Uwe Schomburg - El código de Babilonia

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El código de Babilonia: краткое содержание, описание и аннотация

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El mayor sueño de la Humanidad está a punto de ser desvelado. Las tablillas halladas en las ruinas de la antigua Babiloniacontienen símbolos cuneiformes que esconden la clave genética de la inmortalidad. La revelación de ese secreto supondría el fin de la influencia de la Iglesia, y un poderoso grupo denominado Los Pretorianos de las Sagradas Escrituras cruzará todos los límites para evitarlo. Así, cuando un ex policía y una científica intentan descifrar las reliquias, se ven arrastrados a una carrera por toda Europa, en la que el asesinato y la traición forman parte de las reglas del juego. Lo que prometía ser el sueño cumplido de los hombres, puede convertirse en una auténtica pesadilla para el género humano. Solo una persona puede ayudarles a desentrañar el misterio: el mismísimo Papa. ¿Pero qué tiene que ver un hombre de Dios con tablillas de arcilla sumerias y los dioses paganos de Babilonia?

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El pastor se apresuró hasta el animal abatido y le palpó las heridas. Sus manos se ensangrentaron y los perros olfateaban excitados las estrías de sangre entre la hierba.

El pastor agachó la cabeza.

Te lamentas con razón -pensó el papa-. Se trataba de un animal joven que podría haberte regalado todavía muchas alegrías.

El pastor vaciló, se levantó, caminó sin sosiego de un lado para otro, se dirigió de nuevo hacia el animal muerto; lo acarició. A continuación, de su vaina sacó una daga, apartó a los perros hacia un lado y se hizo un corte en el antebrazo izquierdo con el cuchillo.

La sangre comenzó a brotar de la herida. El pastor sostuvo su brazo sobre las fauces abiertas de la oveja, girándolo a continuación para que su sangre se derramara en la garganta del animal.

– ¡No, no puedes hacer eso! -gritó el papa-. Eso te está prohibido. ¡Por siempre! ¡La culpa le pertenece al pastor!

* * *

El papa percibió la sacudida en su hombro y regresó de su trance. En el rostro cariacontecido de Jerónimo apareció fugazmente una aliviada sonrisa, cuando el papa le hubo devuelto una clara mirada.

– He tenido una visión…

– Lo sé -murmuró Jerónimo en voz baja.

El traqueteo regular de los rotores recordó al papa que el fin estaba próximo. Pero, acto seguido, le invadieron de nuevo las dudas.

– ¿Dónde nos encontramos?

– Pronto habremos llegado, Santo Padre.

– Todo ha de salir bien…

– Nos estamos aproximando desde el sur. Los pilotos dicen que la gran cordillera protege nuestra aproximación, que tardarán en percibir nuestra presencia. Voy a llamar a Jacques Dufour ahora mismo. Lo lograremos.

El papa se estremecía con el recuerdo de su visión.

– El pastor no se resistió a la tentación. ¿Será ese también mi destino?

Capítulo 45

Cartuja de la Verne, macizo de los Moros, sur de Francia,

mañana del miércoles

Las níveas figuras permanecían sin moverse de la puerta.

De golpe, todos enmudecieron. Thornten retiró su mano del brazo del chico.

– Nos alegramos de que se hayan reunido aquí en la capilla para la oración. Pues esa es precisamente su función. A pesar de que se trate de una hora poco común para visitarla -dijo la voz transparente.

Chris dio un paso hacia un lado y alargó la cabeza para poder divisar mejor la escena. Dufour le imitó. Los dos esbirros delante de ellos giraban nerviosos la parte superior de sus cuerpos, pues permanecían a espaldas hacia la estancia sin poder ver lo que ocurría detrás de ellos.

Las capuchas ocultaban la cabeza de las figuras albinamente vestidas. Cuando la más adelantada giró la cabeza, Chris pudo observar las suaves facciones del rostro de una mujer.

– Nuestra presencia les habrá sorprendido bastante -Thornten se levantó y dio un paso hacia el frente mientras sonría triunfante-. Realmente se trata de una hora un poco fuera de lo común. No sabíamos que…

Chris miró su reloj. Poco después de las cuatro.

– Nos hemos perdido con el coche durante la noche, después tuvimos un accidente y nos hemos refugiado aquí -habló Thornten con voz suave.

– ¿El niño está herido? ¿Es usted médico? ¿Estaba administrándole un tranquilizante? ¿Podemos ayudar en algo?

La monja dio un paso al frente.

– Gracias. Sé lo que hago -Thornten rechazó el ofrecimiento elevando las manos-. Ha perdido los nervios. Fue demasiado para él. No es nada grave. Nos arreglaremos, si nosotros solamente… ¿No tendrá nada que objetar?

