Envuelto en el aire asfixiante y bochornoso del despacho, el comisario trataba de establecer relaciones entre aquel modus operandi y el utilizado en Francia. Allí, a pesar de todo, había un ritual, organización y no había una voluntad especial de esconder los cadáveres. Además, el asesino había abierto los cráneos de sus víctimas en vida. En Francia, sin embargo, la mayoría habían muerto por bala, y en un caos, a la vista de los lugares en los que impactaron los proyectiles. Sin olvidar, además, la minuciosa tarea para convertirlos en restos anónimos: manos cortadas y dientes arrancados.
Dos series de asesinatos, a la par próximas y lejanas en el tiempo y en el espacio. ¿Existía en realidad una relación? ¿Y si no la hubiera? ¿Y si, finalmente, el azar tenía su papel en aquella historia? Dieciséis años… Dieciséis largos años…
Y, sin embargo, Sharko sentía una conexión impalpable, la misma diabólica voluntad de hacerse con los órganos más preciados del cuerpo humano: el cerebro y los ojos.
¿Por qué aquellas tres muchachas allá en Egipto?
¿Por qué aquellos cinco hombres en Francia, uno de ellos asiático?
El policía bebía los vasos de agua que Nahed le servía regularmente y se hundía cada vez más en las tinieblas mientras los rayos de Ra le martirizaban la espalda. Chorreaba sudor. Afuera se extendía un infierno de arena, de polvo y de mosquitos y Sharko soñaba ya con disfrutar del aire acondicionado de su habitación refugiado bajo la mosquitera.
Desgraciadamente, el resto de la documentación no era más que charlatanería y bobadas. No se había hecho nada de manera seria. Algunos papeles sueltos, manuscritos, sellados por el fiscal, acerca de las declaraciones de los padres o de los vecinos. Dos de las muchachas regresaban del trabajo, y la tercera del barrio al que tenía por costumbre ir para trocar leche de cabra por telas. Había también una lista inútil de las pruebas. En aquel país parecía que despachaban los casos de asesinato como los robos de radios de coches en Francia.
Y era eso precisamente lo que no encajaba.
Sharko se dirigió a Nahed.
– Dígame, ¿ha visto que apareciera el nombre de Mahmud Abdelaal en alguno de esos documentos? ¿Hay alguna nota escrita de su puño y letra aparte de estas pocas páginas?
Nahed revisó rápidamente los escritos y sacudió la cabeza.
– No… Pero no se sorprenda por la levedad de estos informes. Aquí se prefieren los actos a los papeles. La represión a la reflexión. Todo está manipulado, carcomido por la corrupción. Ni se lo puede imaginar.
Sharko sacó la fotocopia del telegrama de la Interpol.
– Como puede ver, la Interpol recibió este telegrama más de tres meses después del hallazgo de los cadáveres. Sólo un inspector tozudo e implicado en el caso pudo enviarlo. Un policía honrado, con valores, que tal vez quería llegar hasta el final.
Sharko levantó las hojas y las dejó caer frente a él.
– ¿Y pretenden hacerme creer que sólo hay esto?
¿Sólo formalidades? ¿Que no existen notas personales? ¿Ni siquiera una copia del famoso telegrama? ¿Adónde fue a parar el resto? Por ejemplo, ¿se investigaron farmacias y hospitales para averiguar de dónde procedía la ketamina?
Nahed se limitó a encogerse de hombros. Su rostro estaba serio. Sharko sacudía la cabeza y se llevaba una mano a la frente.
– ¿Y sabe qué es lo que más me preocupa? Pues que extrañamente Mahmud Abdelaal está muerto.
La joven se volvió y se dirigió hacia la puerta acristalada. Echó un vistazo al vestíbulo. El centinela no se había movido.
– No sé qué decirle, comisario. Yo estoy aquí sólo para traducir y…
– Me he dado cuenta de cómo la acosaba Nuredín y de cómo usted trataba de evitarlo sin lograrlo. ¿De qué se trata? ¿Un intercambio protocolario? ¿Una costumbre de su país, que la obliga a doblegarse a las exigencias de ese gordo seboso?
