Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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– ¿Cómo está? Hace mucho que no he ido a verla. Espero que no me guarde rencor y que…

– Y no te olvides de coger un antimosquitos o se te comerán vivo.

Colgó bruscamente, como si quisiera poner fin a la conversación.

Un cuarto de hora más tarde, Sharko se instalaba en el RER en Bourg-la-Reine, con la hoja impresa sobre las rodillas. Se enfrascó en el breve informe que su jefe le había proporcionado. Lucie Henebelle… soltera, dos hijas, padre fallecido de cáncer de pulmón cuando ella tenía diez años, madre de profesión sus labores. Brigada en Dunkerque a principios de los años 2000. Destinada al papeleo, consiguió trabajar en un caso sórdido, el de la «cámara de los muertos», que sacudió la región del Norte. Sharko conocía la barrera que existía en aquellos años entre el grado de brigada y el de OPJ. ¿Cómo una simple chupatintas consiguió encabezar una investigación como aquélla, en la que había psicópatas y rituales? ¿Qué fuerzas internas habían empujado a aquella madre de familia a pasar «al otro lado»?

Luego, fue trasladada al SRPJ de Lille y ascendida a teniente. Buen ascenso. Buscaba una gran ciudad, donde hay más posibilidades de dar con lo peor. Hasta ahí, una carrera impecable. Una mujer tozuda, puntillosa, según sus superiores, pero que cada vez con más frecuencia tenía tendencia a salirse del camino establecido. Intervenciones sin pedir refuerzos, enfrentamientos regulares con la jerarquía y una molesta tendencia a no dedicarse más que a los casos con connotaciones violentas, en particular asesinatos. Kashmareck, su comandante de policía, la describía como «enciclopédica, con talento, fina psicóloga sobre el terreno. Pero a menudo difícil de controlar». Sharko se sumergió aún más en la lectura del informe. Tenía la sensación de estar leyendo su propia historia. En 2006 se había pegado un batacazo, al parecer. Una intensa persecución hasta la Bretaña profunda que, al final, le costó una baja por enfermedad de tres semanas. El término oficial era «agotamiento». Entre los policías, eso significaba depresión.

Depresión… Y, sin embargo, sobre el papel, aquella mujer parecía sólida. ¿Por qué ese descenso al fondo del pozo? La depresión se te viene encima cuando una investigación te pega una patada en los morros, cuando de repente la desgracia de los demás se convierte en propia. ¿Qué le había ocurrido que la afectara tanto en lo personal?

Sharko alzó la vista, sosteniendo el mentón con una mano. Aún era treintañera y el lado oscuro la atraía ya hasta el punto de controlar su vida. Y él, ¿a qué edad había comenzado a inclinarse hacia el lado oscuro? Tal vez incluso antes de esa edad. Y el resultado lo tenía ante sí. Cualquier observador hubiera comprendido su situación en un abrir y cerrar de ojos: un tipo atiborrado de medicamentos que envejecería solo, marcado por el sello de una vida fragmentada, incrustada en sus arrugas como un río de dolor.

Llegó a la estación del Norte a las 19:20, menos sudado que de costumbre. En julio, los trabajadores eran sustituidos por turistas, más disciplinados y menos pesados. El pulso de París batía al ralentí.

Andén número 9. Sharko esperaba entre las palomas, en una corriente de aire desapacible, brazos cruzados, con sus bermudas beis bajo una camisa amarilla, zapatos náuticos. Detestaba los andenes de estación, los aeropuertos, todo cuanto pudiera recordarle que, cada día, había gente que se despedía. A sus espaldas, había padres que acompañaban a sus hijos a los trenes, repletos en aquel inicio de vacaciones. Aquella separación era buena, pues amplificaba la alegría del reencuentro, pero en el caso de Sharko el reencuentro ya nunca tendría lugar…

Suzanne… Éloïse…

La masa de viajeros surgió torrencialmente del TG V procedente de Lille. Colores, una tempestad de voces y el ruido del rodar de las maletas arrastradas. Sharko estiró el cuello entre los taxistas que alzaban cartelas con nombres escritos y descubrió de inmediato a la persona que esperaba. Ella se aproximó, sonriente. Bajita, delgada, con los cabellos que le caían hasta los hombros, le pareció frágil y, sin la sonrisa torcida y esa fatiga que se percibe en ciertos policías, la habría tomado tal vez por una chavala que iba a París en busca de un empleo de temporada.

