Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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Regresaron al salón. Lucie observó la gigantesca pantalla plana, incrustada en la pared. Szpilman había dicho que su padre estaba viendo las noticias poco antes de su muerte.

– ¿Tiene usted idea de qué llevó a su padre a subir al desván de repente?

– No.

– ¿Qué cadena estaba mirando?

– La nacional francesa, TF1. Era su preferida.

Lucie se dijo que tendría que ver las noticias del día de la muerte, por si acaso.

– ¿Vino alguien a verle, antes de que subiera al desván? ¿Por la mañana? ¿Aquella tarde?

– No, que yo sepa.

Ella miró en derredor. En la habitación no había teléfono fijo.

– ¿Su padre tenía móvil?

Luc Szpilman asintió con la cabeza. Lucie se sirvió otro vaso de agua de la jarra, fingiendo despreocupación. En su interior, estaba en plena ebullición.

– ¿Lo llevaba encima en el momento de su fallecimiento?

El joven pareció dar un brinco y aplastó el dedo índice sobre la mesa baja.

– Estaba ahí. Esta mañana lo he recogido y lo he puesto en aquella estantería, allí. La policía ni siquiera preguntó por él. Cree que…

– ¿Puede mostrármelo?

Fue en busca del móvil. Evidentemente, no tenía batería. Lo conectó al cargador y enchufó éste, y se lo tendió a Lucie. Un teléfono en un estado lamentable, pero que aún permitía consultar el listado de llamadas, con la fecha y la hora. Primero examinó las llamadas recibidas. La última era de la víspera de la muerte, del domingo por la tarde. Una tal Delphine De Hoos. Luc le explicó que era la enfermera, que de vez en cuando le visitaba para extraerle sangre. Las otras llamadas se alejaban en el tiempo y, según el hijo, eran normales. Simplemente algunos viejos amigos o colegas de la FIAF, con los que su padre bebía vodka de vez en cuando.

Lucie se sumergió luego en la lista de llamadas efectuadas. Su corazón dio un vuelco.

– Vaya, vaya…

La última era del lunes de los hechos, a las 20:08, o sea un cuarto de hora antes de caer de la escalera. Pero había algo aún más interesante que la fecha. El número de teléfono era, como mínimo, poco corriente: +1 514 689 8724.

Lucie mostró la pantalla a Szpilman.

– Llamó al extranjero pocos minutos antes de morir. ¿El número o el prefijo le suenan?

– ¿Estados Unidos, tal vez? A veces llamaba allí para sus investigaciones históricas.

– No lo creo…

Lucie sacó su propio móvil y marcó un número, una intuición le rondaba en la cabeza. No pondría la mano en el fuego, pero…

Una voz, al otro lado de la línea, interrumpió sus pensamientos. Información telefónica. Lucie planteó su pregunta:

– Quisiera saber a qué país corresponde este número de teléfono: +1 514 689 8724.

– Un momento, por favor.

Silencio. Lucie, con el móvil sostenido entre la oreja y el hombro, le pidió a Luc papel y bolígrafo y anotó rápidamente el número. La voz volvió al auricular.

– ¿Señora? Es el prefijo de la provincia de Quebec. Montréal, para ser más precisa.

Lucie colgó. Una palabra se formaba entre sus labios mientras observaba fijamente a Luc.

– Canadá…

– ¿Canadá? ¿Por qué llamaría a Canadá? Si no conocemos a nadie allí…

Lucie se dio tiempo para asimilar la información. Por alguna razón desconocida, Wlad Szpilman llamó de repente a alguien que vivía en el país donde se fabricó la película. Repasó las llamadas precedentes, hasta una semana antes, pero no había rastro alguno de aquel número.

– ¿Su padre escribía acerca de sus films o de sus contactos? ¿Unas fichas? ¿Algún cuaderno, tal vez?

– No, que yo sepa. Estos últimos años la vida de mi padre se reducía a unos pocos metros cuadrados, entre aquí, la sala de proyección y su despacho.

– ¿Podría echar un vistazo a su despacho?

Luc se mostró dubitativo y acabó su cerveza.

