Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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– ¿Es usted con quien he hablado por teléfono?

Lucie asintió y le mostró su carnet tricolor. Había justificado su visita explicando una media verdad: uno de los films que Ludovic Sénéchal se había llevado intrigaba a la policía por la naturaleza de sus imágenes violentas.

– En efecto. ¿ Puedo entrar?

Él la examinó con sus ojitos porcinos. Parecía que los cabellos le hubieran estallado sobre la cabeza, al estilo de los Tokyo Hotel.

– Pase, pero sobre todo no me diga que mi padre estaba implicado en algún tipo de tráfico.

– No, no. No se preocupe.

Se instalaron en el amplio salón al que se accedía por unos escalones que sumergían la habitación bajo el nivel del suelo. Un techo de cristal dejaba ver el cielo límpido, de un azul profundo. A Lucie le pareció una especie de invernadero gigante. Luc Szpilman se abrió una cerveza y ella optó por un vaso de agua. En algún lugar de la casa alguien tocaba un instrumento de música. Las notas danzaban, ligeras y hechizantes.

– Un clarinete. Es mi novia.

Sorprendente. Lucie se lo hubiera imaginado más bien con una compañera que tocara la guitarra eléctrica o la batería. Decidió no perder tiempo y centrarse en el motivo de la visita.

– ¿Aún vivía con su padre?

– A veces. La verdad es que los dos ya casi no nos hablábamos pero él nunca tuvo el valor de echarme a la calle. Así que me movía entre aquí y la casa de mi novia. Ahora que él ya no está aquí, la decisión está tomada.

Se bebió de un trago la mitad de su cerveza -una Chimay roja de 7 ° - y la depositó sobre una mesa de cristal, junto a un cenicero en el que había colillas de porros. Lucie intentaba situar a aquel zángano: un chaval rebelde, sin duda mimado en su juventud. La reciente muerte de su padre no parecía haberle afectado mucho.

– Me gustaría conocer las circunstancias del fallecimiento.

– Ya se lo he explicado todo a la policía y…

– Por favor.

Él suspiró.

– Estaba en el garaje. El viejo ya no tenía coche, así que habíamos instalado allí nuestros instrumentos de música. Estaba componiendo un tema con un colega y mi novia. Debían de ser las 20:25 cuando oí un fuerte estruendo en el piso. Primero me precipité aquí, porque a esa hora, la de las noticias, mi padre nunca se levantaba de su sillón. Luego subí al primer piso y entonces vi que la puerta del desván, en el segundo, estaba abierta. Eso sí que era extraño.

– ¿Por qué?

– Mi padre tenía más de ochenta tacos. Aún podía andar, incluso a veces iba a pie a la ciudad para ir a la biblioteca, pero ya nunca subía allí porque los escalones son muy empinados. Cuando quería ver una de sus pelis, me la pedía a mí.

Lucie sintió que estaba ante una buena pista. Un hecho tan repentino como inesperado había espoleado al padre a subir sin pedir ayuda a su hijo.

– Y luego, ¿en el desván?

– Allí fue donde descubrí su cuerpo, al pie de la escalera.

Luc miró al suelo, con las pupilas dilatadas, y se recobró en una fracción de segundo.

– Había sangre bajo su cráneo. Estaba muerto. Me pareció curioso verle así, inmóvil, con los ojos abiertos. Inmediatamente llamé a una ambulancia.

Volvió a asir su cerveza con pulso firme, sin dejar entrever nada. En cierta medida, un hijo nacido de un padre ya maduro sin duda no había visto en su progenitor más que a un viejo torpe que nunca pudo jugar un partido de fútbol con él. Lucie señaló con el mentón hacia el retrato de un hombre entrado en años, de mirada firme e iris negros. Un rostro tan severo como la muralla de China.

– ¿Es él?

Asintió, estrujando la cerveza con ambas manos.

– «Papá», en todo su esplendor. Cuando lo pintaron yo ni siquiera había nacido y él tenía ya cincuenta años… ¿qué le parece?

– ¿Cuál era su profesión?

