– Ha dicho «Ustedes son ellos» -añadió Sharko-. Eso confirma el hecho de que el asesino tras el que ando no está solo. Hay uno que corta limpiamente los cráneos y otro, el tarado, que corta con un hacha.
Sharko siguió reflexionando unos segundos y le tendió su tarjeta de visita. Lucie hizo lo mismo. Él se la guardó en el bolsillo, acabó su cerveza y se puso en pie.
– Voy a tratar de encontrar antimosquitos antes de acostarme. Decirle que detesto los mosquitos sería una litotes. Los odio más que cualquier otra cosa.
Lucie miró la tarjeta de Sharko, le dio la vuelta. Estaba completamente en blanco.
– Pero…
– Cuando uno encuentra a otro una vez, lo encuentra siempre. Manténgame al corriente.
Dejó el importe exacto de las bebidas sobre la mesa y le tendió la mano. En el momento en que Lucie se la estrechó, él le bloqueó el pulgar y pasó el suyo por encima. Lucie hizo rechinar los dientes.
– Buena jugada, comisario. Uno a cero.
– Todo el mundo me llama Shark, no comisario.
– Discúlpeme, pero…
– No podrá, ya lo sé. En ese caso… dejémoslo en comisario. De momento.
Le sonrió, pero Lucie percibió algo profundamente triste en sus pupilas oscuras. Luego se volvió y se encaminó al bulevar Magenta.
– ¿Comisario Shark?
– ¿Qué?
– En Egipto, sea prudente…
Él asintió, cruzó la calle, entró en la estación del Norte y desapareció.
Solo… Era la única palabra que Lucie retenía de su entrevista.
Un hombre solo, terriblemente solo. Y herido. Como ella.
Miró la tarjeta en blanco, que sostenía entre sus dedos, sonrió y anotó, en diagonal, en una de las caras: «Franck Sharko, alias Shark » . Sus dedos se unieron durante unos segundos a las letras de esa identidad de resonancias duras, germánicas. Un tipo curioso. Lentamente pronunció, silabeando, «Franck Sharko». Shark… El Tiburón…
Acto seguido guardó la tarjeta en su cartera y se levantó a su vez. El sol rojo y ardiente caía sobre la capital, dispuesto a incendiarla.
Dirección al CHR de Lille, a doscientos cincuenta kilómetros de allí. La distancia, como siempre, separaba su trabajo y su familia.
Eran las diez de la noche cuando Lucie entró en la habitación de Juliette. Aquel paisaje aséptico empezaba a parecerle familiar. Las enfermeras por los pasillos, los carros cargados de pañales y biberones, el zumbido de los fluorescentes… Su madre jugaba a la consola, la nuca apoyada con indolencia en el reposacabezas del sillón marrón.
Marie Henebelle no tenía nada de la imagen que uno puede hacerse de una abuela, o incluso de una madre. Cabello corto erizado de mechas rubias decoloradas, ropa a la moda, al corriente de los últimos chismes para niños: Wii, Playstation, Nintendo DS… Se pasaba horas jugando a Cerebral Academy en la DS y a Call of Duty en la Playstation, un juego en el que el objetivo es matar al mayor número de enemigos posible. La contaminación del mundo virtual ya no tiene límite de edad.
Marie recibió a su hija sin una sonrisa, se puso en pie bruscamente y cogió su bolso de piel rojo.
– Juliette ha vuelto a vomitar dos veces esta tarde. Me temo que el médico te echará una reprimenda.
Lucie le dio un beso a su hijita adormecida, frágil como una aguja de marfil, y se volvió hacia su madre. En la pantalla, Call of Duty estaba en pausa. Marie acababa de cargarse a tres soldados con un fusil de percusión y parecía muy enfadada.
– ¿Una reprimenda? ¿Porqué?
– El chocolate y las galletas que le das a escondidas. ¿Crees que son tontos? Cada día ven a padres de tu estilo. Padres que no escuchan.
– ¡No come otra cosa! ¡Y ver sus muecas de asco frente a ese puré infecto me parte el corazón!
– Su estómago no soporta ni un gramo más de materia grasa, ¿lo entiendes? ¿Por qué siempre tienes que saltarte las reglas?
