– Hubiera podido pedir información a la brigada por teléfono. ¿Quería ver a uno de verdad?
– ¿Uno de verdad?
– Un verdadero analista. Un tipo que sabe de qué habla.
Lucie se encogió de hombros.
– Me gustaría poder darle coba, comisario, pero no tiene nada que ver. Ya le he explicado todo. Ahora es su turno.
Era directa, desprovista de artificios. A Sharko le gustaba el combate sordo que le proponía. Y, sin embargo, quiso vacilarla un poco.
– No, ahora basta de cachondeo… ¿De verdad cree usted que voy a darle informaciones confidenciales a un desconocido procedente del país de los caribús? ¿Quiere también que pongamos carteles en las marquesinas de las paradas de autobús?
Lucie, nerviosa, se sirvió la Perrier en un vaso. «Una angustias», pensó Sharko.
– Escúcheme, comisario. He estado de viaje todo el día y me he gastado casi cien euros en billetes de tren para venir a beberme una Perrier. Uno de mis amigos está tirado en un hospital psiquiátrico a causa de esta historia. Tengo calor, estoy hecha cisco, estoy de vacaciones y, sobre todo, mi hija está enferma.
Así que, y con el debido respeto, puede ahorrarse sus bromas de dudoso gusto.
Sharko mordió su rodaja de limón y se relamió los dedos.
– Todos tenemos nuestros pequeños problemas personales. Hace algún tiempo, estuve en un hotel sin bañera. El año pasado, creo… Sí, fue el año pasado. Eso sí que es un verdadero problema.
A Lucie le pareció estar alucinando. Un viaje de ida y vuelta entre Lille y París para oír semejantes sandeces.
– ¿Y qué hago, entonces? ¿Me levanto y me marcho?
– ¿Sus jefes estarán al corriente de esta historia, por lo menos?
– Acabo de decirle que no.
Ella era igual que él, por Dios. Sharko intentó ponerla en su sitio.
– Está usted aquí porque su propia vida se le está escapando de las manos. En su cabeza hay fotos de cadáveres que reemplazan a las de sus hijas, ¿no es cierto? Dé media vuelta, de lo contrario acabará como yo. Solo en medio del populacho que muere a fuego lento.
¿Qué dramas se habían abatido sobre él para que conjurara tantas tinieblas? Lucie recordó las imágenes del informativo de la televisión en las que le vio, en las obras de un gasoducto. Y la horrible impresión que había causado en ella: la de un hombre al borde del abismo.
– Me gustaría compadecerle, pero no puedo. No tengo por costumbre apiadarme de los demás.
– Su tono me parece demasiado directo, teniente. ¿Sabe usted que se está dirigiendo a un comisario?
– Siento…
No tuvo tiempo de terminar la frase. Su teléfono sonaba. Lucie miró su reloj, el hombre se había adelantado un poco. Tomó el móvil con aprensión. Un número, con el prefijo +1 514. Miró a Sharko con expresión sombría.
– Es él. ¿Qué hago?
Sharko le tendió la mano. Lucie apretó las mandíbulas y le puso el móvil en la palma de la mano. Se inclinó hacia él para poder escuchar la conversación. El comisario descolgó sin hablar. La voz, al otro lado de la línea, preguntó con brutalidad:
– ¿Tiene las informaciones?
– Soy el experto que tal vez haya visto en televisión. El tipo con una camisa que debía ser verde y que estaba harto de los periodistas y del calor. Así que sí, tengo la información.
Lucie y Sharko intercambiaron una mirada tensa.
– Pruébelo.
– ¿Y cómo quiere que lo haga? ¿Me hago una foto y se la envío por correo? Dejemos ya de jugar al escondite. La mujer policía que le llamó por teléfono está a mi lado. Esta infeliz se ha gastado cien euros en billetes de tren por su culpa. Así que díganos cuanto sabe.
– Usted primero. Es su última oportunidad. Le juro que colgaré.
Lucie palmeó el hombro de Sharko, invitándole a aceptar y a moderar sus palabras. El comisario obedeció, cuidando de no ir demasiado lejos en sus revelaciones.
– Hemos descubierto cinco cadáveres de individuos de sexo masculino. Adultos jóvenes.
– Lo he visto en Internet. No me está descubriendo nada.
