Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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– ¿Qué cantan esas mujeres?

– «La prisión no acabará con las ideas» -murmuró Nahed-. Son estudiantes, protestan contra la prohibición de que los Hermanos Musulmanes se presenten a las elecciones.

Sharko descubrió una policía moderna y bien equipada -ordenadores, Internet, especializaciones técnicas como el establecimiento de retratos robot-, pero que aún parecía funcionar a la antigua. Hombres y mujeres -la mayoría de éstas con velo- esperaban en grupos en el vestíbulo, las puertas de las oficinas se abrían como en las consultas de los médicos y los más veloces -la noción de «cola» no existía- pasaban los primeros.

Sharko y su traductora tuvieron que entregar sus teléfonos móviles -para evitar que tomaran fotografías o grabaran conversaciones- y llegaron a un despacho digno de un salón de Versalles. En él imperaba la desmesura: mármol en el suelo, jarrones canopes y minoicos, tapices con figuras, bronces dorados. En el techo giraba un inmenso ventilador que removía el aire pegajoso. Sharko sonrió para sí. Patrimonio nacional, todo pertenecía al Estado y no al gordo engreído que se instalaba pesadamente en su silla fumando un puro local. Si muchos cairotas lucían su tripa con gracia, no era el caso de aquel tipo.

El egipcio tendió sus manos abiertas hacia dos sillas en las que se acomodaron Sharko y Nahed, que sacó un pequeño cuaderno y un bolígrafo. Llevaba una falda larga de tela caqui y una túnica a juego que mostraba ligeramente su nuca bronceada. El inspector principal la contempló sin disimulo con sus ojos porcinos. Aquí les gusta hacer patente que uno aprecia a las mujeres, al contrario que en la calle, donde los «chisss, chisss» peyorativos surcan el aire en cuanto un ejemplar femenino sin velo se cruza en el camino de un musulmán. El inspector se frotó el bigote y acto seguido alzó un papel frente a él. A medida que hablaba, Nahed llenaba su cuaderno de signos estenográficos antes de traducir.

– Dice que es usted un especialista de los asesinos en serie y de los crímenes complicados. Más de veinte años al servicio de la policía francesa, en el departamento de la criminal. Dice que es impresionante. Pregunta cómo está París.

– A París le cuesta respirar. ¿Y cómo está El Cairo?

El inspector principal mascó su Cleopatra entre los dientes con una sonrisa, mientras hablaba. Nahed tomó el relevo.

– Pachá Nuredín dice que El Cairo tiembla al ritmo de los atentados que sacuden Oriente Medio. Dice que El Cairo está ahogado por las redes islamistas, mucho más peligrosas que la peste porcina. Dice que se han equivocado de objetivo al quemar todos esos cerdos en los fosos de la ciudad.

Sharko recordó las lejanas humaredas negras entrevistas en la periferia de la ciudad: cerdos que estaban siendo quemados. Respondió mecánicamente, pero su frase le dio ganas de vomitar:

– Estoy de acuerdo con usted.

Nuredín asintió con la cabeza, y siguió despotricando aún un rato antes de tenderle un sobre viejo al comisario.

– Por lo que respecta a su caso, dice que está todo ahí, ante usted. El expediente de 1994. No hay nada informatizado, es demasiado antiguo. Dice que aún ha tenido suerte de que lo haya podido encontrar.

– Debo darle las gracias, supongo.

Nahed tradujo que Sharko le estaba muy agradecido.

– Dice que puede consultarlo aquí y que si lo desea puede volver mañana. Tiene usted las puertas abiertas.

Las puertas abiertas sí, pero blindadas, con centinelas que vigilarían el menor de sus pasos y de sus gestos. Sharko se obligó a darle las gracias con un movimiento del mentón, retiró las gomas elásticas y abrió la carpeta. En una funda transparente había apiladas varias fotos de la escena del crimen. Había también diversos informes, fichas de unas muchachas con sus identidades, probablemente las víctimas. Decenas y decenas de páginas escritas en árabe.

– Pídale que me hable del caso, por favor… Sólo pensar que tendrá que traducirme todo esto me da náuseas.

