Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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Lucie le dio las gracias calurosamente a su interlocutor y dejó su tarjeta de visita en la cesta.

– Llámeme en cuanto descubra algo.

Claude asintió y le estrechó la mano entre las suyas.

– Lo hago por Ludovic. Gracias a sus padres conocí a mi esposa. Se llamaba Marilyn, como la otra… -suspiró, un suspiro cargado de nostalgia-, y tengo ganas de saber por qué este maldito film le ha dejado ciego.

Una vez en el exterior, Lucie echó un vistazo a su reloj. Casi mediodía… Su entrevista con Claude Poignet le había provocado náuseas. Pensaba en aquellas imágenes subliminales, que habían entrado en ella contra su voluntad. Sentía cómo vibraban en algún lugar de su organismo, sin alcanzar a saber exactamente dónde. La escena del ojo cortado le había impactado, pero por lo menos había sido consciente de ella, mientras que de las otras… Simplemente guarrerías de un pervertido que le habían metido en la cabeza sin haber podido defenderse.

¿Quién había visto aquella película de locos? ¿Por qué había sido realizada? Al igual que Claude Poignet, presentía que aquella cinta maldita aún guardaba secretos siniestros.

Con la cabeza repleta de preguntas, se dirigió hacia su coche, estacionado en el aparcamiento de République. En el automóvil, antes de darle al contacto, sacó el anuncio del hijo de Szpilman que Ludovic le había dejado. «Se vende colección de films antiguos de 16 mm y 35 mm, mudos y sonoros. Todos los géneros: cortometrajes, largometrajes, años treinta y posteriores. Más de 800 bobinas, entre ellas 500 películas de espías. Hacer oferta in situ…» Tal vez el hijo estuviera al corriente de alguna cosa y valiese la pena acercarse a Lieja. Pero antes se dirigiría al hospital para almorzar con su madre y Juliette. Almorzar, por fin… No tenía que ser difícil.

Añoraba ya mucho a su hijita.

11

Sharko, fuera de sí, abrió las puertas de los lavabos del SRPJ de Rouen una tras otra, para asegurarse de que nadie andaba por allí. A través de los cristales, caía un sol de justicia y el sudor se le pegaba a las sienes. Era abominable. Se volvió bruscamente, con los ojos inyectados de sal y de cólera.

– ¿Quieres dejarme en paz, Eugénie? Ya te devolveré la salsa de cóctel, ¡pero ahora no! Estoy trabajando, por si no lo sabes.

Eugénie estaba sentada en el borde del lavabo. Llevaba un vestido azul, zapatos rojos de hebilla, y se había recogido sus largos cabellos rubios con una goma. Disfrutaba maliciosamente jugueteando con un mechón de cabellos entre sus dedos. No sudaba ni una gota.

– No me gusta cuando haces esas cosas, Franck. Tengo horror a los esqueletos y los muertos. Éloïse también tenía miedo, así que ¿por qué vuelves a las andadas y me haces eso? ¿Acaso no estabas bien en tu oficina? Ahora ya no quiero marcharme. Quiero estar contigo.

Sharko iba y venía como un hervidor a punto de estallar. Corrió hasta el lavabo y hundió la cabeza bajo el agua helada. Cuando alzó de nuevo la cabeza, Eugénie aún estaba allí. La apartó con el brazo pero ella no se movió.

– Cállate, Eugénie. Lárgate. Con el tratamiento tendrías que haberte largado, tendrías que haber desapa…

– Pues volvamos a París ahora mismo. Quiero jugar a los trenes. Si eres malo conmigo, si vuelves a ver esqueletos, esto acabará mal. El tonto de Willy ya no te puede molestar, pero yo aún sí. Y cuando quiera.

Peor que una sanguijuela. El comisario se llevó las manos a la cabeza, salió bruscamente de los lavabos y cerró la puerta tras de sí. Giró en un pasillo. Eugénie, con su traje chaqueta, estaba sentada frente a él sobre el linóleo. Sharko pasó junto a ella ignorándola y se dirigió al despacho de Georges Péresse. El jefe de la criminal hacía malabarismos con su móvil y el teléfono fijo. Frente a él se había acumulado el papeleo. Tapó el auricular con la palma de la mano y señaló a Sharko con el mentón.

