Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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– ¿Qué estás escribiendo?

Eugénie había regresado. Sharko la ignoró displicentemente y trató de proseguir su reflexión. La chiquilla golpeteaba la mesa con un abrecartas, cada vez más fuerte.

– Éloïse está muerta, tu mujer está muerta. Éloïse y tu mujer están muertas. Y todo por tu culpa…

La pequeña cabrona… Era su frase preferida, la que lo hería en lo más profundo del corazón. El policía apretó los dientes.

– ¡Que te calles, joder!

Unas cabezas se volvieron hacia Sharko. Se puso en pie de un salto, con los puños apretados. Se abalanzó sobre un brigada que hacía fotocopias y le mostró su identificación de comisario.

– Sharko, OCRVP.

– Lo sé, comisario. ¿Desea alguna cosa?

– Necesito que vaya a por unas castañas confitadas y salsa de cóctel. Un bote de un kilo de pink salad. ¿Podrá hacerlo? No importa la marca de las castañas, pero la salsa, no lo olvide, tiene que ser pink salad, no puede ser otra.

El hombre abrió los ojos de par en par.

– Es que…

El policía parisino se llevó las manos a las caderas y sus hombros se ensancharon. Con sus kilos de más, Sharko, ya de constitución robusta, imponía respeto.

– Dígame, brigada…

El joven policía no volvió a protestar y desapareció. Sharko volvió a su lugar. Eugénie le sonreía.

– Hasta luego, Franck.

– Eso, eso, quédate en tu casa.

Ella se puso a correr dando saltitos y desapareció tras un panel de corcho. El comisario inspiró, con los párpados cerrados. Por fin volvía la calma. Ronroneo de los ordenadores, suelas rechinantes de los colegas. Prosiguió con sus cavilaciones y hojeó rápidamente las páginas técnicas de los diferentes informes. No descubrió gran cosa más. Los análisis de ADN estaban en curso, al igual que la reconstrucción facial, que sin duda no conduciría a ningún lado. Hasta el momento, el caso podía reducirse a esta breve descripción: cinco hombres entre veintidós y veintiséis años, uno de ellos asiático, en su mayoría ex consumidores de droga, habían sido heridos o muertos por bala. Cráneos serrados, ojos arrancados, manos cortadas y cuerpos enterrados. Genial…

La investigación en sí misma no progresaba en demasía. Lo peor era que el archivo de desapariciones inquietantes permanecía completamente mudo. No daba respuesta alguna, por ejemplo, cuando se le interrogaba acerca de la desaparición a lo largo de los últimos quince meses de un asiático cuya talla, peso estimado o edad correspondiera con los de la víctima. Pero a fin de cuentas, no era más que un fracaso a medias. La ausencia de registros indicaba que esos hombres podían ser marginados, inmigrantes en situación irregular o simplemente extranjeros.

Más tarde, Sharko fue a refrescarse a la fuente, con la impresión de tener el cerebro hecho puré. Podía imaginarse en el exterior, en la terraza de un café. El brigada le había traído el bote de salsa de cóctel, y las castañas confitadas y, desde entonces, afortunadamente Eugénie le había dejado en paz. No tardaría en volver al hotel, hablar con Leclerc y probablemente largar velas al cabo de un día o dos, porque, cuanto más tiempo pasaba, más pistas se cerraban. Nada en los hospitales. Los tenientes que regresaban de la investigación de proximidad no habían averiguado nada. Entre los cientos de empleados, y de ex empleados, que trabajaban en la zona industrial nadie había visto nada. Además, los crímenes estaban tan alejados en el tiempo que sin duda los recuerdos se habrían desvanecido.

Hasta aquel momento, los cadáveres seguían siendo anónimos. Sharko, sumergido de nuevo en sus documentos, sintió de pronto una presión sobre el hombro. Se volvió. Era Péresse, que observaba el bote de salsa de cóctel y las castañas confitadas. Finalmente dijo:

– Tenemos una pista seria. Venga a ver.