Marie Henebelle estaba muy nerviosa. Todo el día encerrada, la televisión, el llanto, aquellos video-juegos que ponen a cualquiera de los nervios. Aquel hospital estaba lejos de ser un lugar relajante, como un centro de talasoterapia de tres estrellas en Saint-Malo.
– Estás de vacaciones y podrías pasar un poco de tiempo con tus niñas, pero no. A una la mandas de colonias y, mientras tú te paseas por Bélgica y París, tu otra hija se queda en los huesos.
Lucie no podía más, aquellas últimas horas ya habían sido suficientemente agotadoras.
– Mamá, vuelvo a tener vacaciones en agosto y nos iremos las tres a la Vendée. Ya estaba previsto que ése sería nuestro verdadero momento para estar juntas.
Marie se dirigió hacia la puerta.
– Creía que tenías prioridades en tu vida, pero veo que estaba equivocada. Y ahora, voy a acostarme, porque dentro de unas horas tengo que volver aquí, si lo he entendido bien. Por suerte, la «abuelita Marie» está aquí, ¿verdad?
Desapareció. Lucie se pasó una mano por el rostro, fatigada, y apagó el televisor. La imagen del soldado pixelado se desvaneció de golpe. Lucie recordó las palabras de Claude Poignet, el restaurador: la violencia de las imágenes puede golpear en cualquier lugar, incluso en aquella habitación de una niña, dentro de un hospital. ¿Acaso no basta la agresividad de las calles que hay que llevarla incluso a lo más hondo de la intimidad familiar?
Las sombras descendieron, por una vez tranquilizadoras.
Lucie, en pijama, empujó el sillón hasta la cama y se instaló junto a Juliette. A la mañana siguiente se llegaría hasta la brigada para informar a sus superiores de aquella historia de la bobina, aunque ningún fiscal ordenaría una investigación en torno a una vieja película de hacía cincuenta años. El comisario Sharko era hombre de grandes miras: ¡entregarle la bobina a la científica, registrar la casa de Szpilman! Como si las cosas fueran tan fáciles. ¿De dónde había salido aquel policía estrafalario con bermudas y zapatos náuticos? Extrañamente, Lucie no podía deshacerse de la impresión que le había causado: la de un tipo que tenía en su activo más crímenes de los que ella vería en toda su vida, pero que no deseaba dejar traslucir nada. ¿Qué horrores se almacenaban en su cabeza? ¿Cuál fue su peor caso? ¿Se había enfrentado ya a asesinos en serie? ¿A cuántos?
Acabó por dormirse, con la cabeza llena de imágenes sombrías, y sosteniendo la mano de su hija.
El despertar fue brutal, una vez más. Los fluorescentes se encendieron y le desgarraron los párpados. En su duermevela, Lucie no se tomó la molestia de abrir los ojos. Probablemente se trataba de una enfermera que pasaba por allí por enésima vez para comprobar que todo iba bien. Se acurrucó aún más en el sillón hasta que una voz grave la arrancó definitivamente de su torpeza.
– En pie, Henebelle.
Lucie gruñó levemente. Podía tratarse de…
– ¿Comandante?
Kashmareck se erguía frente a ella. Cuarenta y seis años, rígido como una barra de acero. La luz blanca cincelaba sus rasgos y excavaba zonas de sombra en su rostro cuadrado. Señaló con el mentón a la chiquilla que aún dormía, arrebujada bajo las sábanas.
– ¿Cómo se encuentra?
Lucie se ocultó bajo una manta, avergonzada de mostrarse en pijama. Se acabó la intimidad.
– Regular… Pero no creo que haya venido usted aquí para saber cómo se encuentra. ¿Qué sucede?
– ¿Tú qué crees? Tenemos un asesinato. Algo… poco corriente.
Lucie seguía sin comprender el motivo de la visita. Se incorporó y se calzó las zapatillas con forma de conejo.
– ¿De qué tipo?
– Sangriento. Esta mañana nos ha llamado un repartidor de periódicos. Tenía por costumbre entrar en casa de su cliente cada día a las seis de la mañana, para tomar un café. Pero se ha encontrado al cliente colgado de la lámpara de la cocina, con las muñecas atadas a la espalda. Y destripado, entre otras cosas…
Читать дальше