– ¿Qué está haciendo? -preguntó Jasmin, cuando Thornten se acercó a ellos con el rostro petrificado y la inyección en la mano.
– ¿Que qué estoy haciendo? ¡Pregúnteselo a su amigo! Si no se hubieran ido, estaríamos sentados ahora en un avión de camino a Boston. Pero de esta forma…
– ¡Ninguno de nosotros quiso ir!
Thornten hizo un ademán reprobatorio con la mano.
– Yo sé que Dufour habló hace un momento por teléfono con este Jerónimo o con el papa. Y sé por parte de Sullivan que Sofía Antípolis está tomada por la policía. ¿Cree usted de verdad que voy a esperar a que este farsante mojigato entierre con sus cuentos este secreto en los sótanos del Vaticano?
– ¿De qué está hablando?
Thornten se reía.
– Déjelo ya. Hablé con este monje, ¿cómo se llamaba? Jerónimo. He estado hablando con este Jerónimo en Sofía Antípolis. Justo antes de querer salir de viaje. Quiso convencerme de entregárselo todo al papa -Thornten meneaba la cabeza-. ¡Sería como destruir este extraordinario descubrimiento científico! Un sacerdote pidiéndole a un científico que renuncie al conocimiento -él hizo una señal con la mano y dos de los hombres de Sullivan, que hasta entonces habían permanecido de pie esperando al lado de la pared transversal, se encaminaron hacia Anna y Jasmin.
Agarraron a las dos mujeres por los brazos y las arrastraron lejos de la camilla hacia una esquina. Anna gritaba y daba golpes como loca a su alrededor y mordía el antebrazo del hombre. También Jasmin pataleaba de desesperación, pero sin poder hacer nada contra el despiadado agarre.
– ¡No! -gritaba Chris y dio un salto. Su captor levantó el arma y Chris se detuvo.
Zoe Purcell giró hacia Chris.
– ¡Estate calladito ya de una vez!
Hank Thornten se arrodilló con la inyección en la mano al lado de la camilla y miró a Mattias.
– Esta inyección te ayudará, mi niño. Te sanará -Thornten hablaba de forma fluida en sueco.
– ¡Usted miente! -Mattias miró a Thornten directamente y sin miedo alguno a la cara-. Mi mamá me dijo que nadie sabe lo que hace la inyección.
– Tu mamá no sabe de estas cosas.
– Mi tía dijo lo mismo. Y ella sí sabe de eso.
Thornten asentía con la cabeza al mismo tiempo que agarraba a Mattias de su brazo derecho.
– Pero ella se equivoca.
– ¡Yo no quiero!
Mattias retiró el brazo, giró medio cuerpo hacia un lado al mismo tiempo que gritaba por su madre. Thornten agarró de nuevo el débil brazo del niño y lo acercó hacia él. Mattias gritaba más alto mientras rodaba desesperado por el suelo. Se arqueaba mientras sus estridentes gritos de auxilio retumbaban a través de la bóveda.
Anna sollozaba y luchaba para erguirse. Su captor la estaba sujetando fuerte, pero ella intentaba soltarse con fuerzas inquebrantables. El hombre la arrojó de nuevo al suelo y se lanzó encima de ella.
Chris quiso saltar, pero el esbirro de Sullivan apuntaba su frente con el arma.
– ¡Agárralo! Folsom, ¡venga!
– Hank, ¡no deberíamos hacer esto!
Thornten miró iracundo hacia arriba.
– Andrew, ¿he escuchado bien?
– Él dice que no quiere.
Hank Thornten miró directamente a los ojos de su director ejecutivo.
– Andrew, ¿estás sordo, o qué? ¡Agárralo fuerte!
Sus miradas se toparon. Transcurridos varios segundos, Folsom bajó la mirada y se arrodilló al lado de la cabeza del niño.
Anna daba golpes a diestro y siniestro, se arqueaba, giraba su cuerpo bajo la presión como una serpiente. Ella mordía, arañaba y escupía a su opresor a la vez que emitía sonidos primitivos de desesperación de su garganta.
Nada ayudaba.
Thornten mantenía la aguja delante de sus ojos, y mientras apretaba el émbolo, se iba acumulando una gota en su punta.