Sharko le acompañó hasta su despacho. El comisario de Rouen cerró la puerta y señaló la pantalla de su ordenador. En ella podía verse el escáner de un documento manuscrito, en inglés.

Un telegrama.

– Lo hemos recibido de la Interpol. No puede imaginarse cómo ha llegado hasta aquí este telegrama. Uno de sus muchachos, que se llama Sánchez, les ha llamado desde el lugar donde pasa sus vacaciones, un camping cerca de Burdeos. Estaba mirando la televisión mientras sorbía tan ricamente su aperitivo cuando le vio a usted cerca de la zona donde se descubrieron los cadáveres, junto al gasoducto.

– ¿He salido en la tele? ¡Dios mío, no se les escapa una!

– Así que Sánchez llamó a la oficina y preguntó, quería saber en qué asunto estaba usted trabajando.

– Conozco a Sánchez. Trabajamos juntos en algunos casos a finales de los años noventa, antes de trasladarse a Lyon.

– No es que hubiera visto mucho la televisión últimamente, y desconocía el jaleo mediático en torno a esta historia. Así que sus colegas le explicaron… los cráneos serrados y demás. Y eso le trajo una idea a la cabeza. Pidió que buscaran en los archivos de la Interpol, y ¿a que no sabe qué encontraron allí?

– Ese viejo telegrama…

– Justamente. Un telegrama enviado desde Egipto. Desde El Cairo, para ser exactos.

Sharko plantó su dedo sobre la pantalla.

– Dígame que mis ojos aún ven bien.

– Lo confirmo. Está fechado en 1994. Tres muchachas egipcias que vivían en El Cairo, asesinadas violentamente. Cráneos serrados limpiamente «con una sierra médica», como está escrito, cerebro extraído y enucleadas. Cuerpos mutilados, lacerados a cuchilladas, de la cabeza a los pies, incluidas las partes genitales…

Sharko sentía que le invadía una innoble ebriedad. Su caja torácica se hinchaba, su pecho se comprimía. El monstruo sediento de persecución volvía a asomar la cabeza. Péresse prosiguió su lectura.

– … Y todo ello en menos de dos días. Y esa vez no hubo entierro bajo tierra. Los cuerpos fueron abandonados al aire libre. Nuestro asesino no se entretuvo con tonterías.

El policía parisino se levantó y bajó los párpados. Imaginó a las chicas tendidas sobre la arena del desierto, cosidas a puñaladas. Los órganos a la vista, ofrecidos a los carroñeros. Todas esas imágenes, en su cabeza. Miró la pantalla con un suspiro.

– Fue hace mucho tiempo. Por lo general, las series están más próximas en el tiempo. Y luego la distancia. Normandía y El Cairo no es que estén a la vuelta de la esquina… ¿Acaso nos las vemos con un viajero? ¿La Interpol ha descubierto otros casos similares?

– Ninguno.

– Eso tampoco significa nada. Hace diez años, ese tipo de telegrama era bastante raro. Dedicar tiempo al papeleo es lo último que hace un policía, y eso si quiere devanarse los sesos. Nuestro homólogo egipcio era un policía meticuloso. Y eso es casi una paradoja.

Sharko guardó silencio, sus ojos seguían recorriendo el telegrama mientras su cerebro ya carburaba. Tres chicas en África, cinco hombres en Francia. Laceraciones, cráneos abiertos, ojos arrancados. Dieciséis años de diferencia. ¿Cuál era el motivo de esa espera tan larga entre ambas series? Y, sobre todo, ¿cuál era el motivo de esas dos series? El comisario volvió sobre la descripción sumaria enviada a la Interpol.

– El autor del informe es Mahmud Abdelaal… ¿Es ése el nombre del oficial egipcio que levantó la liebre?

– Eso parece.

– ¿Sólo disponemos de ese papel?

– De momento. Primero nos hemos puesto en contacto con la Interpol en Egipto, luego con el servicio de cooperación técnica internacional de la policía cairota, que nos ha remitido a un comisario de la embajada francesa, Mickaël Lebrun, en contacto directo con las autoridades locales. Las primeras noticias no son para lanzar cohetes.

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