contemplase y certificase que era capaz de mantener una relación sexual, a pesar del tamaño. Que podía lograr una erección era algo patente; lo del orgasmo estaba pendiente.
Se colocó sobre la mujer, que, al ver su cabeza a su lado, cerró los ojos. Esperaría órdenes y no intentaría nada más que obedecer. Esa convicción se había grabado en su mente, para evitar caer en la mala idea de trasmitir palabras a sus labios. El loco tenía el puñal en la mano derecha, o muy cerca, sobre la paja, lo que sugería que no confiaba en ella.
– ¿Me notas, verdad? -preguntó Manuel, al introducirse en ella.
– Sí -dijo Mauricia, en un susurro.
– ¡Grítalo, puta, para que ése se entere! ¿Me sientes dentro?
– ¡Sí, sí, te noto bien!
– Mientes, cabrona. No sientes nada.
La mujer entendió que, dijese lo que dijese, aquello no serviría de mucho, porque él conocía la verdad y no creería lo contrario, Pero debía obedecer y no objetar nada.
– ¡Sí, si siento, y está muy rico! Sí voy a gozar.
– ¡Maldita puta, me estás mintiendo!
Manuel se movía con prisa, empujando con fuerza, como si quisiera introducirse dentro de la mujer. Ella seguía con los ojos cerrados, rogando para que él eyaculase, que la suerte le echase una mano y no fuese, además de desarmado, incapaz de alcanzar un orgasmo.
– ¡Dile al tipo ese que estás gozando!
– ¡Estoy gozando! -gritó ella.
Esteban agachó la cabeza. El secuestrador estaba de espaldas y no le veía. Observó su pene, que seguía sangrando. No sería grave, pero le dolía, y la sangre le asustaba. También rogaba para que el tipo terminase de una vez y se fuera con viento fresco, aunque se llevase el auto y sus joyas.
– ¿Gozas, puta? -insistió Manuel.
Los nervios de sus nalgas se tensaron, y él se lanzó hacia delante. Le estaba llegando el orgasmo y quería que la mujer lo sintiese, algo que probablemente no había proporcionado a otra. Sus dedos se movieron por la paja y hallaron el estilete. Mauricia lanzó un grito, como si un orgasmo feroz le estrujase las entrañas:
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