– Nada de eso.
– He visto cómo se estremecía varias veces, frente a esas fotos, al leer la descripción del caso. Usted tenía la edad de esas muchachas cuando fallecieron. Iba a la escuela, como ellas.
Nahed apretó los dientes. Sus manos entrelazadas se crispaban. Con mirada esquiva, miró su reloj.
– Pronto será la hora de nuestra cita con Mickaël Lebrun y…
– Y yo no iré. Tendré todo el tiempo del mundo para beber vino francés en Francia.
– Puede que le ofenda.
Cogió una de las fotos de las muchachas sonrientes y la empujó hacia Nahed.
– Me traen sin cuidado la diplomacia y otras mandangas. ¿No cree que esas muchachas se merecen que alguien se interese por ellas?
Un silencio pesado. Nahed era de una belleza superior, y Sharko sabía que la mayoría de las mujeres bellas tienen generalmente un corazón frío. Pero en la egipcia percibía una herida, una herida abierta que a veces empañaba su mirada de azabache.
– Muy bien. ¿Qué quiere que haga por usted, comisario?
Sharko se acercó a su vez a las cortinas y bajó la voz.
– Ninguno de los policías presentes en esta comisaría me hablará. Lebrun tiene las manos atadas por la embajada. Busque la dirección de Abdelaal. Tiene que tener mujer, hijos o hermanos. Quiero hablar con ellos.
Tras un largo silencio, Nahed accedió.
– Lo intentaré, pero sobre todo…
– En boca cerrada no entran moscas, puede confiar en mí. En cuanto recupere mi móvil, llamaré a Lebrun para excusarme diciéndole que me siento mal. El calor, el cansancio… Le diré que mañana aún volveré un rato por aquí para aprovechar el viaje. Usted, reúnase conmigo en el hotel a las ocho en punto, y confío que con la dirección.
Ella dudó.
– No, en el hotel no. Tome un taxi y… -garabateó unas palabras en un pedazo de papel y se lo dio- dele este papel al taxista. Él sabrá adónde llevarle.
– ¿Adónde?
– Frente a la iglesia de Santa Bárbara.
– ¿Santa Bárbara? El nombre no es muy musulmán…
– La iglesia se halla en el barrio copto del viejo El Cairo, al sur de la ciudad. El nombre es el de una muchacha martirizada por haber tratado de convertir a su padre al cristianismo.
Freyrat, en el corazón del CHR de Lille, a última hora de la tarde. El reducto de la psiquiatría. Un monstruo de hormigón de dos pisos, punto de encuentro de todos los trastornos mentales. Esquizofrénicos, paranoicos, traumatizados, psicóticos. Lucie entró en el austero edificio y preguntó en la recepción por la habitación de Ludovic Sénéchal. Quería ser ella quien le comunicara la muerte de su amigo, Claude Poignet. Le indicaron que fuera a la unidad Denecker, en el primer piso.
Era una habitación pequeña capaz de deprimir hasta a un payaso. El televisor, inaccesible, estaba encendido. Ludovic estaba tumbado en la cama, con las manos en la nuca. Volvió lentamente el rostro hacia ella y sonrió.
– Lucie…
Sorprendida, ésta se acercó.
– ¿Ya puedes ver?
– Puedo distinguir las formas y los colores. La gente que no lleva bata son visitantes, seguro. ¿Y qué otra mujer sino tú podría venir a verme?
– Estoy muy contenta de que te encuentres mejor.
– El doctor Martin dice que recuperaré progresivamente la vista. Es cuestión de dos o tres días.
– ¿Cómo lo han conseguido?
– Hipnosis… Comprendieron qué era lo que no funcionaba. En fin, lo comprendieron sin comprenderlo.
Lucie sentía desazón. Detestaba aquel penoso papel de mensajera de la muerte. Tener que afrontar la mirada de los allegados de las víctimas era sin duda el aspecto más difícil de su profesión. Hizo todo lo posible para retrasar el momento del anuncio. Ludovic era muy sensible, y no estaba en forma.
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