Nahed hizo lo que le había pedido. Nuredín aspiró con parsimonia su puro y escupió una nube de humo.

– Dice que el asunto se remonta muy lejos en el tiempo, y que ya no se acuerda. Está pensando.

Sharko sentía que formaba parte de un álbum de Tintín, Los cigarros del fara ó n, y que tenía frente a él al gordo Rastapopoulos. Rozaba lo ridículo.

– Y, sin embargo, unas chicas con el cuerpo entero mutilado y el cráneo abierto es algo que deja una fuerte impresión.

Nahed se contentó con una mirada halagadora hacia el comisario. El oficial egipcio comenzó a articular lentamente, con pausas y silencios para que la joven pudiera traducir.

– Ahora recuerda algo, ya estaba al mando de la brigada. Dice que murieron con uno o dos días de intervalo. La primera vivía en el barrio de Chubra, al norte de la ciudad. Otra en un barrio irregular cercano a la fábrica de cemento Tora, junto al desierto. Y la tercera cerca del núcleo de chabolas de Ezbet El Nagl, el barrio de los traperos… Dice que la policía no logró establecer vínculos entre ellas. No se conocían e iban a escuelas diferentes.

Para Sharko, aquellos nombres de los barrios no significaban nada en absoluto. Sacudió su camisa para secarla. El sudor le corría por la espalda. El aire fresco le sentaba bien, pero se moría de sed. La hospitalidad no parecía ser la principal cualidad de aquellos policías.

– ¿Hubo sospechosos? ¿Testigos?

El gordo sacudió la cabeza y habló. Nahed dudó unos instantes antes de traducir sus palabras.

– Nada en concreto. Sólo se sabe que las muchachas fueron asesinadas por la noche, cuando regresaban a su domicilio, y que los cadáveres fueron hallados cerca de donde fueron secuestradas. En todas las ocasiones, a algunos kilómetros de su lugar de residencia. A orillas del Nilo, junto al desierto, en los campos de caña de azúcar. Todos los detalles figuran en los informes.

No estaba mal, para un tipo desmemoriado, pensó Sharko. Lugares aislados, donde el asesino podía actuar tranquilamente. En cuanto al modus operandi, había tantos puntos en común como diferencias con los cadáveres de Notre-Dame-de-Gravenchon.

– ¿Podría proporcionarme un mapa de la ciudad?

– Dice que se lo dará inmediatamente.

– Gracias. Me gustaría poder estudiar esos informes en el hotel esta noche, ¿es posible?

– Dice que no. No pueden salir de aquí. Es el procedimiento. Sin embargo, puede tomar notas y los documentos que le interesen, tras ser controlados, evidentemente, se enviarán por fax a su departamento.

Sharko dio un paso más, quería saber cuáles eran los límites de su investigación.

– Mañana me gustaría visitar los lugares donde se produjeron las desapariciones y los crímenes. ¿Podrá acompañarme alguien?

El hombre encogió sus hombros grasientos y estrellados.

– Dice que sus hombres están muy atareados, y que no entiende por qué quiere ir a unos sitios que probablemente ya no existan. El Cairo se expande como… Se expande como el moho.

– ¿Moho?

– Es el término que ha utilizado… Pregunta por qué ustedes, los occidentales, no tienen confianza en ellos y quieren rehacer el trabajo a su manera.

La voz del egipcio seguía sonando despreocupada, pesada, pero se tintaba de matices. Los de la dominación, la autoridad. Estaban en su casa, en sus tierras.

– Sólo quiero comprender cómo unas pobres muchachas acabaron entre las manos de un asesino de la peor calaña. Sentir cómo ese depredador pudo desplazarse por esta ciudad. Todos los asesinos dejan olores, incluso años más tarde. Los olores del vicio y la perversión. Quiero olerlos. Quiero andar por allí donde mató.

Sharko miraba fijamente a Nahed, como si se dirigiera directamente a ella. La joven egipcia tradujo sus palabras. Nuredín apagó con gesto firme su puro a medio consumir en un cenicero y se puso en pie.

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