– ¿Qué pasa?

– Interpol… ¿Tiene noticias?

– Sí, sí, ayer se envió el formulario a la oficina central nacional.

Péresse retomó su conversación. Sharko permaneció en el marco de la puerta.

– ¿Puedo ver el formulario?

– Por favor, comisario… Estoy ocupado.

Sharko asintió y volvió a su lugar de trabajo, un pequeño espacio que le habían cedido en una sala abierta en la que había cinco o seis funcionarios de policía. Era julio, el cielo azul, las vacaciones. A pesar de la importancia de los casos en curso, el servicio funcionaba al ralentí.

El policía se sentó en su silla. Eugénie le había puesto nervioso, no había logrado canalizarla como en su despacho, en París. Llegaba con las alforjas cargadas de viejos recuerdos, obsesiones, para verterlos en su cabeza. Sabía perfectamente dónde pulsar para herirle profundamente. En definitiva, le castigaba cada vez que volvía a comportarse como un policía.

Se sumergió de nuevo en sus papeles, con un bolígrafo entre los dedos, mientras la chiquilla jugueteaba con un abrecartas. No cesaba de hacer ruido, y Sharko sabía que era inútil que se tapara los oídos: ella estaba dentro de él, en algún lugar bajo su cráneo, y no se largaría hasta que ella misma lo decidiera.

Por supuesto, el policía hizo todo lo posible para que nadie notara nada. Debía parecer normal, lúcido. Así era como había podido salvar el culo en las oficinas de Nanterre. Cuando por fin Eugénie se largó, pudo examinar sus notas. Por el lado médico-forense y el toxicológico, se había avanzado mucho. Los análisis más exhaustivos de los huesos, principalmente con escáner, habían permitido descubrir, en cuatro de los cinco esqueletos, fracturas antiguas -muñecas, costillas, codos…- con consolidación, lo que significaba que se remontaban a menos de dos años, y anteriores a la muerte, puesto que estaban coloreadas. Así que aquellos hombres anónimos no eran de los de matar el tiempo tras una mesa de despacho. Las fracturas podían deberse a caídas relacionadas con su oficio, un deporte singular como el rugby, o peleas. Aquel mismo día, más temprano, Sharko había pedido que trataran de establecer conexiones con los diferentes hospitales y clubes deportivos de la región. La investigación estaba en curso.

A falta de cabellos, el análisis toxicológico del vello púbico fue muy clarificador. Tres de los cinco individuos -y el asiático era uno de ellos- habían sido consumidores de cocaína y de Subutex, un sustitutivo de la heroína. El examen segmentario del pelo, por corte en fragmentos, había mostrado que en los tres casos la absorción de productos estupefacientes primero había disminuido de manera considerable para finalmente desaparecer en las últimas semanas antes de su muerte. El análisis de las pupas de insectos no había revelado nada. Si los hombres se hubieran drogado durante sus últimas horas, se hubieran hallado restos en la queratina de los caparazones de los insectos. Por ese motivo, el comisario había anotado que se verificaran las salidas de los centros de desintoxicación y de las prisiones, ya que el Subutex era una droga corriente entre rejas. Tal vez se trataba de un asunto de ex presidiarios, camellos o tipos implicados en una historia ligada al tráfico de drogas. No había que desestimar ninguna pista.

Por último, el pequeño conducto de plástico hallado junto a la clavícula en el cadáver mejor conservado. Los análisis no habían mostrado presencia de productos ligados a una quimioterapia. Además de las hipótesis planteadas por el forense, el informe establecía que aquella cánula también hubiera podido utilizarse para unir finos electrodos implantados en el cerebro a un estimulador colocado bajo la piel. A esa técnica se la denomina estimulación cerebral profunda y se utiliza para curar depresiones graves, limitar los temblores de la enfermedad de Parkinson o eliminar el trastorno obsesivo compulsivo. Ése era un punto interesante, dado que el asesino parecía interesarse por el cerebro de sus víctimas.

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