Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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– Dice que no entiende su oficio, ni sus métodos. Los policías de aquí no están para husmear como los perros, sino para actuar, para acabar con la chusma. No quiere volver sobre cosas hundidas ya en el pasado, ni abrir de nuevo heridas que Egipto desea olvidar. Nuestro país tiene ya suficientes males por culpa del terrorismo, de los extremistas y de la droga -señaló el informe con el mentón-. Ahí está todo, no puede hacer nada más. Este caso es demasiado antiguo. Al lado hay un despacho. Le invita a ponerse en pie y a dirigirse a ese despacho…

Sharko obedeció, pero antes plantó la copia del telegrama de la Interpol ante las narices del inspector principal. Se dirigió a Nahed, que repitió en árabe egipcio:

– Un inspector llamado Mahmud Abdelaal envió este telegrama. Él era quien investigaba el caso, en aquella época. El comisario Sharko desearía hablar con él.

Nuredín se quedó helado, apartó el papel lejos de su vista y soltó una sarta de palabras indigestas.

– Traduzco palabra por palabra: «Ese hijo de perra de Abdelaal ha muerto».

Sharko sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el vientre.

– ¿Cómo?

El policía egipcio hablaba mostrando los dientes. Debajo del cuello cerrado de su camisa se hinchaban las venas del cuello.

– Dice que le hallaron quemado al fondo de una callejuela sórdida del barrio de Sayeda Zenab, unos meses después de aquel asunto. Un ajuste de cuentas entre extremistas islamistas. Pachá Nuredín explica que cuando la policía fue al apartamento de Abdelaal, tras el drama, descubrieron el manual de la acción islamista oculto entre sus pertenencias, con párrafos señalados de puño y letra por Abdelaal. Era un traidor. Y en nuestro país, los traidores acaban por «reventar» como perros.

En el vestíbulo, Nuredín se ajustó la boina con firmeza. Se inclinó hacia el oído de Nahed, apoyando su mano en el hombro de ella. La joven dejó caer su cuaderno. El inspector principal le habló un buen rato y luego tomó la dirección de las escaleras de donde provenían los cánticos.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Sharko.

– Que en el despacho adonde vamos hay un mapa de la región.

– Me ha parecido que le decía más cosas.

Nerviosa, se echó los cabellos por encima de los hombros.

– Habrá sido sólo una impresión…

Le condujo a una sala funcional que contenía lo mínimo indispensable. Mesa de despacho, sillas, un cuadro y material de oficina. Una ventana cerrada daba a la calle Kasr El Nil. No había ordenador. Sharko le dio a un interruptor que debía poner en marcha el ventilador del techo.

– No funciona. Nos han cedido expresamente este despacho.

– No, no… ¿cómo puede pensar eso? Será una casualidad.

– Con gente así no hay casualidad que valga.

– Desde que ha llegado le noto un poco… desconfiado con nosotros, comisario.

– Habrá sido sólo una impresión…

El policía descubrió la presencia de un centinela no muy lejos de la puerta. Les vigilaban. Estaba claro que habían recibido instrucciones.

– ¿Se pueden hacer fotocopias?

– No, todo está protegido por códigos. Sólo los ordenadores de los oficiales disponen de pen drive y USB o de lectores de CD. Nada sale nunca de aquí.

– Información clasificada, evidentemente. Bueno, nos las apañaremos.

Sharko abrió la carpeta. Introdujo la mano en el sobre de fotos y dudó antes de extenderlas. No estaba en muy buena forma y Nahed, a su vez, parecía perturbada.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó él.

Ella asintió sin responder. El comisario dispuso los clichés ante él. La joven trató de mirarlos y se llevó la mano a la boca.

– ¡Es monstruoso!

– Si no fuera así, yo no estaría aquí.

