– ¿Por qué?
– Al parecer, ese tal Abdelaal no ejerce desde aquel caso.
Sharko guardó silencio.
– ¿Alguien puede permitirnos acceder al dossier?
– Sí, se llama Hasán Nuredín, es el inspector principal que dirige la brigada. Según Lebrun, es una especie de dictador. Los locales no se van de la lengua, no les gusta que los occidentales metan las narices en sus asuntos. En Egipto la tortura de los detenidos o el encarcelamiento por una divergencia de opiniones aún son moneda corriente. Por teléfono no habrá manera, y se niegan a enviar sus informes por correo electrónico o postal.
Sharko suspiró; Péresse tenía razón. Las policías de los países árabes, y en particular la de Egipto, estaban a años luz de los modelos europeos. Corrompidas por el dinero y el poder, se dedicaban únicamente a la seguridad interior.
Con un clic del ratón, Péresse ordenó que se imprimiera el telegrama.
– Me he puesto en contacto con su jefe. Está de acuerdo en que le enviemos allí. El Cairo sólo está a cuatro horas en avión. Si lo desea, puede pasar por la embajada francesa. Mickaël Lebrun le presentará a la policía cairota. Y le llevará hasta Hasán Nuredín.
Eugénie entró de pronto en la habitación, colérica. Sharko volvió la cabeza hacia la chiquilla, que le tironeaba de la camisa.
– Venga, vamos, nos marchamos -gruñó ella-. Ni hablar de ir a ese país horrible. No soporto el calor ni la arena. Y tengo pánico a los aviones. No quiero.
– ¿…misario? ¿Comisario?
Sharko se volvió hacia Péresse, con la mano en el mentón. Egipto… ¡quién se lo hubiera imaginado!
– Huele a James Bond de pacotilla…
– No hay elección. Nosotros tenemos que ocuparnos de la investigación sobre el terreno y usted…
– Del papeleo, ya lo sé.
Con un suspiro, Sharko recuperó la copia del telegrama. Unas pocas líneas enviadas casi por casualidad, perdidas entre dos continentes, con las cuales tendría que arreglárselas. Pensó en aquel país que sólo conocía gracias a los catálogos de las agencias de viajes, de aquellos tiempos en que aún los hojeaba. El Nilo, las grandes pirámides, el calor aplastante en el corazón de los palmerales… una fábrica para turistas. Suzanne siempre quiso ir, y él se había negado a causa del trabajo. Y hoy era el mismo maldito trabajo el que le empujaba a las arenas malditas de África.
Pensativo, observaba a Eugénie, sentada en una silla del jefe de la criminal y jugando con unas gomas elásticas que hacía restallar contra los muslos de Péresse.
– ¿Qué le hace reír? -dijo el de Rouen, volviéndose.
Sharko alzó la cabeza.
– Me imagino que tengo que marcharme lo antes posible.
– Mañana como muy tarde. ¿Tiene pasaporte de servicio?
– Por supuesto. Estoy obligado a ocuparme de investigaciones internacionales. Aunque eso ocurra rara vez.
– Pues acaba de ocurrir. Ándese con cuidado, en El Cairo estará usted atado de pies y manos. La embajada le endosará un intérprete y sólo podrá avanzar merced a la voluntad de los locales. Andará usted pisando huevos. Estaremos en contacto.
– ¿Puedo llevar arma?
– ¿En Egipto? ¿Está de guasa?
Se dieron la mano educadamente. Sharko intentó marcharse y dejar allí plantada a la muchacha, pero Péresse le llamó de nuevo.
– ¿Comisario Sharko?
– ¿Sí?
– La próxima vez, no envíe a uno de mis brigadas a hacerle la compra.
Sharko salió del edificio, en dirección al hotel. Bajo un brazo, las copias de los informes, y el bote de salsa pink salad y las castañas confitadas bajo el otro. De camino a un asunto a todas luces particularmente venenoso.
Y dispuesto a sumergirse en las entrañas de una ciudad ardiente y perfumada con especias.
La mítica ciudad de Al Ahira.
El Cairo.