– ¿Comisario Sharko? Lucie Henebelle, SRPJ de Lille.

Sus dedos se rozaron. Sharko observó que ella pasaba el pulgar por encima, en su apretón de manos. Quería controlar el terreno o expresar una forma de dominación espontánea. El comisario le sonrió a su vez.

– ¿Aún existe el Némo, en la calle Solitaires del Vieux-Lille?

– Creo que está en venta. ¿Es usted del Norte?

– ¿En venta? Vaya… Todo lo bueno acaba por desaparecer. Sí, soy del Norte, pero hay que remontarse a mucho tiempo atrás. Vayamos al Terminus Nord, no tiene mucho glamour pero está aquí enfrente.

Salieron de la estación y encontraron una mesa a la sombra en la terraza del café-restaurante. Frente a ellos, los taxis se alineaban en una interminable cola coloreada. La estación daba la impresión de vomitar a la totalidad del mundo. Blancos, árabes, negros y asiáticos se desplazaban de un lado a otro en un enjambre indigesto. Lucie se deshizo de su mochila y pidió una Perrier, y Sharko una cerveza de trigo con una rodaja de limón. La joven policía estaba impresionada por el tipo, por su estatura principalmente: corte de cabello a cepillo, mirada de soldado veterano, corpulento. De él se desprendía la ambigüedad de un material heterogéneo, imposible de definir. Y, sin embargo, ella trató de no dejar entrever nada de ello.

– Me han dicho que es usted experto en comportamientos criminales. Debe de ser un oficio apasionante.

– Vayamos al grano, teniente, se hace tarde. ¿Qué tiene para mí?

El tipo era directo como el puñetazo de un boxeador. Lucie ignoraba a quién se dirigía ella, pero sabía que el otro no le daría nada sin recibir algo a cambio. En aquella profesión todo el mundo funcionaba igual. Toma y daca. Así que retomó su historia, desde el principio. La muerte del coleccionista belga, el descubrimiento de la película, las imágenes pornográficas y violentas ocultas en ella, el tipo al volante de un Fiat que parecía buscar esa película en concreto. Sharko no mostraba emoción alguna. El tipo de individuo que debía de haberlo visto todo a lo largo de su carrera, oculto tras un caparazón. Lucie no olvidó hablarle de la misteriosa llamada a Canadá efectuada a primera hora de la tarde. Señaló la mesa con el índice cuando el camarero les llevó las bebidas.

– He visto en Internet todos los informativos de las televisiones de la semana. El lunes por la mañana, los operarios descubrieron los cadáveres y por la noche el suceso ya era noticia de portada en todos los informativos. Se habló del descubrimiento de varios cadáveres enterrados con el cráneo abierto.

Sacó un cuaderno de su mochila. Sharko observó su minuciosidad, y la peligrosa pasión que en ella anidaba. Los ojos de un policía nunca deberían brillar, y los suyos irradiaban exageradamente al rememorar el caso.

– Apunté que ese lunes por la noche el reportaje sobre los cadáveres con el cráneo cortado comenzó a las 20:03 Y terminó a las 20:05. A las 20:08 el viejo Szpilman llamó a Canadá. En su móvil pude comprobar la duración de la llamada, once minutos, así que colgó a las 20:19. Hacia las 20:25 se mató al tratar de recuperar ese film.

– ¿Ha podido comprobar las otras llamadas de Szpilman?

– Aún no he puesto a mi brigada a trabajar en el caso. Me hubiera llevado una eternidad explicarles todo. La prioridad era encontrarle a usted lo antes posible.

– ¿Por qué?

– Porque el interlocutor misterioso llamará dentro de menos de un cuarto de hora y si no tengo nada sabroso que ofrecerle se habrá acabado.

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