Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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– En estos momentos estamos en un momento delicado por culpa del sacrificio de cerdos. A la vista de la propagación de la gripe A, numerosos diputados de la Asamblea del Pueblo han conseguido que se apruebe la erradicación de esos animales. Desde finales de abril se han producido diversos enfrentamientos entre ganaderos y las fuerzas de seguridad. No llega usted en el mejor momento y, por desgracia, mi relación con el inspector principal no es nada del otro mundo. Tiene autoridad absoluta sobre la gobernación de Kasr El Nil, que lleva con mano firme. Pero, créame, Nahed le será de gran ayuda, Nuredín la conoce muy bien.

Sharko dirigió la mirada al retrovisor interior. Nahed permanecía erguida como una esfinge entre los reposacabezas de cuero. Cuando sus miradas se cruzaron, volvió los ojos hacia la ventanilla. A Sharko le pareció entender, en un segundo, qué quería decir Lebrun con aquello de «la conoce muy bien».

Por fin El Cairo mostraba su corazón ardiente, ese músculo batiente que a Suzanne tanto le hubiera gustado palpar con sus manos. Sharko observó con mirada triste los minaretes de trabajada arquitectura que bordeaban las universidades, las mezquitas de tejados de oro resplandeciente entre el polvo levantado por el rugido de las calles, los terrenos reservados a los clubes de fútbol, ocultos tras los puestos de mercado de frutas desmesuradas. Reinaba allí un bullicioso caos urbano que hacía de París un pueblecillo. Veinte millones de habitantes que daban la impresión de caber en un pañuelo. Vendedores de recambios para automóviles se lanzaban por entre las calles abarrotadas, la gente cruzaba por cualquier sitio, a veces ayudados por «pasadores de calles». Allí era un buen oficio. Había quienes empujaban carros cargados de ladrillos, y asnos fatigados tiraban de montañas de telas junto a los viejos taxis negros Nasr 1300. Por las peligrosas aceras corrían criaturas cubiertas por el velo que al mismo tiempo hablaban por teléfono, con el móvil calado entre la mejilla y su hiyab ya no muy blanco.

– Como podrá observar, el peatón es el rey -dijo Nahed, que había recuperado su sonrisa-. El peatón que va en coche, naturalmente. Sin claxon es imposible circular por El Cairo. Y sin buen oído es imposible cruzar las calles.

Era la primera vez que Sharko escuchaba verdaderamente su voz, una hermosa mezcla de francés y de sabores orientales.

– ¿Y cómo se puede vivir cada día en un entorno así?

– ¡Oh, El Cairo tiene muchos otros rostros! Podrá escuchar cómo bate su corazón en sus arterias más profundas.

– ¿Esas mismas arterias donde encontraron a las tres muchachas asesinadas hace dieciséis años?

Sharko siempre había tenido el don de poder enfriar una conversación, la diplomacia no era su fuerte. Señaló a Lebrun con un gesto de cabeza.

– ¿Me puede hablar de esa historia, ya que al fin y al cabo estoy aquí por ese motivo?

– Mi misión en Egipto comenzó hace cuatro años. Nuestros destinos nos exigen viajar a menudo. Y, si le digo la verdad, aún no he visto el dossier.

Sharko comprendió de inmediato que su interlocutor no quería mojarse. Un diplomático…

– Ese tal Nuredín, ¿me llevará al lugar del crimen si fuera necesario? -preguntó.

– Debe saber una cosa, comisario. El país avanza, y los gobernantes egipcios detestan volver al pasado. ¿Qué espera, además, después de tanto tiempo?

– ¿Me acompañaría usted, si fuera necesario?

El comisario Lebrun hizo sonar el claxon sin razón aparente. Un tipo estresado, pero ¿cómo no estar estresado en medio de aquel tornado de acero y ruido?

– No podemos hacer nada sin el consentimiento de Nuredín. Por un lado, en la embajada no nos gustan ese tipo de derivas, ya que la organización y los asuntos de la policía de Egipto son información clasificada. Por otra parte, no tendrá usted tiempo.