Tras el infecto almuerzo con su hija -una loncha de asado y patatas hervidas-, Lucie se pasó por su casa, un pequeño apartamento entre residencias de estudiantes, junto al barrio de la Universidad católica. El bulevar arbolado estaba flanqueado por edificios de arquitectura neogótica, entre ellos el de la Universidad católica, que regurgitaba a sus miles de alumnos a través de las arterias de la ciudad. Rodeada de tantos jóvenes, y con sus hijas que se iban haciendo mayores, Lucie se sentía cada día un poco más vieja.
Abrió la puerta, entró en el apartamento y dejó la bolsa de ropa sucia junto a la lavadora. Necesitaba poner de inmediato una en marcha para deshacerse del horrible tufo del hospital. Luego se dio una ducha tibia y dejó que el chorro de agua le azotara la nuca y le mordisqueara los senos. Esos dos días sin pasar por casa, comiendo hervidos, lavándose de cualquier manera y durmiendo en un sillón le habían hecho ver hasta qué punto a ella le gustaba su vida, con sus hijas, sus costumbres y la película que veía cada noche calzada con las zapatillas con forma de conejo que las gemelas y su madre le regalaron para su santo. Cuando uno se aleja de las cosas más sencillas se da cuenta de que en definitiva no son tan feas.
Una vez seca, optó por ponerse una túnica azul de seda, ligera y suave, que dejó caer naturalmente sobre sus caderas, por encima del pantalón pirata que le llegaba a la pantorrilla. Le gustaba el perfil de sus piernas, bronceadas gracias al footing que practicaba dos veces por semana alrededor de la Ciudadela. Desde que las gemelas iban a la escuela y se quedaban a comer allí, había conseguido conciliar el trabajo, el ocio y la familia. Como decía su madre, volvía a ser una mujer.
Echó un vistazo a su ordenador para consultar su cuenta en Meetic. Su fracaso con Ludovic no había enfriado sus relaciones con el ordenador. No conseguía desprenderse de esa forma de relación, virtual, empaquetada. Era peor que una droga y, sobre todo, permitía ahorrar tiempo. Porque, como a todo el mundo, siempre le faltaba tiempo.
En su perfil se habían acumulado siete nuevas peticiones. Las consultó rápidamente y de entrada rechazó cinco y separó dos, unos hombres morenos de cuarenta y tres y cuarenta y cuatro años. La seguridad que desprende un macho alrededor de la cuarentena era una de las prioridades en su búsqueda. Una presencia tranquilizadora, fuerte, que no la dejaría de lado a las primeras de cambio.
Salió, sintiendo el fresco en la nuca. Se dio cuenta entonces de que su llave encajaba con un roce distinto al habitual en la cerradura. Parecía que se enganchaba con algo en el momento de cerrar con dos vueltas. Lucie se inclinó y observó atentamente el metal, y volvió a intentarlo. Y aunque consiguió cerrar la puerta, el obstáculo seguía allí. Contrariada, volvió a abrir y registró visualmente el interior de su salón y se aventuró en las otras habitaciones. Exploró los armarios donde guardaba sus DVD y sus novelas. A primera vista, parecía que no se había tocado nada… Evidentemente, le vino a la cabeza la presencia fantasmal en la casa de Ludovic. El tipo que había hurgado allí podría perfectamente haber tomado nota de la matrícula de su coche al salir y dirigirse a su casa. Cualquier otra persona hubiera pensado que aquella cerradura ya era vieja y que tal vez le convenía un poco de aceite. Lucie se encogió de hombros, sonrió y finalmente se marchó. Tenía que dejar de preocuparse por minucias. Y sin embargo, no pudo evitar observar largo tiempo a través del retrovisor tras su marcha y trató de convencerse de que la película estaba a salvo en manos de Claude Poignet.
Llegar hasta Lieja en un coche viejo sin aire acondicionado por las autopistas llenas de baches de Bélgica era una proeza, pero logró hacerlo de una tirada. Luc Szpilman le abrió la puerta. Un inmundo piercing le atravesaba el labio inferior.
Читать дальше