– De acuerdo, pero tendrá que explicarme qué está pasando. Era mi padre y tengo derecho a saber.

Lucie asintió. Luc la condujo a una habitación limpia, bien ordenada, con ordenador, revistas, periódicos y biblioteca. Echó un vistazo a los papeles y los cajones. Sólo material de oficina, un PC, nada sorprendente. La biblioteca, al fondo, contenía muchos libros de historia acerca de las guerras, masacres y genocidios. Armenios, judíos, ruandeses… Había también un buen espacio dedicado a la historia del espionaje: CIA, MI5, teoría de la conspiración… Y libros en inglés, con nombres que nada le decían a Lucie: Bluebird, Mkultra, Artichoke. Wlad Szpilman parecía preocuparse por el lado oscuro del mundo en el siglo pasado. Lucie se volvió hacia Luc, señalando los libros.

– ¿Cree que su padre ocultaba algo importante, algún secreto?

El joven se encogió de hombros.

– Mi padre era más bien paranoico. No era de los que me hubieran hablado de cosas así, era su pequeño universo secreto.

Tras recorrer la habitación, Lucie se hizo acompañar a la salida, y le dio las gracias a Luc Szpilman mientras le entregaba su tarjeta profesional, en cuya parte posterior anotó su número de móvil personal, por si le era necesario. Ya en su coche, más tranquila, sacó su móvil y marcó el número de Canadá. Sonaron cuatro señales de llamada estresantes antes de que alguien descolgara. Ni un ruido, ni un diga. Así que Lucie espetó:

– ¿Diga?

Un largo silencio. Lucie repitió:

– ¿Diga? ¿Con quién hablo?

– ¿Quién es usted?

Una voz masculina, con un fuerte acento quebequés.

– Lucie Henebelle. Llamo de…

Un sonido brusco. Habían colgado. Lucie pensó en un tipo nervioso, desconfiado, prevenido. Desconcertada por la brevedad de la conversación, salió de su coche y llamó de nuevo a la puerta de la casa de Szpilman.

– ¿Otra vez usted?

– Necesito el móvil de su padre.

13

Pulir la estrategia. Sorprender al otro antes de que tuviera tiempo de colgar.

Lucie dejó transcurrir más de un cuarto de hora, y luego volvió a marcar el número desde el teléfono con la batería poco cargada de Wlad Szpilman. Con un poco de suerte, su interlocutor reconocería a su contacto por el número y no le colgaría. Por lo menos, no de inmediato.

Iba y venía, angustiada, frente a la casa del belga. A pesar de que hasta el momento se había mostrado cooperativo e incluso amable, no quería que Luc pudiera escuchar la conversación, si ésta llegaba a producirse.

Descolgaron tras dos señales de llamada.

– ¿Wlad? -dijo la voz con acento quebequés.

– Wlad ha muerto. Lucie Henebelle al teléfono, teniente de la policía judicial. Policía francesa.

Lo soltó todo, de golpe. Era el momento decisivo. Un interminable silencio se alargó, pero no le colgaron.

– ¿Cómo ha muerto?

Lucie apretó los puños. El pez había mordido el anzuelo. Ahora había que tirar del hilo con suavidad, sin tirones.

– Le responderé, pero antes dígame quién es usted.

– ¿Cómo ha muerto?

– Un accidente de lo más tonto, se cayó de una escalera y se partió la crisma.

Pasaron unos cuantos segundos. En los labios de Lucie ardían unas cuantas preguntas, pero temía que le cortaran la comunicación. Fue su interlocutor quien rompió el hielo.

– ¿Por qué me ha llamado?

Lucie apostó por hablar con franqueza. Percibía que su interlocutor, ya de por sí desconfiado, notaría a la primera que le estaban mintiendo.

– Tras llamarle el lunes, Wlad Szpilman subió de inmediato al desván de su casa a buscar un film. Un film anónimo de 1955, realizado en Canadá, que tengo en mis manos. Quiero saber el porqué.

A todas luces le había dejado sin aliento. Podía oír cómo su respiración se hacía más y más pesada, segundo tras segundo.

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