En el rostro de Sharko apareció una sonrisa pretenciosa.

– Sin duda ése es el motivo de que mi viaje dure sólo dos días… Y supongo que Nahed no está a mi lado simplemente para traducir -se volvió hacia ella-. ¿No es cierto, Nahed?

– Tiene usted una imaginación muy fértil, comisario -replicó Lebrun en tono seco.

– No se imagina usted hasta qué punto.

Calle Mohamed Farid. El Mercedes se detuvo frente al hotel Happy City, un tres estrellas de fachada rosa y negra.

– Limpio y con encanto -dijo Lebrun-, y la mayoría de los otros hoteles de la capital están completos. En El Cairo, julio no es precisamente el período de menos turismo.

– Mientras haya bañera…

El comisario de la embajada le ofreció su tarjeta.

– Le espero esta tarde en el restaurante Maxim, al otro lado de la plaza Talaat Harb, no muy lejos de aquí, a las siete y media. Cantan canciones de Piaf y se bebe vino francés. Así podrá usted informarme acerca de su encuentro con Nuredín.

Habían decidido no dejar nada al azar. Una vez fuera, Sharko fue avasallado por la canícula e instantáneamente quedó cubierto de sudor. El ronroneo de los motores, el chillido estridente de los cláxones y el olor de los tubos de escape eran insoportables. Rápidamente, extrajo su maleta del portaequipajes. Al volverse, Eugénie estaba frente al hotel, con los brazos cruzados, vestida como siempre. Ponía mala cara y observaba cómo los coches se debatían a lo largo de la elegante avenida de los Campos Elíseos.

– ¿… misario?

Lebrun aguardaba, con la mano tendida al frente. Sharko volvió hacia él y se la estrechó nerviosamente. El agregado de la embajada lanzó una mirada rápida en la dirección en que el policía francés miraba fijamente unos segundos antes. No había nadie.

– Un último consejo. Nuredín no se anda por las ramas. Es el tipo de individuo que cree que uno traiciona a Egipto en cuanto se opone a él, usted ya me entiende. Así que no le incomode y sea discreto.

– No será muy difícil ser discreto en el país de los jeroglíficos…

18

La comisaría central de la gobernación de Kasr El Nil recordaba el palacio mal conservado de un difunto jeque. Protegido por altas verjas negras, la oscura fachada daba a un jardín en el que se entremezclaban palmeras y vehículos de policía que más bien parecían camionetas de vendedores de frutas y verduras. Únicamente los diferenciaban de ellas los grandes girofaros azules, de dos tonos. Frente a un tramo de escaleras, seis centinelas -camisa blanca, quepis con un águila estampada con la bandera nacional por insignia, fusil MISR en bandolera- hicieron restallar el canto de sus manos contra el pecho a la salida de un hombre corpulento, cargado de tres estrellas en las portapresillas de las hombreras.

Hasán Nuredín apoyó sus dedos como salchichas en las caderas y olisqueó el aire saturado de gas y de polvo. Bigotillo negro, ojos oscuros como dátiles demasiado maduros bajo unas cejas espesas, mejillas picadas de viruelas. Esperó a que Sharko y Nahed Sayed llegaran a su altura para saludarlos. Estrechó educadamente la mano de su homólogo francés, obsequiándole incluso con un «Bienvenido» lánguido. Se interesó en especial por la joven, con la que intercambió algunas palabras en árabe. Ésta se inclinó hacia delante con una sonrisa forzada. Luego, el hombre se volvió, con el torso muy erguido, y se adentró en el edificio. Sharko y Nahed intercambiaron una mirada que hizo superfluo cualquier otro comentario.

En el gigantesco vestíbulo salpicado de oficinas funcionales, unas escaleras vigiladas por policías se hundían hacia el sótano. De allí ascendían clamores, cantos árabes, letanías de un coro de mujeres. Sharko aplastó un mosquito en su antebrazo. El quinto ya, a pesar de la tonelada de crema con la que se había untado. Aquellos bichitos se incrustaban en cualquier lugar y parecían inmunizados contra cualquier forma de protección.

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