– ¡No! -Chris cerraba desesperado los puños. El cañón del arma le estaba apuntando directamente a la base de su nariz.
Mattias gritaba atormentado y giraba entre las manos de Folsom, quien apretujaba sus enjutos hombros contra el suelo. Anna y Jasmin gimoteaban una y otra vez el nombre de Mattias.
Hank Thornten palpaba el brazo del niño y a continuación colocó la punta de la aguja en la piel.
En ese mismo momento se abrió la puerta y cuatro figuras en amplios trajes blancos de algodón se adentraron en la capilla. Sus rostros permanecían ocultos debajo de sus capuchas.
Cartuja de la Verne, macizo de los Moros, sur de Francia,
noche del martes al miércoles
Lo primero que vio fue el cayado -de inmediato, el pensamiento le llevó a que se trataría de un báculo pastoral-. Pero este era diferente. Era sencillo, carecía de su recubrimiento en oro, tampoco contaba con tallados en marfil ni con la característica concha de caracol que se suele ver en la parte superior del báculo obispal.
Era recto, pero no tanto como un báculo fabricado con herramientas. La vara era lisa, enigmáticamente lisa. Sobre todo en la parte superior, justo antes de su curvatura.
En el mismo lugar, donde lo sujetaba siempre la mano, después de millones de veces, la superficie era tan lisa como si de un diamante pulido se tratara. Un diamante negro, pues la suciedad de la mano había ennegrecido el bastón en ese preciso lugar.
No podía ser el báculo de un obispo. Las manos de un obispo no estarían sucias.
Por lo demás, el bastón era de un color gris oscuro, sin corteza, más seco que el corcho, y tintado por la lluvia y el sol.
La curvatura superior del bastón se abría en una pala en forma de remo con la que el pastor, a falta de agua, cavaba la tierra hasta el nivel freático para darle de beber a su rebaño.
Entonces vio al hombre. Lo había visto en más de dos docenas de veces. ¿O habían sido incluso más?
El hombre era de mediana estatura y llevaba un vestido fino y claro, tejido a partir de la lana de los animales. Áureos adornos brillaban al sol. Su calzado fue trenzado con arte a partir de caña seca, y el hombre portaba en su cabeza un sencillo paño para protegerse del sol.
La cara del hombre era fuerte, al igual que su cuerpo. Estaba acostumbrado a los sacrificios y los esfuerzos físicos, y sus poderosos músculos del brazo se contraían con cada movimiento. Su tez estaba bronceada y acartonada por el sol; le resultaba imposible calcular la edad del hombre.
«La imagen se ampliaba», y finalmente pudo ver el rebaño de ovejas. Como de costumbre.
«Las ovejas y los carneros deambulaban en busca de un rico pasto. El pastor había elegido un buen lugar. El suelo arenoso estaba cubierto de espeso verde, y zanjas de regadío peinaban el prado.
El hombre se apoyaba en su báculo, dirigiendo con sus manos el peso de la parte superior de su cuerpo hacia la parte recta del bastón y presionando su extremo redondeado de forma oblicua hacia delante en el suelo. Se encontraba de pie en medio del rebaño.
El enemigo atacó con fuerza y decisión. Como siempre. Primero un punto en el cielo, de repente gigantesco. Las garras sobresaliendo de sus fuertes patas. Las garras asesinas estaban orientadas rígidamente hacia delante, pudo ver de forma sobredimensionada el pico amarillento y los ojos voraces del cazador anunciador de la muerte.
El pastor lanzó una piedra con ayuda de la pala de su bastón, y después otra, y otra.
Sin embargo, el águila esquivaba las piedras describiendo ligeras oscilaciones, y sus garras se clavaron profundamente en la carne del cordero.
El águila dio una voltereta, tirando consigo el cordero al suelo. El ave luchaba con aleteos lentos y fuertes contra el peso situado entre sus garras; despegó, pero se hundió de nuevo hacia el suelo.
El hombre continuó tirando más piedras y los perros se lanzaron hacia el águila. El rapaz despegó con furiosos silbidos y vigorosos aleteos hacia el cielo, dejando atrás la presa en el suelo.
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