Chris alzó su mano y su canto golpeó el cuello desprotegido del otro esbirro, cuyo cuerpo languideció hasta derrumbarse. La mano de Chris salió disparada hacia abajo para arrebatarle el arma.
Thornten continuaba de pie con el brazo todavía levantado. La aguja temblaba en su mano. Pudo sentir el blando cuerpo de la monja que cayó contra él al mismo tiempo que intentaba mantener el equilibrio. Thornten caía y gritaba por Sullivan mientras Zoe Purcell se mantenía de pie temblando al lado de Folsom en la cabecera de la camilla.
La mano de la monja continuaba aferrando la muñeca de Thornten. Juntos se cayeron al suelo; el guardia encima de ellos. Sullivan saltó desde la puerta de los barrotes y se inclinó sobre la maraña de personas, echando mano del brazo estirado con la aguja de Thornten.
Las otras monjas formaban un frente contra los hombres que vigilaban a Jasmin y Anna, y empujaban hacia adelante. Anna había dado un salto detrás de ellos, abriéndose camino entre todos hasta la camilla, tirando de Mattias hacia arriba hasta levantarle.
Chris saltó hacia Sullivan y le golpeó con la empuñadura del arma en la cabeza. El jefe de seguridad se desmoronó hacia un lado y cayó al suelo al lado de Thornten.
Anna giró para huir con Mattias en brazos. Pero Zoe Purcell sacudió su embelesamiento y la agarró de su cabellera. Anna arqueaba la cabeza ampliamente hacia atrás mientras sus manos estiraban el enjuto cuerpo del niño hacia adelante como si fuera una bandeja.
El cuerpo de Mattias se deslizó finalmente a los brazos de Chris, y Anna cayó impulsada hacia atrás por el brutal agarre de Purcell. En ese mismo momento, Chris rodó de un lado para otro y saltó hacia la puerta de los barrotes, apresurándose para adentrarse en la otra parte de la capilla.
Miró por encima del hombro; sus miradas buscaban a Jasmin.
«Os voy a sacar de aquí…».
El cuerpo infantil le resultaba extrañamente ligero en sus brazos, y la cara del pequeño estaba llena de lágrimas. Chris subió corriendo la pequeña escalera.
Apartó de una patada el banco de madera hacia un lado y se escurrió hacia el pasillo.
Al mismo tiempo y detrás de él, Jasmin comenzó a gritar su nombre con estridencia.
* * *
Chris corrió a través del pasadizo y se topó con un pasillo. Poco a poco comprendió lo que había cambiado: había luz. Hacía un momento el pasadizo había permanecido todavía a oscuras. «Las monjas -pensó Chris- tuvieron que pasar por aquí arriba de camino a la capilla».
– Todo irá bien -le murmuraba una y otra vez a Mattias a la vez que reflexionaba. En algún lugar debía de existir otra escalera, que descendía hacia la entrada, por la que las monjas habían accedido a la capilla, y de pronto recordó el acceso situado justo antes de la puerta de la esta. Debía estar en alguna parte a la derecha de él. Sin embargo, él quería alejarse de la allí. Por lo tanto hacia la izquierda.
Después de quince minutos, salió del edificio y accedió a un patio lateral del tamaño de una pequeña finca, abierto hacia el este, y que se prolongaba hacia dos terrazas situadas a un diferente nivel respectivamente. Delante de los muros de los edificios se amontonaban los escombros, madera, piedras y restos de metal.
Chris orientó su mirada hacia las crestas de las cadenas de montañas situadas en el este. La luz saliente de la mañana iba envolviendo las diferentes capas de bosque en diferentes tonalidades, mientras en los valles anidaba todavía la oscuridad más absoluta.
Dos monjas en níveas cogullas de algodón se le acercaban con paso firme a través de las terrazas desde el este.
Chris estimó la edad de una de las monjas en unos sesenta y cinco años. Sus ojos brillaban llenos de confianza y fortaleza. La otra era claramente más joven, quizás en torno a los treinta.
– ¡Ayúdeme! ¡Lleve al chico a un lugar seguro! -dijo Chris en francés.