– Entre ellos hay un asiático.
– ¿Cuándo murieron?
– Hará entre seis meses y un año. Su turno. ¿Por qué le interesa este caso?
La tensión se podía palpar en el crepitar de las voces que transitaban de una oreja a otra.
– Porque llevo dos años investigándolo.
Dos años… ¿Quién era? ¿Un policía? ¿Detective privado? ¿Y qué investigaba?
– ¿Dos años? Los cadáveres fueron desenterrados hace sólo tres días y, como mucho, hace un año que murieron. ¿Cómo puede llevar dos años investigando?
– Hábleme de los cadáveres. De los cráneos, por ejemplo.
Lucie no perdía palabra. Sharko decidió soltar algo de lastre, toda negociación exige a menudo concesiones.
– Los cráneos fueron serrados, de manera limpia, con un instrumento quirúrgico. Les habían extirpado los ojos y también…
– El cerebro…
Lo sabía. Un tipo, a seis mil kilómetros de distancia, estaba al corriente de los hechos. Lucie, por su cuenta, ató cabos con la película: por un lado los ojos arrancados, por otro las escarificaciones en forma de iris. Le murmuró algo a Sharko. Él asintió y habló a su interlocutor:
– ¿Qué relación hay entre los cadáveres de Normandía y el film de Szpilman?
– Las niñas y los conejos.
Lucie trató de recordar. Sacudió negativamente la cabeza.
– ¿Qué niñas y qué conejos? -preguntó Sharko-. ¿Qué significan?
– Son la clave, el origen de todo. Y lo sabe.
– ¡No, no lo sé! ¿El origen de qué, joder?
– ¿Qué más sobre los cadáveres? ¿Hay manera de identificarlos?
– No. El asesino ha eliminado cualquier posibilidad de identificación. Manos cortadas, dientes arrancados… Uno de los cadáveres, el mejor conservado, tenía numerosas zonas de piel cortadas en los brazos y los muslos, que él mismo se había arrancado.
– ¿Tienen alguna pista en su investigación?
Sharko optó por ser sutil.
– Tendrá que preguntárselo a mis colegas. Oficialmente, estoy de vacaciones y me marcho diez días a Egipto, a El Cairo.
Lucie alzó los brazos, furiosa. Sharko le dirigió un guiño.
– El Cairo… Entonces ustedes… No, no ha podido ir todo tan deprisa. Ustedes… ¡Ustedes son ellos!
Colgó. Sharko aplastó la boca sobre el móvil.
– ¿Oiga? ¿Oiga?
Un silencio atroz. Lucie estaba literalmente pegada a su hombro. Sharko sentía su perfume, su sudor, y no tuvo coraje de rechazarla.
Se había acabado. Sharko depositó el móvil sobre la mesa. Lucie se incorporó, furiosa.
– ¡No puede ser! ¡Joder, comisario! ¡Unas vacaciones en El Cairo! Y ahora, ¿qué hacemos?
El comisario anotó el número desde el que habían llamado en la esquina de una servilleta y se la guardó en el bolsillo.
– ¿«Hacemos»?
– Usted, yo. ¿Vamos cada uno por su cuenta o comemos en el mismo plato?
– Un comisario no come en el plato de una teniente.
– Por favor, comisario…
Sharko mojó sus labios en la cerveza. Un poco de frescor para tener la mente clara. Aquel día había estado particularmente colmado de emociones.
– De acuerdo. Usted se olvida del restaurador de películas y entrega la bobina a la científica. Ponga a su brigada a trabajar en el caso, y que diseccionen el film. Pídales también que me den una copia. Y que se pongan en contacto con los belgas, para registrar la casa de Szpilman. Tenemos que descubrir imperativamente quién es el canadiense que me acaba de colgar en mis propias narices.
Lucie asintió, con la sensación de desmoronarse bajo el peso de las cosas pendientes de hacer.
– ¿Y usted?
Sharko, tras dudar un instante, se puso a hablarle del telegrama enviado por un policía llamado Mahmud Abdelaal. Le explicó qué había sucedido con las tres muchachas, los cráneos serrados como allí, en Francia, las mutilaciones. Lucie estaba absorta en sus palabras, el caso se apoderaba cada vez más de ella.
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