Decenas de fotos representaban la muerte desde todos los ángulos. Seguramente fotografiaron los cadáveres unas horas después de la muerte, pero el calor había amplificado los estragos. Sharko desmenuzó el horror. Los restos habían sido desperdigados de manera salvaje, lacerados, mutilados a cuchillo, sin una voluntad particular de crear una puesta en escena. El comisario cogió las fichas de identidad y observó atentamente las fotos de las víctimas proporcionadas por la familia. Eran fotos de mala calidad, hechas en la escuela, en la calle o en casa. Eran muchachas vivaces, sonrientes, jóvenes y tenían puntos en común. Sus edades -quince o dieciséis años-, sus ojos y sus cabellos morenos. El comisario tendió las fichas a Nahed y le pidió que tradujera. A la par, observó el mapa de El Cairo colgado con chinchetas de la pared, con todos los nombres de las calles en árabe. Aquella ciudad era un monstruo de la civilización, abierta en canal de norte a sur por el Nilo, limitada al este y al sudeste por las colinas de Moqattam, contorneada al sur por un vasto espacio de arena sembrado de ruinas de la antigua ciudad.

Sharko clavó chinchetas en los lugares clave indicados por la joven. Los cuerpos de las víctimas fueron hallados en lugares que distaban unos quince kilómetros entre sí, a lo largo de un arco de círculo que rodeaba la urbe. El barrio de los traperos al nordeste, las orillas donde el Nilo se desdobla al noroeste -a cinco kilómetros de la comisaría de policía-, y el desierto blanco al sur. Unas muchachas escolarizadas, de clase modesta o pobre. Nahed conocía El Cairo como la palma de su mano y fue capaz de señalar las escuelas y los barrios de cada una de ellas. Sharko se interesó por el increíble espacio ocupado por las fábricas de cemento Tora, las más grandes del mundo, cerca de las cuales vivía una de las víctimas.

– Antes ha hablado usted de un barrio irregular cercano a las fábricas de cemento. ¿Qué significa eso?

– Se trata de barrios de viviendas precarias construidas por los pobres sin respetar las normas urbanísticas y sin poder disponer de servicios públicos. No tienen agua potable, ni red de saneamiento, ni recogida de basuras. En Egipto hay muchos y hacen que el tamaño de la ciudad se dispare. El Estado proporciona unas 100.000 viviendas anuales cuando para absorber el crecimiento demográfico serían necesarias 700.000.

El policía tomaba notas. Los nombres de las muchachas, los lugares donde fueron halladas, la situación geográfica…

– ¿Son barrios de chabolas?

– Los barrios de chabolas de El Cairo aún son peores. Hay que verlo para creerlo. La segunda víctima, Busaína, vivía cerca de uno de ellos…

El comisario observó de nuevo las fotos con detenimiento. Los rostros, los rasgos físicos. Se negaba a creer que fuera obra simplemente del azar. El asesino había tenido que desplazarse para ir de un barrio a otro. Eran muchachas pobres, no especialmente guapas, y no llamaban la atención. ¿Por qué aquellas tres muchachas? ¿Acaso por su actividad estaba acostumbrado a codearse con la miseria? ¿Las había conocido ya antes? Un punto en común… Tenía que haber un punto en común.

Una hora más tarde, Nahed tuvo que sudar tinta para detallar las principales características del informe de la autopsia, muy técnico y complicado para un traductor. Reveló que en los tres organismos se hallaron restos de ketamina, un potente anestésico. Las estimaciones de la hora del fallecimiento probaban que los crímenes se cometieron en plena noche. Y la causa de la muerte era lo más escalofriante, pues las mutilaciones se habían realizado post mórtem con un cuchillo, por lo que el fallecimiento se habría producido por los daños causados por la abertura del cráneo y, evidentemente, por la extracción del cerebro y de los ojos.

Al parecer, a las muchachas les abrieron el cráneo cuando estaban vivas y a continuación las acuchillaron.

Sharko se enjugó la frente con un pañuelo, mientras Nahed se quedaba muda, con los ojos en blanco. El policía podía imaginar perfectamente el escenario. El asesino primero secuestró a las muchachas al anochecer, anestesiándolas, para llevarlas luego a un lugar apartado y perpetrar sus horrores armado con su mortífero instrumental. La sierra de forense, escalpelo para la enucleación y un cuchillo de hoja ancha para las mutilaciones. Seguramente disponía de un vehículo, conocía la ciudad y sin duda había localizado previamente los lugares. ¿Por qué aquellas mutilaciones post mórtem? ¿Una irreprimible necesidad de deshumanizar los cuerpos? ¿De poseerlos? ¿Acaso sentía un odio interior tan fuerte que tenía que desahogarse mediante un desesperado acto de destrucción?

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