La monja mayor lo escudriñó sin rubor de arriba abajo y contempló a Mattias durante un buen rato.
– Puede hablar tranquilamente en alemán. Soy la priora y nací en Austria.
Chris resumió brevemente lo que estaba ocurriendo abajo en la capilla y la ayuda por la que estaba aguardando. Mientras la joven monja soltó una exclamación de sorpresa, la priora ni siquiera entornó los ojos. No dejó entrever si realmente se estaba creyendo la historia de Chris.
– ¡Aquí! ¡Lleve al niño a algún lugar seguro, por favor! -imploró Chris cuando elevó a Mattias y la joven monja lo tomó en brazos.
– Algunas de nosotras vivimos en las barracas ubicadas en la ladera situada al este del monasterio. Constituye nuestro alojamiento provisional desde hace veinte años -la priora señaló en la misma dirección de la que habían venido-. Le alojaremos allí. ¿Qué hará usted?
* * *
Thornten empujó a la vicaria hacia un lado y recriminó a Sullivan a gritos. Sus caras distaban solo unos milímetros entre sí mientras Sullivan soportaba la tormenta de insultos, juramentos y vituperios con un sosiego estoico. Su excitación quedó patente solo a través de su enrojecido rostro y las manos temblorosas situadas cerca de la cremallera de su pantalón.
Jasmin y Anna se encontraban acurrucadas en una esquina, abrazadas fuertemente la una a la otra. Anna susurraba sin cesar el nombre de Mattias.
– Chris tendrá cuidado de él. ¡Estará a salvo! -le musitaba Jasmin una y otra vez para tranquilizarla.
Thornten, tras la conclusión de su particular sermón cargado de odio, le concedió a Zoe Purcell la palabra para que continuara injuriando a Sullivan por su incompetencia. El, entre tanto, soltó con todas sus fuerzas una patada contra la figura de cerámica de la Virgen María situada en la esquina, la cual cayó y se rompió en mil pedazos. Acto seguido, salió disparado hacia la cruz, tirando de camino el incensario al suelo, cuando finalmente se detuvo iracundo delante de la figura crucificada.
– Dime, ¿eres tú el que está detrás de todo esto?
Se quedó mirando como fuera de sí la figura de Cristo crucificado, arrancando a continuación una maliciosa risotada cuando las monjas comenzaron escandalizadas a gritar desaforadamente. Thornten comenzó a zarandear la cruz entre fuertes jadeos hasta que su ira fue disminuyendo poco a poco.
Sonaba un teléfono móvil. De repente todos callaron.
– ¿De quién es ese teléfono móvil? -los ojos inyectados en sangre de Thornten se mostraban empapados de malignidad.
– El mío -dijo Dufour finalmente, sacándolo del bolsillo de su chaqueta-. Es el padre Jerónimo -murmuró Dufour cuando vio el número de teléfono en la pantalla.
– ¿Ha estado hablando con él durante el camino?
Dufour asentía con la cabeza.
– ¿Y?
Dufour se percató de la sed de sangre en los ojos de Thornten.
– El viene de camino.
– Pero seguramente no venga solo. ¿Quién le acompaña?
– El papa.
Thornten guardó silencio.
– ¿Atacamos? -sugería Sullivan cuando se hubo colocado al lado de Dufour.
Thornten clavó la mirada en los restos de la figura destrozada de la Virgen, y a continuación meneó la cabeza.
– ¡No! Debemos quitarnos de en medio lo antes posible. Cuando estén una vez aquí, apenas dispondremos de alguna posibilidad. Debemos intentarlo con los coches. ¿Qué otras alternativas tenemos?
– Puedo intentar organizar algunos helicópteros -Sullivan, por fuera, podía parecer totalmente sereno, pero en su fuero interno hervía como un volcán. Nunca perdonaría esta afrenta-. A través de nuestros hombres en el aeropuerto. La clínica no cuenta. Allí está la Gendarmería. Desaparecemos con los coches hasta donde podamos, y a continuación vendrán a recogernos.
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