La monja escudriñaba a Folsom, que continuaba arrodillado detrás de Mattias, pero que había retirado sus manos de los hombros del niño.

– Soy la vicaria de la cartuja de la Verne, la representante de la priora -la monja giraba de nuevo la cabeza, pero su mirada se posó en esta ocasión en Jacques Dufour.

Chris calculó la edad de la mujer en poco más de cincuenta años. Pero pudo haberse equivocado por completo. Sentía admiración por la tranquilidad con la que manejaba la situación. «¡Si debería estar viendo las armas!».

– En el lenguaje terrenal se nos calificaría como una comunidad extremadamente meditativa, que busca en el silencio y la soledad el camino hacia el Señor.

– Esposas de Cristo -Thornten reprimió la mitad de sus palabras, pues apenas se veía capaz de contener el tono desdeñoso con el que las pronunció. Pero acto seguido fue capaz de dominarse de nuevo-. ¿Y qué es lo que hacen en este lugar tan apartado?

– Aquí no nos contamos precisamente historias de amor, ¿verdad? -sus ojos centellearon-. En la orden, somos un total de dieciséis hermanas y estamos reconstruyendo las ruinas. Desde hace dos décadas. Muchas manos colaboran con nosotras. Antaño vivían aquí ermitaños de la Orden de la Cartuja. Esta era antiguamente nuestra cocina. Las primeras hermanas la convirtieron en una pequeña capilla para disponer de un lugar para la oración. Sin embargo, en la actualidad sirve para los rezos de los visitantes. Teníamos la intención de preparar la estancia para hoy.

La monja dio otro paso al frente a la vez que giró la cabeza dirigiéndose a Chris.

– Aquí te encuentras en la casa del Señor. Jura por Dios que guardarás la paz para que estos hombres puedan guardar sus armas. Pues no tienen cabida en la casa de Dios.

Ella giró de nuevo la cabeza hacia Thornten.

– ¿Acaso se trata de un ladrón peligroso? ¿Por qué las armas?

– Bueno, es responsable del accidente. Ha robado y no se detiene ante nada.

– ¡Miente! -gritó Anna-. El es el delincuente.

¡Mamá, mamá! -gritaba Mattias con voz débil mientras erguía la parte superior de su cuerpo. Folsom le presionaba las manos contra sus frágiles hombros. Mattias se hundió sollozando debajo de la presión.

La monja parecía estar literalmente creciendo. Su cabeza se alargaba rígida hacia arriba. Chris vio cómo su mano izquierda hacía una señal, y las demás monjas se adelantaron a su vez.

– Yo no confío en personas que acuden con armas delante del altar de Cristo -la vicaria apartó hacia un lado las dos sillas que había delante de ella y se encaminó hacia Thornten.

¡Quédese donde está! ¡Esto no le incumbe! -el rostro de Thornten se heló hasta convertirse en una gélida máscara. Cuando vio que la monja continuaba aproximándose hacia él, gritó-: ¡Sullivan!

El jefe de seguridad atravesó la puerta de los barrotes, procedente de la otra estancia de la capilla, en la que había permanecido de pie durante todo el rato.

– ¿Sí?

– ¡Deténgala!

– ¿Cómo?

– ¡Simplemente hágalo!

– ¡No puedo! -Sullivan permanecía de pie indeciso.

La monja se colocó de pie cerca de Thornten y abrió la mano. Thornten meneaba la cabeza.

– Usted no creerá en serio…

– Ya es suficiente -dijo Zoe Purcell al lado de Thornten cuando presionó sus manos contra el pecho de la monja.

Sus miradas chocaron entre sí durante un segundo. A Zoe Purcell se le erizó el vello. Nunca antes había visto una mirada tan dura e impía. Asustada, retiró las manos y se deslizó con la mirada gacha hacia atrás.

– Hank, quizás…

Entre tanto, las otras tres monjas se adelantaron y se abrieron camino entre Thornten y Zoe Purcell hasta la camilla. Una vez allí, giraron formando una barrera.

– No piense que nos pueden amedrentar. Nosotras sabemos que el Señor está con nosotras, y que se hace su voluntad -la vicaria se acercó todavía más a Thornten; casi se tocaban sus cuerpos.

Thornten sostenía el brazo con la inyección en alto. Cuando sintió la fuerte mano de la monja en su muñeca, comenzó a gritar.

Los guardias situados delante de Chris habían girado la cabeza hacía rato, y se miraron desconcertados cuando el presidente comenzó con sus chillidos. Uno de ellos reaccionó ante ello con un salto, colisionando desde atrás con la monja, quien continuaba aferrada a la muñeca de Thornten.

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