– Conservador de la FIAF, la Federación Internacional de Archivos Fílmicos. Iba allí a menudo a husmear. La FIAF es el organismo encargado de preservar el patrimonio cinematográfico de numerosos países. Mi padre se pasó la vida en el cine. Era su gran pasión, junto con la historia y la geopolítica del último siglo. Los conflictos más importantes, la guerra fría, el espionaje y el contraespionaje… Lo sabía todo sobre esos temas.

Alzó los ojos.

– Por teléfono me dijo que había un problema con una de las películas del desván…

– Sí, probablemente la que trataba de recuperar aquella noche. Un cortometraje de 1955, en el que en la primera escena aparece una mujer a la que le cortan un ojo. ¿Le suena?

Se tomó un tiempo para pensar.

– Nada, en absoluto. Nunca miraba sus películas, sus viejas historias sobre espionaje no me interesaban. Y mi padre las veía todas en su sala privada. Estaba loco por el cine, y era testarudo, capaz de ver la misma película veinte o treinta veces.

Soltó una risa nerviosa.

– Mi padre… Creo que mangaba muchas de esas bobinas en la FIAF.

– ¿«Mangaba»?

– Sí, las mangaba. Era uno de sus defectos de coleccionista, nunca pudo evitarlo. Una especie de tic obsesivo, si quiere llamarlo así. Sé que muchos otros colegas estaban al tanto y hacían lo mismo, puesto que, por lo general, esas películas nunca salen de allí. Mi padre no quería que esas bobinas se pudrieran en largos pasillos sin alma. Era de esos que acarician las latas como si acariciaran a su viejo gato.

Lucie le escuchó y luego le habló de la chiquilla en el columpio, de la escena del toro. Luc siguió negando y parecía sincero, así que ella le pidió que la acompañara al desván.

En las escaleras comprendió por qué el padre ya no subía allí, pues los escalones desafiaban la verticalidad. Una vez en el desván, Luc se dirigió hacia la escalera y la empujó hasta la esquina opuesta.

– La escalera se hallaba aquí, justo en este sitio, cuando descubrí el cuerpo.

Lucie observaba con atención aquel lugar. El antro íntimo de un apasionado.

– ¿Por qué se ha movido?

– Por aquí ha pasado un montón de gente, y aún pueden venir más. Desde ayer por la mañana, las películas se venden como rosquillas.

Lucie sintió de repente que en su mente se establecía una conexión.

– ¿Todos los visitantes han comprado películas?

– No, todos no.

– Sea más preciso.

– Hubo un tipo que llegó justo después de su amigo, y que tenía una pinta rara.

Hablaba a borbotones, se estaba volviendo locuaz. Efecto de la cerveza, sin duda.

– Sea aún más preciso.

– Llevaba el pelo corto. Rubio, cortado a cepillo. Menos de treinta años. Un tío corpulento con botas militares o unos zapatones similares. Registró el desván de arriba abajo, parecía buscar algo muy concreto entre las bobinas. Al final no se llevó nada pero me preguntó si ya habían pasado otras personas y si se habían llevado películas. Le hablé de Ludovic Sénéchal y cuando le expliqué lo de la película sin etiqueta que se había llevado me dijo que quería hablar con Sénéchal. Por eso le di la dirección.

– ¿Tenía su dirección?

– En el cheque de cuatrocientos euros que él me dio.

Así que todo comenzó de esa manera. Al igual que Ludovic, el misterioso individuo debió de leer el anuncio por casualidad y se dirigió allí de inmediato. Llegó demasiado tarde puesto que Ludovic, que vivía cerca de la frontera, le pasó la mano por la cara. ¿Acaso eso significaba que aquel tipo se pateaba los mercadillos, vigilaba los anuncios clasificados desde hacía lustros, con la secreta esperanza de poder hacerse con esa película desaparecida?

Lucie frió a Szpilman a preguntas. El visitante llegó en un coche común, le pareció que era un Fiat negro. Con matrícula francesa, de la que era incapaz de recordar el número.

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